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domingo, 20 de enero de 2019

Sección segunda. Descripción detallada y circunstanciada de Alcañiz y sus afueras.

SECCIÓN SEGUNDA.

Descripción detallada y circunstanciada de Alcañiz y sus afueras.

Después de la poética y artística descripción anterior del Sr. Cuadrado, está en su lugar el que presentemos ahora otra más circunstanciada y extensa, comprensiva de cuanto pueda interesar a los alcañizanos, y también a los que quieran tener noticia de nuestra historia y localidad, dentro de los límites que nos hemos impuesto.

Otro estilo más didáctico requiere este trabajo, y este es el que hemos adoptado. Lo esencial aquí, es narrar y exponer con método, claridad, rapidez y copia de datos. Y para que sean estos más abundantes y tenga el texto mayor unidad de acción, acompañamos al mismo algunas notas curiosas y de actualidad; y después y como por vía de ilustración y ampliación, cinco apéndices importantes (sobre todo el cuarto), en que nos espaciamos convenientemente en la forma y manera que lo exigen el interés y naturaleza de sus materias.

Como es natural, tienen que repetirse en esta sección muchas cosas de las que en la anterior se dijeron o indicaron; pero para esto procuramos añadir lo que allí se omitió, y lo ya dicho explicarlo más detenidamente.

Por fin, para el mejor orden y claridad de esta descripción, la dividimos en los siete párrafos siguientes:

I. Situación y clima de Alcañiz.
II. Interior de la población y sus afueras.
III Término de la misma.
IV. Calidad del terreno.
V. Caminos, producciones, industria y comercio.
VI. Fragmentos de su historia antigua.
VII. Idea general del partido judicial de la misma Ciudad, y de su antiguo Corregimiento.


SITUACIÓN Y CLIMA DE ALCAÑIZ

Esta Ciudad se halla situada a la margen derecha del río Guadalope, en el declive de un cerro suelto al cual rodea casi por todos lados.
Su posición topográfica la deja libre a la influencia de los vientos del S. y O., y contribuye también a su limpieza y aseo, porque los grandes aguaceros arrastran las basura de las calles hasta el mencionado río.

Su clima insalubre cincuenta y ocho años atrás, por las exhalaciones pútridas de un terreno pantanoso llamado la laguna, inmediato a la población, hoy que aquel se ha reducido a cultivo, es saludable, sin que se conozcan otras enfermedades que las fiebres intermitentes, algo endémicas, que se desarrollan en el estío y entrada de otoño. (l)

(1) No es aun suficiente haber reducido a cultivo esta laguna o terreno hondo y pantanoso, sino que se necesita desaguarlo y desecarlo del todo. Las fiebres intermitentes algo endémicas que aquí se padecen, y que a veces degeneran en cuartanas rebeldes y de malísimos resultados para las personas de alguna edad ¿tienen otro origen que los miasmas mefíticos que despiden las aguas detenidas en sus zanjas? Nosotros, al menos, no conocemos otro más próximo e inmediato; porque por lo demás, está dotada la Ciudad de condiciones saludables. Los aires entran en ella con libertad y desahogo; sobre todo, el muy puro y sano del poniente. Los monte inmediatos de la parte del oriente y septentrión, al paso que permiten la entrada al bochorno y transmontona; quitan a estos algún tanto su pujanza, poco conveniente a la verdad: el Guadalope con su rápida corriente, está muy lejos de infectar la atmósfera; y
el estanque, renovando sus aguas constantemente por la entrada y salida de las muy abundantes que lleva la acequia principal, no ofrece inconveniente alguno a la pureza y sanidad del ambiente, sobre todo si se tiene cuidado de limpiarlo y escombrarlo como es debido. Solo, pues, la laguna es el enemigo atmosférico de la salud pública de Alcañiz, a
quien por lo tanto debemos combatir y destruir.

Lo sensible es que presentando esto tan pocas dificultades de bulto, no ocupe seriamente los ánimos de las personas influyentes de la población, a la par que de las que poseen tierras en este ahora infecundo local. ¡Como si la salud y la enfermedad fueran cosas indiferentes!
¡Como si aquella, basada en el principio de la conservación, no fuera el principal bien de la humanidad, después de los bienes espirituales e imperecederos del alma! Y por otra parte, ¡como si estas tierras pantanosas, foco perenne de esterilidad y de muerte para la producción, no se transformaran después, con el beneficio indicado, en elementos de fertilidad y de vida!
Y siendo esto cierto, como lo es sin duda ¿porqué no se remedia este mal? ¿Porqué no se deseca la laguna? ¿Se necesita otra cosa para ello que ahondar vara y media en un pequeño trozo de la grande acequia que viene del estanque, para que teniendo el descenso necesario las aguas detenidas en las zanjas llamadas escorredores, puedan bajar y seguir la corriente de la acequia?
Esto es lo que opinan, con nosotros, cuantos han visto y examinado este local. Y es muy fácil comprenderlo; porque si los escorredores están al mismo nivel que las aguas de la acequia, tienen que retroceder por precisión las aguas perennes de aquellos, contenidas o empujadas por las agua continuas de esta: lo que no sucedería con el descenso o ahondamiento indicado, de algo más de un metro, que juzgamos sería suficientísimo.
Si a esto se añadiese la construcción de una zanja circular (que como todas las demás debería estar encañada), la cual recibiera todas las filtraciones de las aguas, antes de entrar en las tierras de la laguna; se conseguiría el objeto importantísimo de la desecación, de un modo
seguro y beneficioso para todos los propietarios de estos terrenos.
¡Y calcúlese entonces la grande utilidad y provecho del mejoramiento de estas tierras, y lo mucho que entonces aumentarían su valor! ¡Y calcúlese también, si una obra tan sencilla y tan poco costosa como esta, sobre todo si se considera con relación al producto, merece que se
ocupen de ella los vecinos de Alcañiz, por la doble ventaja que hemos demostrado, de la salud pública y del aumento de la riqueza territorial! Que no se desperdicie, pues, la buena ocasión que ahora se presenta, con motivo de tener que atravesar toda la laguna la nueva carretera de
Madrid y Zaragoza. Y de todos modos, que la idea dominante de nuestras mejoras, sea el que desaparezca cuanto antes este foco de infección.

II.
Interior de la población y sus afueras.

La Ciudad con el arrabal unido a ella y que con ella se confunde, tiene 1242 casas; cuenta 7 plazuelas denominadas, de San francisco, de Herrerías, del Carmen, del Hospital, de Almudines viejos y de las Monjas; y 3 plazas, que son la Mayor, la del Cuartelillo, y la de Santo Domingo: y está dividida en 4 barrios, a saber, Santa María, Santiago, San Juan y San Pedro; de los cuales el primero comprende 14 calles, 12 el segundo, igual número el tercero, y 9 el cuarto, siendo la circunferencia total de la Ciudad, como de unos tres kilómetros.

Se ve adornada de algunos edificios atendibles, no solo por la solidez de su fábrica y combinada distribución de su interior, sino por su mérito arquitectónico; y entre todos, la casa de ayuntamiento es sin duda el más notable. Su hermoso frontispicio de dos cuerpos, del orden dórico el uno y del jónico el otro, rematando en una galería del orden toscano; atrae las miradas de los inteligentes. El interior de este edificio consta de dos buenas piezas para celebrar las sesiones; de dos archivos, el uno destinado para la custodia de los papeles pertenecientes a la municipalidad, y el otro para la conservación de los protocolos o procesos finados; de una sala capaz donde celebran sus juntas los regantes de las acequias Vieja y Nueva; de una cárcel regular y segura; de una capilla donde oyen misa los Regidores (y los presos de la cárcel, desde una reja dispuesta al efecto); de dos almacenes para los granos del pósito y para la sal, y de un sótano que sirve de neveria.

Contiguo a las casas consistoriales y formando casi una parte de ellas, hay otro edificio sostenido por tres magníficos arcos elevados de estilo gótico y de admirable ligereza y gallardía; y bajo de ellos, una espaciosa lonja. En lo interior, una sala para audiencia, llamada comunmente la Corte. La horrorosa voladura del almacén de la pólvora acaecida, por una exhalación (exalacion) que cayó en el almudí o alhóndiga la nueva, el día 2 de setiembre de 1840, lo arruinó considerablemente, causando al mismo tiempo grandes daños en otros de los mejores edificios de la ciudad, y en crecido número de casas; haciéndolos subir los inteligentes a más de dos millones de reales, y juntándose a estas pérdidas sensibles las todavía más dolorosas de 60 muertos y más de 200 heridos y contusos, como ya se dijo en la página 12 /en este libro las páginas no coinciden con el original /.
Hay un tribunal eclesiástico compuesto del juez u oficial eclesiástico, y de un fiscal, un
notario y un nuncio. Fue instituido en el año de 1392 por el Arzobispo de Zaragoza, el ilustrísimo Fernández de Heredia. Hay también un tribunal civil de primera instancia, con apelación a la audiencia del territorio, cuyo juzgado es de entrada; una administración subalterna de rentas; otra de correos, con sus correspondientes empleados; y la encomienda de Calatrava, llamada Encomienda Mayor de Alcañiz, que ahora ha pasado a la Hacienda nacional.
Así mismo hay profesores de todas las ciencias de curar; varias tiendas de abacería, de paños, lienzos y telas, de ferrería y quincalla, y de otros géneros, tanto del reino como extranjeros y ultramarinos; artesanos de todos los oficios necesarios a la vida social, y posadas, cafés y villares.

Antiguamente hubo cuatro hospitales, denominados de Santa María, San Nicolás, San Juan y
San Lázaro, los cuales a petición del Ayuntamiento se refundieron en el mencionado de San
Nicolás, que es el que existe en el día, aunque trasladado al suprimido Convento de San Francisco. El cuidado de los dolientes está a cargo, en lo temporal, de los enfermeros; y en lo espiritual, de un capellán, que tiene la obligación de decir misa a los enfermos y administrarles los santos sacramentos. También hay un pósito de granos o banco de labradores.

La instrucción pública está a cargo de los PP. Escolapios. Estos celosos amantes de la niñez e ilustrados guías de la juventud, tienen escuelas públicas de instrucción primaria, elemental y superior; gramática latina, retórica y humanidades, donde un considerable número de alumnos recibe una buena instrucción literaria civil y religiosa.

En este Colegio hay un Seminario, en el cual por una pequeña retribución se admite y mantiene decorosamente a los hijos de las familias bien acomodadas del País que aspiran a entrar en él, dándoles una esmerada y culta educación sobre la enseñanza de las asignaturas que les corresponden. Dicho Seminario, que ahora es muy regular, va a recibir pronto
importantes mejoras, ya con la obra notable que en él se practica al presente, ya con el ensanche y aumento de todo el colegio: cuya obra general, cuando esté concluida, lo pondrá en la categoría de uno de las mejores de la Provincia, y acaso el más apropósito (si se tienen en cuenta además algunas razones de peso) para casa de estudios, o escuela normal de
la Religión.

A este colegio se agregó en 1729 el llamado Valeriano, por haber sido su fundador en 1659
D. Miguel Valero, el cual consignó fondos para cuatro becas gratuitas, cuyas rentas han pasado ahora a dominio particular. Hay por fin cuatro escuelas de niñas, en las que además de las labores propias de su sexo se les enseña a leer, escribir, contar y el catecismo.

Hasta principios del siglo XV se dividía la ciudad en cuatro parroquias, que son las ya nombradas, de santa María, San Juan, Santiago y San Pedro; pero elevada la primera a Colegiata per el Papa Benedicto XIII en el año 1407 a instancias de San Vicente Ferrer, se la declaró también única parroquia, quedando las oirás tres como anejas, y encomendada
su cura de almas al Dean auxiliado por dos Coadjutores; y la regencia de las tres filiales, a cargo de otros tantos Canónigos, cuyas prebendas llevaban esta condición.

El cabildo de la Colegiata se componía de un Deán (dean) y doce canónigos, contando además para mayor solemnidad del culto y mejor servicio del templos veinte y siete beneficiados perpetuos, un organista, una capilla de música, dos infantes, dos sacristanes mayores, tres menores, siete capilleros, un campanero y un macero. En la actualidad ha quedado muy reducido este número; y lo que es más lamentable, reducida a parroquia su antigua Iglesia Colegial, cuyo magnífico edificio principió a reconstruirse en el año 1736 por el Arquitecto D. Miguel Aguas hijo de esta Ciudad, sustituyéndole a este, después de su muerte, D. Joaquín Colera, hijo también de la misma, que lo concluyó en 1772. (1)

La fachada o parte exterior presenta un todo magnífico y sorprendente; su arquitectura es de orden dórico en su primer cuerpo, y del compuesto en el segundo.
En cada uno de sus ángulos se eleva una torre de bastante altura y de muchísimo gusto: en el centro un majestuoso cimborio de grande elevación; y sobre todo el edificio descuella el gótico y colosal campanario del siglo XIV, con ocho buenas campañas y las dos del reloj.

Lo que llama más particularmente la atención, son las dos portadas del templo; la que mira al S. sería clásica en su género a estar menos recargada de follajes, estatuas y bajos relieves de que tanto abunda. La que se halla a la parte del E., aunque no de tanta suntuosidad, es celebrada por los inteligentes por su sencillez y buen gusto.

(1) Se acaba de indicar que es harto lamentable ver reducida a parroquia esta magnífica Colegiata. Y efectivamente: pocos serán los que no unirán sus sentimientos a los que nosotros experimentamos. Pocos los forasteros que no deplorarán, con nosotros, esta inesperada
humillación de la Iglesia Colegial de Alcañiz, digna por otra parte y por tantos títulos y razones, de obtener los merecidos honores de Catedral. Su antigüedad, su magnificencia, su historia, su rango foráneo, la topografía del País, la enorme distancia de las Sillas episcopales, la grande extensión del Arzobispado de Zaragoza a que pertenece y la oportunidad de la nueva circunscripción de las Diócesis, que está determinada; todo esto parece deponía muy alto en su favor, no solo para que se respetase y conservase su antigua categoría, sino para que se
tratase de ascenderla y colocarla en el número de aquellas nuevas Catedrales que han de erigirse en los puntos convenientes y necesarios, en virtud de la traslación que según el último concordato ha de hacerse en dichos puntos, de las redes episcopales que se han suprimido.

Pero desgraciadamente no ha sucedido así: las razones y motivos que los alcañizanos elevaron oportunamente al Gobierno de S. M. (Q.D.G) no tuvieron la suerte de un resultado feliz y satisfactorio; sucediéndoles en esto, lo mismo que con el utilísimo proyecto de formar, a su tiempo una cuarta provincia de Aragón en este país con su Capital en esta Ciudad, que razones históricas, estadísticas, topográficas militares y políticas aconsejaban también se tomase en consideración, y lo recomendaban con tanto fundamento como elocuencia.
Pero dejemos ya a un lado estos poco gratos recuerdos, y remitamos a los que de ellos
quieran instruirse, a la memoria impresa que sobre entrambos extremos publicó esta Ciudad en el año 1849.

La fábrica es toda de piedra de arena, de la que llaman dulce en el país, tan buena por su
duración y apacible colorido que a la vista ofrece, como por la facilidad con que se presta a la labor. La parte interior es bella, desahogada y de convenientes proporciones. Consta de tres naves, cuyas dimensiones, con las de toda la Iglesia, vienen a ser las siguientes:
longitud de muro a muro, 77 metros; latitud ídem, 42; y altura hasta la cornisa circular del cimborio, 25; los que llegan a 42 hasta la parte más elevada de dicho cimborio.
Las capillas de los costados, que están abiertas y que tienen un fondo regular y desembarazado para la Iglesia, entran también en estas medidas, menos la de la Soledad y el Santísimo que se prolongan algo más fuera de los muros, y que tienen sus buenas cúpulas. Las diez columnas sueltas en que descansa el edificio, sin contar las cuatro apilastradas de los frentes, son cuadradas y de esbelta fisura.

En cada lado de la iglesia hay siete capillas, otra más al testero y dos chiquitas debajo de los órganos. En la de la Soledad se gastó mucho para hacerla linda y ostentosa, como se hizo, con muchos y preciosos jaspes y mármoles.

En la de San Mateo se conserva, aunque no en muy buen estado, un retablo antiguo, que si bien no tiene de suyo ningún mérito, lo tienen sin embargo muy sobresaliente cinco excelentes estatuas de mármol blanco y cinco medallones de lo mismo, trabajadas en Roma por los mejores artistas de aquel tiempo. Este regalo lo remitió a su familia el Eminentísimo Cardenal D. Domingo Ram, hijo ilustre de esta Ciudad, a principios del siglo XV, para que se colocara en dicha capilla, propia de aquella; en donde se ve bajo de un arco, el sepulcro de sus padres, que es igualmente de mármol.
También merecen alguna atención cinco retablos hechos en el año 1830, para otras tantas capillas, según las reglas de la arquitectura greco-romana; en cuyos intercolumnios se ven bellas estatuas de madera imitando el mármol blanco; obra toda de D. Tomás Llobet, hijo de Alcañiz, y poco ha, Director de la Academia de S. Luis de Zaragoza, en la clase de escultura.

El altar mayor, aislado en el tercio de la testera del templo y todo él de jaspes y mármoles, es obra magnífica, y de gran mérito artístico. Construyóse desde el año 1800 al 1803. Sus grandes columnas, basamento, cornisas y ático, son preciosos mármoles y jaspes trabajados con toda prolijidad y esmero, adquiridos casi todos de las canteras de Alcañiz, de las más afamadas de todo el reino, y de los más apreciados entre los extranjeros, como ya se dijo. Es un gran zócalo de dos metros y medio de alto, con hermosas molduras, sobre el que descansan los pedestales de cuatro altas y corpulentas columnas del orden corintio, y dos estatuas, una y otra a la parte exterior de cada columna. (1)


(1) No deja de ser muy notable, que las cuatro o grandiosas y hermosísimas columnas del cuerpo principal de este altar, que con su basa y capiteles tienen cinco metros de altura, hayan salido de un solo banco compacto y uniforme de las canteras de esta Ciudad, como es fácil reconocer por la identidad de sus aguas y colorido: lo que en verdad prueba la riqueza y potencia de nuestras canteras. Si de siete estatuas de piedra granítica que hay en el Escorial se dice con admiración a los viajeros: seis Reyes y un santo salieron de este canto, y aun
quedó para otro tanto ¿con cuánta más razón se puede decir lo sobredicho de nuestras cuatro columnas de mármol que salieron de un solo canto, y aún dejó este mas que para otro tanto? ¡Y se nos pasaba por alto esta notable circunstancia!

En medio de estas se ve el retablo, en el cual se representan de bajo y medio relieve la Asunción de Nuestra Señora saliendo del sepulcro, y enteramente sueltas las figuras de algunos Apóstoles que miran extasiados tan portentoso milagro. Por encima del retablo y capitel de las columnas, corre el cornisamento, sobre el cual descansa el ático:
por entre las columna encima de la cornisa, asoman dos angelitos de bulto; y descansando en aquella a los lados del ático, hay dos estatuas a plomo, con las de abajo, y otras dos más afuera. Entre las pilastras de aquel, se descubre una ventana circular, en la que aparece representada la Santísima Trinidad saliendo de entre nubes que rebosan fuera del círculo,
con rompimiento de luz y rayos de medio relieve; todo muy bien entendido. El altar remata con dos ángeles mancebos que sostienen una corona imperial. La escultura de este retablo, obra perfectamente dirigida y concluida por el mencionado Sr. Llobet, puede competir con los mejores monumentos de su género.

El coro es otro de los objetos distinguidos de la Colegiata. Ocupa el primer tercio del templo y lo cierra un verjado de bronce apoyado en zócalos de jaspe del país, entrecortado con bases y capiteles de mármol blanco, sobre los cuales descansa una bien trabajada cornisa; y sobre esta a trechos, estatuas bronceadas, conchas y camafeos. Por dos puertecitas practicadas en el expresado verjado, salen los prebendados a unos graciosos balconcitos con antepechos del mismo metal que aquel, para oír los sermones que se predican. En lo interior, lo mejor que
se encuentra es el bellísimo órgano de la derecha, y la sillería nueva de nogal con embutidos de madera de acebo primorosamente trabajada, con dos órdenes de asientos y el sitial reservado al Diocesano.

Hay además en esta iglesia algunas pinturas de bastante mérito. El cuadro de S. Joaquín, que está en la segunda capilla de la nave de la derecha, es de Espinosa, muy celebrado por los conocedores: lo adorna un gracioso retablo con cinco buenos medallones de mármol blanco, rematando con una excelente estatua de lo mismo de Nuestra Señora de los Pueyos.
Los cuadros de Santa Ana, de San José, y el de la Cena, que se hallan en sus respectivas capillas, también son muy apreciados. Y finalmente, el de la Anunciación de nuestra señora, de crecidas dimensiones, trabajado con el mayor esmero e inteligencia por el pintor de Cámara de S. M, D. Ventura Salesa, es tenido en mucha estimación y como una excelente copia de Mengs.

De las tres iglesias anejas, ninguna tiene cosa que llame la atención. La de Santiago desapareció por completo; la de San Pedro está enteramente desmontada y se llueve por todos lados; y solo la de San Juan alarga débilmente su vetusta existencia.
Además de estos templos, hay otros abiertos también al culto: el llamado de Salinas por tu fundador, dedicado a S. José, servido antes por cinco capellanes que tenían la obligación de confesar y auxiliar a los moribundos; el de los PP. Escolapios, y el de las Monjas dominicas.

De los varios conventos de órdenes religiosas que antes existían, el de San Francisco, situado en el arrabal, lo fundó el maestro D. Andrés Vives en el año 1524, sirviendo en el día de hospital civil y militar y otros usos: tiene una magnífica iglesia moderna, capaz y de buena arquitectura. El del Carmen Calzado, que ocupa uno de los testeros de la plaza de su nombre, debe su fundación al P. Maestro Fr. Gaspar Cortés, religioso carmelita en 1603. Después de
la exclaustración se destinó a cuartel y teatro; y su iglesia, que es muy regular, sirve para el culto, celebrándose en ella el santo sacrificio de la misa, lo cual favorece sobremanera a los vecinos del arrabal.
El de Dominicos, que da nombre a la plaza en que se halla, lo mandó levantar el Príncipe de
Aragón D. Juan, hijo del rey D. Pedro el Ceremonioso, en el año 1383. Este convento, que poco, hace ha sido vendido en virtud de la ley de desamortización, lo había comprado antes la Ciudad para alhóndiga y posada publica. Y en fin, el de Capuchinos, que en 1612 mandaron construir varios vecinos de la Ciudad, y el cual igualmente ha pasado a dominio particular.

El de monjas dominicas, arriba mencionado, es fundación de D. Baltasar Rudilla, Rector de la parroquial de Muniesa en 1593. Continúa habitado, con el competente número de religiosas. Y finalmente, el colegio de escuelas Pías, del cual también se ha hecho mención, lo fundó en 1729 el P. Agustín de Santo Tomás de Aquino, a instancia y con anuencia del Sr. Arzobispo de Zaragoza D. Tomás Crespo de Agüero.

Además de lo referido, hay en esta población un cuartel con habitaciones cómodas para la infantería, y principalmente para la caballería; una mediana plaza de toros, dos alhóndigas, dos carnicerías públicas con su matadero, una neveria, un alfolí para la sal, siete hornos de pan cocer, tres molinos harineros, seis de aceite con veinte prensas de romana para deshacer la oliva, un batán y seis posadas.

Al salir de la ciudad por el lado del O. se encuentra el magnífico puente de piedra de siete arcos, que desde la guerra de la Independencia había estado inservible hasta la última civil (1836), en que se consiguió reconstruir, con todo el gusto y solidez que se podía desear, las dos arcadas que le faltaban. Pasado el puente, se llega a un delicioso paseo, en cuya cabeza llama la atención la fuente de Santa Lucía, (1) más abundante que hermosa, la cual despide copiosos raudales de agua por 68 canos del grueso del de un fusil, sin contar algunos otros destinados a diferentes usos. Todos vierten sus aguas en un vación longitudinal de piedra, del que pasan a una gran balsa o lavadero para las mujeres. Frente de la fuente hay una plazuela desde la que salen muchas calles de árboles, jóvenes en el día, pero que harán más apetecible este sitio cuando dejándoles extender sus espesas ramas, puedan hacerlo impenetrable a los ardientes rayos del sol; y de trecho en trecho de dichas calles, se encuentran asientos de piedra. Este paseo termina a un cuarto de legua de la población en el punto llamado la Palanca, y es el que designan los habitantes con el nombre del Prado, y le dan la preferencia sobre los demás, particularmente en las tardes del estío, por la frescura que las inmediatas aguas le comunican, por el encantador embeleso que el apacible murmullo de estas hace experimentar, y porque desde allí se descubre una vistosa cascada del llamado Río alto que describiendo mil juegos agradables, se precipita sordamente en el Guadalope.

(1) En el apéndice 3 a esta sección, se dará una noticia de las virtudes medicinales de las aguas de esta fuente; la cual según la tradición antigua de esta Ciudad fue descubierta por un lobo que en un año de gran sequía, acudía a beber al sitio en que hoy existe, y que entonces
estaba oculto con un zarzal. He aquí porque hasta la fundación del Convento de Santa Lucía, que está contiguo a ella, se le llamó fuente lupina.

El portal de San Francisco conduce a otro paseo en dirección del arrabal, que va a terminar en ermita de la Encarnación, antiguamente sinagoga de judíos. Carece de calles de árboles, pero esta falta está bien compensada con los muchos jardines y huertos que por una y otra margen del mismo se descubren.

Desde el NO. de la población donde se halla la extensa plaza del Cuartel, hasta el SO. dando la vuelta al cerro del Castillo, corría antes una angosta senda, por la que tan solo podía caminar de frente una persona; pero el deseo de facilitar el tránsito de la ciudad al arrabal y viceversa, indujo al Ayuntamiento, de acuerdo con el Gobernador, a ensanchar aquel paso; y verificado, resultó otro paseo por el que pueden cruzar cuatro personas a la par, disfrutando las agradables y amenas vistas que presenta todo el término, y todo su variado y pintoresco horizonte, sin que sea posible dejar de dirigir la vista al antiguo castillo, que ocupa la cima del cerro.

Fue este en lo antiguo un edificio suntuoso y fuerte, pero en la actualidad ofrece poca importancia militar. Es un rectángulo imperfecto, rodeado de lienzos de fuertes y elevadas murallas flanqueadas de torres almenadas, y en estas, espesas saeteras y troneras. Su fábrica, como todas las que en la población tienen alguna importancia es de sillares de piedra de arena, igual a la que constituía los buenos muros de cuarenta palmos de altura que antes cerraban la ciudad, sin el arrabal, y que actualmente están bastante deteriorados.
Alonso I el Batallador fue el que dio principio a este castillo al emprender la conquista de la antigua Alkanit, distante una hora de la moderna Alcañiz, pero la importancia militar que durante algunos siglos tuvo, la debe a los esforzados caballeros de Calatrava, a quienes Alonso II de Aragón lo donó en el último tercio del siglo XII, haciéndolos fronteros de los moros de Valencia y Cataluña.
Aquí tenía su palacio el Gran Comendador de la Orden; y ésta, su convento o noviciado, cuya excelente y sólida Iglesia gótica se conserva muy bien, aunque inhabilitada, bajo la advocación de Santa María Magdalena. Así en esta como en los claustros se ven todavía los sepulcros de alguno Príncipes, de Grandes Maestres de la Orden, y de Comendadores mayores. Deshabitado el castillo por una larga serie de años, fue poco a poco deteriorándose, y quedó arruinado en gran parte; pero habiendo tomado posesión de la Encomienda
en 1728 el Srmo. Sr. Infante D. Felipe, hizo considerables mejoras en todo él y mandó construir un magnífico palacio sobre las lineas del antiguo, al lado del S., con buen balconaje y una graciosa portada. (1)

En las guerras posteriores a esta época ha experimentado también nuevos y grandes quebramos, de los cuales tarde o nunca llegará el reparo.

(1) He aquí la inscripción que se lee sobre dicha portada, en un escudo real labrado en piedra negra con letras doradas.

SERENISSIMO PRÍNCIPE PHILIPO HISPANIARUM INFANTE MAGNAM
ALCAGNITII PRECEPTORIAM POSSIDENTE CASTRUM
HOC, MILITIAE SACRAE CALATRAVENSIS OLIM RELIGIOSA COLONIA.
DECURSU VERO TEMPORIS PENITUS DIRUTUM, DENUO
INSTAURATUM, ET ORNATUM FUIIT.
ANNO MDCCXXXVIII.


III
Término de la Ciudad.

Este extenso término confina por el N. con los de las villas de Caspe y Chiprana, por el E. con los de Valdealgorfa y Mazaleón; por el S. con los de Castelserás y Torrecilla, y por el O. con el de Albalate del Arzobispo; extendiéndose de N. a S. 6 leguas, y 5 de E. a O.

Dentro de esta circunferencia se encuentran muchas huertas, torres, casas de campo, masadas, oratorios públicos y ermitas. De estas la mejor y más notable es la de Nuestra Señora de los Pueyos; y de los oratorios públicos, la suntuosa Capilla del cementerio, muy inmediata a dicha ermita, a cuarto y medio de legua de la Ciudad entre norte y poniente. (1)

Todo el término está dividido en partidas, cuya división sirve para conocer la situación de pastos, dehesas y heredades.

De estas, las que se hallan al E. son las de Valcomuna, Planas de Marta (?), Valdecavadores, Masico de D. Domingo Simón, Valdefardachos; (en la cual se hallan las cuevas de Gorigot, de las Lanas y la de Sariñena, buenas para encerrar ganado), Valdegerique, Agua Amarga, Valdelasarribas (con la cueva de Mazolas), barranco del Ciego (con el Cabezo del
Cuervo), Valderredormos, Valdecepero, planas de las Horcas, Valdetaús (con las cuevas de Rodríguez y de Salinas), Valdesanchernal (con la cueva de D. Diego), Valdejudíos y de la Encarnación.

(1) En el primer apéndice de esta segunda sección, describiremos el célebre santuario de los Pueyos; y en el segundo, el nuevo Cementerio de esta Ciudad con su notable capilla.

Hacia el SO están las partidas de la Mangranera, la Arenosa, el Chupillo, la Mangrana, Valdeestremera. Redehuerta, Val de la torre, Plana de los Santos, el Castellar, Planas del Saso, Valdepascual, Valmuel y Valdelison.

Hacia el O. se encuentran la de Pui-moreno (con su monte algo elevado), Rincón Caliente, Loma de la Yerba, la Coscollosa, Planas de San Miguel del Plano, Plana de la Virgen de la Peña, Planas de Marta, Planas del Pradillo, Valdepanaderos, Planas de la Estanca y la del Camino Viejo.

Y hacia el N. las partidas de Mas de Caballo (con la Pila porquera), Valdevallerías (con el monte algo alto llamado cabezo de la muela, y cuevas de Puyo, Hermenegildos y Granetes en que se encierra ganado), vuelta del Robo puerco, vuelta de Mazolas, Valdeseganta, Valdesincesta, Val de Prior, Loma y monte del Vizcuerno, vuelta de aguas, Mas de Cerrojo,
Planas del Mas de Terresa, Rincones de Cañizar, cuesta de Belluga, Collado de la Villanzona y Val de Hueso.

Todas estas partidas de tierra, así como los jardines, huertas, casas y masadas, arriba indicadas, se hallan, las de mejor especie entre la cuenca que forma el Guadalope y los valles encerrados entre las lomas y pequeñas colinas que sirven de estribo a los cerros que por el E. dividen el espacio que media entre el referido río y el Matarraña paralelo (parelelo) a aquel; y por el O., el que hay entre el Guadalope y el Martín; cuyos espacios dilatados sobremanera, están poblados de inmensos bosques de olivos, de moreras, de frutales, y de otros diferentes géneros de árboles, por entre los que se distinguen los tallos de todo género de granos, hortalizas y legumbres.

IV
Calidad del terreno


La misma variedad que hay de montes, oteros y collados es causa de que el terreno sea también desigual, aunque aquellos son de poca elevación; así es, que cosmográficamente mirado podría llamarse llano y hondo, motivo por el cual al antiguo Corregimiento de Alcañiz se le ha conocido con el nombre de Tierra baja o Bajo Aragón, pues ciertamente es lo más hondo de todo este antiguo Reino.

Los montes aquí están vestidos de matorral y de peñas, lo. que contribuye a que sean variados y vistosos. Las plantas que comunmente los cubren son pinarascas de hoja fina, madroños, sabinas, enebros, lentiscos y otras matas bajas, como aliagas, coscojos, retamas, esparto y alguna pita en el monte de Santa Bárbara; muchas yerbas medicinales, como el té, salvia, acrimonia, artemisa, hinojo, camamila, cinoglosa, culantrillo, malvabisco, viola, ruda, escordio, estrella, centaura, ontinilla, muy probada en las tercianas, y otras varias.

Hay dos pinares, llamado el uno de la Mangranera /árbol de la granada/ hacia el S. y otro al N. La extensión del primero es una legua de longitud y dos tercios de latitud; y la del segundo de cuatro de longitud, y dos y un tercio de latitud. Ambos tienen poderosos enemigos en los vecinos de los pueblos colindantes, que carecen de bosques propios. Antiguamente se sacaba de ellos mucha madera, pero en el día con dificultad se encuentra un madero regular para los edificios, y toda la utilidad que producen al vecindario es el proporcionar abundante combustible y carbón flojo. También se crían en estos montes abundantes pastos para los ganados, y muchas flores de las cuales millares de colmenas extraen la miel más rica, y la cera más buscada por los conocedores.

Aunque poco elevados, como queda dicho, se crían en sus entrañas varias y abundantes canteras de piedra, y de jaspes y mármoles de buena calidad. Las clases de piedra son la denominada de arena dulce, muy buscada por su duración y apacible color anteado; de arena salada más compacta y dura que la anterior, pero no tan permanente, por contener sin duda
algunas partículas salinosas de cal, de yeso blanco y oscuro; y de la llamada almendrada, por los granos que contiene. Los jaspes y mármoles so hallan en el llamado Pui-moreno, de cuya naturaleza y circunstancias se ha hablado ya en el apéndice segundo a la sección primera.

Además encierran una mina de alumbre, que sería un manantial de riqueza si se beneficiase como requiere su importancia. Se extrae el mineral libre de todo cuerpo extraño, sin que se necesite más que espurgarle de las impurezas del cieno; lo que le constituye de mejor calidad que el de Roma.

Ya se dijo que el Guadalope corre al rededor de la población, describiendo el mismo arco que ésta con respecto al cerro en que se halla situada; entrando en el término por el lado del E. y saliendo por el O. Su agua es muy buena para fecundar los campos, porque en su descenso de treinta leguas recoge el cieno y tierra vegetal. Cría bastante pescado, con especialidad barbos y madrillas, tan gruesos aquellos que se sacan algunos del peso de cinco libras de doce onzas. Se cruzaba antes este río por tres puentes. El primero a distancia de una hora de la ciudad, se llamaba de la Alberca; el segundo separado de la población un poco más de un cuarto de legua, no ha dejado de si más memoria que su nombre de la Palanca y algunos escombros, y el tercero denominado el Mayor, único que existe en el día, que es el de que se hizo mención al hablar de las afueras de la ciudad (1) Con sus aguas riegan los vecinos una muy dilatada huerta por medio de dos acequias.

(1) Sensible es que no existan en el día los dos mencionados puentes de la Palanca y la Alberca. Este último conserva aun respetables restos de su antigüedad, no menos que de los ineficaces esfuerzos poco ha empleados, para su reconstrucción; para la cual seguramente no presenta serias dificultades ni exige extraordinarios sacrificios. La empresa del primero es mucho más fácil y de muy poco coste. Su nombre lo dice: una palanca, que no es más lo que antes había, y lo que ahora sería suficiente, atendidas las ventajas que para ello ofrece el local. Pero las utilidades que entrambas obras reportarían a nuestra agricultura, además del ornato, son incalculables. Para rastrearlas, no es menester mas que tener en cuenta la grande suma a que asciende al año el largo rodeo que tienen que dar nuestros labradores y sus caballerías
para ir a esta parte numerosa y escogida de sus campos, y para regresar después a la Ciudad. Por eso nuestros antepasados, que conocían muy bien el valor e importe del tiempo perdido con estos rodeos, tuvieron corrientes entrambas comunicaciones.

La principal de ellas llamada la Vieja, tiene el cauce más o menos ancho, según el sitio por donde pasa, pero nunca es menos de ocho cuartas, con la profundidad correspondiente, y se prolonga de tres leguas y media a cuatro, tomando el agua dentro de la jurisdicción, debajo de Calanda.
No son tan grandes ni el cauce ni la longitud de la Acequia Nueva; pero entrambas desaguan a una legua de distancia de la ciudad. Para su mejor conservación y administración de las aguas, hay una Junta de gobierno compuesta de los principales propietarios, cuyas ordenaciones fueron aprobadas por el Rey, oído el Consejo en 1768. En 1842 se modificaron y recibieron otro método, con anuencia de las Autoridades de la provincia. Las cahizadas de tierra que se riegan con las dos acequias, vendrán a ser como unas 3,000.
De la Vieja se quiso sacar en otro tiempo una hijuela, pero quedó abandonada tan útil empresa hasta que de muy pocos años a esta parte se llevó a efecto, dando a la expresada hijuela e| nombre de Gabaldá, consiguiendo por este medio hacer regable un extenso terreno que antes era secano; y del mismo modo se ha conseguido, cinco años ha, igual ventaja con la llamada Cequieta (Cequiela) del Brazal, o sea de las Cambras de Galiana.

Amenizan los contornos y término de la Ciudad de Alcañiz, al propio tiempo que contribuyen a fecundizar la tierra de labor, muchas y hermosas fuente de aguas cristalinas y saludables, que brotan por mil puntos diferentes. Son las principales, la ya descrita de Santa Lucía, cuyo caudal es tanto, que basta por si sola para abastecer a todo el vecindario superabundantemente.
Más abajo, a cuatrocientos pasos de esta, se halla la del Hilador de Seda con un solo caño: a un cuarto de legua río abajo, la de los Estudiantes; y luego las siguientes:
la de Santa María, de dos caños del grueso de un brazo, perennes y constantes, situada a la margen derecha del Guadalope; la de los Latoneros, con cuatro caños también perennes;
la de Mosen Antón, con un caño; la de las Zorras, distante una hora de la población siguiendo la corriente del río; y las del Barranco de las Tejas y Val de Cavadores, ambas sin caños.
El agua de la última es la mejor de todas. Además están la de San Cristóbal, perenne como las demás, pero sin caños ni adorno alguno; la de Casanova, abundante y de buena calidad; y la del Vivero, que solo arroja la agua cuando el tiempo es templado y caluroso.

Otros muchos manantiales de agua copiosos y saludables, podrían citarse dentro del radio de una legua de la ciudad; pero el temor de ser molestos nos obliga a pasarlos en silencio, y también porque es menor su importancia que la de los ya citados, si bien contribuyen eficazmente a hacer útiles y agradables los alrededores,

A mayor distancia se hallan igualmente fuentes apreciables, tanto por la bondad de sus aguas, como por el beneficio que prestan a la agricultura: la del Agua Amarga, llamada así por su sabor ingrato, riega a Valdegerique y la partida que toma su nombre; y la de Valderredormos buena para beber, riega también bastantes cahizadas de tierra. El mismo servicio prestan la de Sanchernal, la del Regallo, las tres de Valde-estremera y la de la Loma de Vizcuerno, aunque estas últimas son escasas.
Las denominadas de Altafulla y Valdefaltreña, sirven únicamente para beber.

Además del río, acequias, fuentes manantiales y balsetes (o balsas chicas de agua excelente muy buscada en el verano) que tanta abundancia proporcionan al vecindario y al terreno, son muchas las balsas que se encuentran en la proximidad de las masadas que se ven esparcidas en la jurisdicción, y que con poco trabajo facilitan a los masoveros las necesarias para su consumo y para el de los ganados. Sería muy prolijo hacer una enumeración de ellas: bastará por lo tanto fijar nuestra atención, y la del lector, en la muy conocida llamada la Estanca o Estanque, famosa por su rica pesca, especialmente de delicadas y sustanciosas anguilas, y por las muchas especies de aves, tanto acuáticas (acuátiles) como terrestres, que se abrigan entre las aneas y otras yerbas que se crían en las orillas. Se halla hacia el O. de la ciudad a distancia de una hora. Es una concha de seis kilómetros de circunferencia, formada naturalmente
por los declives de los pequeños cerrillos que la rodean. Solo por un lado tiene un pretil de piedra. Su figura sigue la irregularidad de las faldas de los collados vecinos, muy semejante a un cuadro. excepción de la parte llamada el Royano, todas las demás orillas abundan de juncos, aneas, cañota, y otras yerbas; y su fondo, lleno en general de yerbas acuáticas, viene a formar como una gran red afelpada: de modo, que es el receptáculo más propio que pudiera encontrarse para los innumerables barbos, anguilas, tortugas, ranas, topos, nutrias, famosas sanguijuelas (de que se hace grande extracción), y multitud de insectos acuáticos que allí se crían; y para el inmenso número de focas, gansos, patos, gallos, pollas, capuzones, cisnes, marineros y otras aves acuátiles; y el mejor abrigo para las becadas,
becardones, judías, chorlitos, tordos, y otras diferentes especies de aves terrestres.

Difícilmente podría mantenerse la provisión de agua necesaria en este estanque, cuya profundidad es de 5 a 6 metros, si no se alimentase con toda la que conduce la acequia vieja, tres días en el año, y el tercio de ella desde primero de octubre hasta veinte y cuatro de junio.

Corresponde la estanca a los herederos regantes de la ciudad, y se arrienda generalmente en la cantidad de 6,000 reales vellón anuales. El arrendador saca de su contrato todas las utilidades que puede. Tiene derechos propios, y otros en común con los demás vecinos. Los propios son pescar y cazar como y cuando quiera, y los comunes coger ranas, madrillas, sanguijuelas, y cazar con escopeta. Junto al agua, en la parte baja, se halla una casita en que viven el estanquero y auxiliares, y en la que conservan los pertrechos de pescar. Dentro de ella está el zafareche, en donde por una canal que viene del estanque, caen las anguilas que tanta celebridad tienen en toda España. También viene al mismo zafareche otra canal, por la que caen crecidos y hermosos barbos; siendo muy de notar, que nunca caen por éste las anguilas, ni por aquel los barbos.

Es la estanca el sitio predilecto de recreo, proporcionando a unos la diversión de la caza de aves acuáticas y terrestres, internándose para ello en el lago con pontones; a otros la pesca con arpón, caña o red; y a todos, el buen surtido de preciosas anguilas que caen a centenares en el zafareche en las noches obscuras, mediante el sobredicho canal que viene del centro del estanque.

Antiguamente se abrió una acequia, que partiendo de la parte occidental del estanque, llegaba hasta la partida de Valmuel, distante de dicho punto como unos seis kilómetros. En esta travesía se practicaron varias minas, cuyos vestigios se ven hoy todavía. Pero sin saberse la razón ni el motivo que para ello se tuvieran, es lo cierto que se inutilizó y cegó dicha acequia, después de tantos caudales invertidos.
En el año 1586 tenían gastadas en ella 37,000 libras jaquesas los Jurados de Alcañiz.
Esto y el abandono de dicho cauce, es lo único que sabemos.

Otra dificultad o problema presenta también la acequia real construida por los Moros, que se ve señalada en los mapas antiguos de Aragón, y sobre todo en el del Sr. D. Tomas López, que es el que nosotros hemos visto. ¿Dónde se halla esta acequia famosa? ¿Por donde va?
¿Qué vestigios o rastros la designan? Nadie sabe contestar a estas preguntas, porque no hay para ello razón ninguna. Y la dificultad sube de punto si se considera que partiendo la expresada acequia de la derecha del Guadalope, llega hasta saludar las márgenes del Ebro, casi frente a la Magdalena de Caspe.
¿Es esto siquiera verosímil con la serie continuada de valles que paralelamente bajan al Guadalope, y que por necesidad tenía que atravesarlos sucesivamente?

Pero al mismo tiempo que esto y lo que antes hemos dicho demuestran invenciblemente la imposibilidad de tal acequia, se nos hace también muy duro el creer que esta tradición geográfica no tenga algún motivo o fundamento y no sea el rastro de alguna verdad oculta, desconocida para nosotros hasta el presente.

¿No podría suceder, que este señalamiento, de acequia, aunque equivocado, correspondiera a la del estanque a Valmuel? No lo creímos enteramente improbable y fuera de camino, y en tal caso significa, que los moros primero y nuestros padres después, intentaron realizar este proyecto. Las razones o motivos que tuvieron para abandonarlo las ignoramos, como hemos dicho: pero atendiendo a que las aguas que tenemos para nuestra huerta no son muy superabundantes, y al temor (que tradicionalmente se dice) de que pudiera constituirse una colonia poderosa y rival en las feracísimas tierras de Valmuel, nada de extraño sería, que estas causas decidiesen el abandono total del mencionado proyecto.

Entre las ventajas y utilidades que proporciona el estanque a esta Ciudad, debe ponerse en primer lugar la de servir de deposito de una gran cantidad de aguas para regar, en tiempo de verano, las tierras de esta huerta en que tanto escasea el riego por la escasez y pobreza del
río Guadalope, que casi entonces viene a suspender su curso. Sangrado abundantemente por nuestras dos grandes acequias, y por las varias de los pueblos de la comarca que nos están delanteros, viene a parar los más de los años a este triste estado, si no aumentan su caudal las lluvias, que por desgracia son poco frecuentes.

Pero esta falta de tanta trascendencia, la suple en gran manera el estanque en las muchas tierras que se alimentan con su acequia. Así es, que en los meses de verano, en que por lo común hay necesidad, se echa mano de sus aguas y se recibe de ellas la salvación de las cosechas, la fertilidad de los campos,.

Sin duda alguna, este fue el motivo que indujo a nuestros antepasados a formar y regularizar este gran pantano, aprovechando al efecto la excelencia del local que a ello convidaba. Y este mismo motivo, aunque no tan poderoso en el día, es el que nos aconseja también no omitamos medio alguno legitimo para el aprovechamiento común de las aguas, en que, lloviendo aquí tan poco, consiste la riqueza de nuestra producción.

Por eso un sistema bien entendido y ordenado de riegos, es un medio eficaz y poderoso para que se aprovechen bien las aguas con que se cuenta, y para que, digámoslo así, se multipliquen. Pero este sistema tiene que ser por precisión el resultado del trabajo, de la aplicación, y de la posesión de cuantos conocimientos útiles son necesarios al efecto. Mientras no se llegue a este estado; mientras en las acequias, además, no se hagan las mejoras convenientes y de que son susceptibles; mientras los herederos regantes no estén bien instruidos en sus deberes, mediante la impresión y distribución que debe hacerse de las Ordenanzas de las acequias; y mientras no se experimente también su oportuna cooperación, acudiendo para ello con puntualidad a las Juntas que aquellas establecen; no podrá adelantarse todo lo que conviene en este importante punto de nuestra agricultura, en que puede decirse, consiste toda nuestra riqueza. Por eso le consagramos estas celosas indicaciones.

Todas las primaveras suele hacerse por los arrendatarios lo que se llama el rolde y consiste en coger con redes en una mañana cuantos barbos se acercan a la orilla pedregosa del Royano a desovar (deshobar). Acostumbra a cogerse crecido número de ellos, como 200, 300, 400, y aun más, el que menos de una libra, y el que más de diez y ocho. Su calidad es excelente, y de menos espina que el barbo del río. Por la canal, que desde el centro del estanque marcha en declive al zafareche, caen a veces tantas anguilas en una sola noche que causa admiración; pues ha habido vez que han pasado de mil y quinientas, siendo frecuente, cuando esto ocurre, el que caigan dos o tres centenares. El peso común de ellas viene a ser de tres libras, aunque las hay de menos y de más.
Este precioso lago sería un verdadero sitio real, si se amenizase, como debiera, con algunas excelentes mejoras, que al paso que serían de poco gasto y de fácil ejecución, proporcionarían utilidades considerables.
Con una fonda bonita y bien proporcionada que se construyese en la parte alta de la Tejería, para disfrutar desde allí su hermosa vista, y pasar algún día de recreo, o algún rato de solaz; con media docena de muletas, o lanchas pequeñitas y bien construidas, para pasear, cazar y
emboscarse con ellas para la caza en las espesuras extremas del Lago; y con una copiosa plantación de álamos, chopos, lombardos, olmos, fresnos y otros arboles ribereños que poblasen y circuyesen toda su larga orilla. con esto y nada más que con esto, estarían hechas todas las mejoras necesarias y suficientes para el grande objeto que hemos indicado.
Acerca del último extremo, séanos lícito preguntar:
¿Se ha pensado en el gran partido que podría sacarse de la indicada plantación?
¿Se ha calculado que además de hermosear el estanque extraordinariamente, daría productos considerables?
Ahora que escasea el combustible, y que de día en día se echará de menos el recurso de los montes; el pensamiento de esta fácil plantación, debe estar en el ánimo de los hombres
benéficos y emprendedores, que son los únicos a quienes la sociedad debe sus adelantos y los recursos de su riqueza pública.

Además de este estanque hay otros dos de agua salada a igual distancia de la ciudad, poco más o menos, que el mencionado de agua dulce; pero su situación es diferente, pues que se hallan hacia la parte del mediodía. El uno de ellos es tan grande, cuando menos, como el precitado: el otro tiene menos extensión . Se ven decorados, casi de continuo, con una capa blanca salinosa de poca espesor; y la calidad del material que ésta contiene es ingrata y desabrida, y solo en el caso de una necesidad absoluta podría suplir por la sal. Sin embargo,
se ha creído por algunos inteligentes que podría sacarse gran partido de estas salinas estableciendo en ellas una fábrica especial encaminada a elaborar y componer con estos materiales la sosa o barrilla artificial; y al efecto han sido denunciadas al gobierno por algunos particulares, los cuales favorecidos ya con la concesión, se proponen utilizarlas, si les es posible.

V
Caminos, producciones, industria y comercio.

Caminos.
Por la parte oriental y occidental de la ciudad se encuentran caminos carreteros en malo o mediano estado: los demás que se hallan en el término son comunales y la mayor parte de herradura. Ya hemos hablado atrás de las nuevas carreteras, que han de cambiar el aspecto al país, si llegan a concluirse como esperamos, y como tanto reclama su necesidad en todo el Bajo Aragón.

Ahora pues, que está próxima la conclusión del ferro-carril de Madrid a Zaragoza y Barcelona; ahora que se conocen las grandes y patentes ventajas de abrir en este fértil suelo vías de comunicación que lo pongan en contacto inmediato con Zaragoza, Valencia, Cataluña y el Mediterráneo; ahora que están bien proyectadas las lineas importantes que han de dar este gran resultado, y cuya realización en parte ya adelantada, ofrece pocas dificultades; sería muy de desear que se emprendieran con tesón los tres trayectos principales que faltan: a saber,
el primero desde Monroyo hasta el límite del Reino de Valencia, de unos 6 kilómetros: el segundo desde esta Ciudad hasta el río Aguas límite de la provincia de Zaragoza, de unos 38 kilómetros; y el tercero desde Valdealgorfa hasta Caseras, límite de Cataluña, de unos 28 kilómetros. Solo con estas obras quedaría perfectamente toda esta parte baja de Aragón; se cambiaría del todo su áspera y temible topografía; y serviría no poco para alimentar, con sus recursos y producciones, la vía férrea de Zaragoza, las plazas y mercados inmediatos, y los puerto marítimos de los Alfaques, Salou y Tarragona. Lo demás que falta para estas carreteras en las Provincias confrontantes, es mucho menos que lo que dejamos explicado de la nuestra, y por consiguiente menor su gasto y más fácil su ejecución.

Producciones.

Se coge en abundancia, y de la mejor calidad, aceite, seda, trigo, cebada, maíz, avena, y todo género de frutas y hortalizas; poco vino (porque no se dedican los labradores al cultivo de la viña), judías, centeno y algo de cáñamo. La cría de ganado lanar es también abundante: la hay igualmente de ganado cabrío; y se saca bastante miel y cera de excelente calidad.

La Industria consiste en fábricas de jabón, de sombreros ordinarios, telares de sayales y varios tejidos de estambre; hilados de seda, elaboración de la cera en primera y segunda mano, caleras de hornos de yeso, molinos de aceite, de harina y batanes.
Antiguamente estuvieron muy en auge sus fábricas de jabón, por la gran ventaja de tener a la mano las primeras materias de aceite y barrilla. Eran casi las únicas de alguna nombradia que se conocían en Aragón y otras partes; pero a principios del siglo pasado (en cuyo tiempo existían veinte y seis que consumían un considerable número de arrobas de aceite) se
impuso el ruinoso impuesto de tres sueldos jaqueses (dos reales veinte y ocho maravedises vellón) por cada arroba que se fabricaba, y que tenían que pagar los jaboneros al hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza; razón por la cual, y en virtud a no haber podido librarles de esta gabela que solo entonces sufría Aragón, imposibilitándole así la competencia con los mercados nacionales y extranjeros, redujo sus fábricas a un estado de decaimiento, que apenas quedaron tres, y estas de poquísimo movimiento aun en el día; con lo que a la par que los fabricantes, sufren los cosecheros de aceite del país y consumidores del jabón, los perjuicios consiguientes.

El Comercio consiste principalmente en la exportación, para Zaragoza, Valencia y Cataluña, de aceite, seda, lana, trigo, cebada y maíz, e importación de vino de Cataluña, géneros ultramarinos, quincallería y tejidos de algodón, lino y lana. Para facilitarlo, celebra esta ciudad dos ferias al año: la primera para Pascua de Resurrección, y la segunda en el 15 de
agosto. Los principales objetos de los negocios que se hacen son paños, pañuelos, telas, sombreros, zapatos, costales, cuerdas, quincalla, cáñamo, lino, cerrajería, ferrería, cuchillería y guarniciones para las bestias; turrones y dulces de toda especie, vino, licores y tocino salado. Antes solo había una feria; en la que tenían lugar las referidas transacciones.


VI
FRAGMENTOS DE SU HISTORIA ANTIGUA.

Nada puede decirse con entera seguridad acerca del origen primitivo de Alcañiz: lo que no tiene nada de extraño atendida su larga ocupación por los Moros, y el haber cambiado estos en casi toda la península los nombres y divisiones geográficas antes existentes. Pero esto no quita que haya en su favor algunas conjeturas muy sólidas y fundadas que dan mucha luz, y que en cierto modo suplen aquella falta. (1)

Fundados, pues, nosotros en dichas conjeturas, y sobre todo, en la opinión que nos ha parecido mejor y más probable, ya por la autoridad de las personas que la han formado y emitido, ya por la solidez de las razones y argumentos con que la han sustentado; creemos sin dificultad ninguna, que esta ciudad fue la antigua Anitorgis, fatalmente célebre en los fastos de la Historia romana, por el fin trágico de los dos Escipiones y casi todo su numeroso y brillante ejército. Así lo sienten el docto historiador Ferreras, y el profundo y erudito Sr. Cortés, en su excelente Diccionario geográfico- histórico de la España antigua.

(1) Solo nos ocuparemos en este párrafo de aquellos hechos mu notables que tienen relación con la historia antigua de Alcañiz; ya por ser inconveniente al objeto y plan de esta obra todo lo demás que podría ponerse; ya porque en la sección primera se ha hablado bastante de las épocas posteriores a la que ahora nos detiene algún tanto.

Respecto a la gran cuestión de Ergávica, tan debatida e interesada basta poco ha, diremos francamente nuestro parecer en el apéndice quinto a esta sección; aunque en cierto modo lo anticipamos ya, admitiendo y aceptando para Alcañiz el antiguo nombre de Anitorgis.

Según este sabio eclesiástico, Anitorgis significa lo mismo que Ciudad de las lanzas o de los lanceros; y esta palabra se compone de las dos unidas Anith y orgis, la cual fue arabizada después del modo siguiente: primero se le antepuso la palabra Alca, como acostumbraban hacer los moros con los nombres de muchas poblaciones; y después se unió a esta la que ya tenía de Anith, suprimiéndole por apócope el orgis, con lo cual resultó la palabra Alcanith, más eufónica sin duda para los árabes que la de Alcanithorgis. Lo cierto y seguro es, que nosotros la hemos heredado así de los Moros; y que del mismo modo que a ellos plugo arabizarla, así también nosotros la hemos españolizado a nuestro gusto y manera, llamándola Alcañiz. Tales transformaciones sufren, por lo común, las lenguas con las transformaciones sociales, y políticas de los pueblos, cuando éstas se hacen y experimentan radicalmente
y por completo.

El hecho notable que perpetuará para siempre la memoria antigua de Alcañiz o Anitorgis, es el que ya hemos indicado de la gran catástrofe de los dos famosos caudillos romanos. A la vista de esta ciudad fue donde concibieron estos el fatal proyecto de dividir sus fuerzas, para acelerar más el golpe mortal que intentaban dar a los Cartagineses; y esto fue lo que ocasionó su ruina y destrucción.
Ocupada estaba Anitorgis por Asdrubal Barca, hermano de Aníbal, que había llegado de África con gran número de tropas y elefantes, en el sesto año del mando de aquellos Jefes romanos, cuando resueltos estos a acabar de una vez con los Cartagineses en España, salieron de Tarragona con un brillante ejército, y llegaron a sentar sus reales a la derecha del Guadalope frente por frente de la antigua Alcañiz. Dice Tito Livio:
Una profecti, ambo duces exercitusque, Celtiberis praegredientibus, ad urbem Anitorgin in cosnpectu hostium, dirimente amni, ponunt castra.



Su primer impulso fue atacar en seguida a los Cartagineses; pero considerando que algunas jornadas más atrás hacia la Bética, habían quedado aún fuerzas considerables al mando de Asdrubal Gisgon, Magon y Masinisa; llevados de una confianza excesiva, dividieron su ejército marchando Públio Escipión a atacar a estos que se hallaban en Cástulo (hoy Segura de la sierra, en la Provincia de Jaén Diócesis de Murcia), y quedándose su hermano Cneo con la tercera parte de su ejército y treinta mil Celtíberos contra Asdrubal Barca. El objeto de entrambos era evitar que prolongasen la guerra, ocupando las alturas y desfiladeros de Aragón y la Mancha, después de la primera derrota que contaban sufriría Asdrubal Barca.
Pero este no tardó en tener la grata nueva de ver desde Alcañiz la completa deserción (deseccion) de los Celtíberos, los cuales abandonando repentina e improvisadamente a los Romanos, montaron el Idúbeda, dejando perdido al confiado Cneo.
Bien se retiró este del Guadalope y se encaminó bacía el Mijares por Morella y San Mateo, colocándose en la ventajosa posición de Orsona (hoy Artana) a la falda oriental del Idúbeda (sierra de Espadán); a donde no se atrevió atacarle Asdrubal Barca; pero derrotado y muerto, por una imprevisión, su hermano Públio en el Salto Tugiense (o Puerto de Toya,
llamado Auxin cerca de Cástulo) se halló envuelto Cneo por los tres ejércitos Cartagineses, esto es, los dos de Cástulo y el de Alcañiz, que le obligaron a abandonar su fuerte posición de Artana y dirigirse a repasar el Ebro. Antes de conseguido, fue alcanzado por Los Cartagineses y muerto en una Torre-vigía; quedando su ejército roto y deshecho, y salvándose tan solo algunos soldados que pudieron reunirse con Fonteyo. Por manera, que a los treinta y un días de la muerte de Publio, sucedió la de su hermano Cneo.

La muerte de Publio fue seguramente una gran fatalidad, que ocasionó las dos tan sensibles desgracias de los caudillos romanos. Consistió pues esta, en que habiéndose tenido noticia de que Indibil, Jefe enemigo, venía con siete mil quinientos Susetanos (de las montañas de Prades) a reunirse con los de Gisgon, Magon y Masinisa, se adelantó Públio a recibirlos y batirlos con sola una División de su ejército, dejando las demás en su Real al cargo del General Fonteyo. Mas al emprender su ataque general de guerrillas contra Indibil, llegó la caballería del Joven Masinisa, y luego toda la demás fuerza cartaginesa de los dos ejércitos precitados: y allí, en el Salto Tugiense recibió la muerte con un bote de lanza, y su división fue enteramente destrozada y hecha pedazos. ¡Pérdida dolorosísima, que en un patriótico arranque de pena hizo decir a Plinio, que el río Betis, naciendo en el Salto Tugiense, se
marcha precipitado al Occidente, como quien huye del dolor y sentimiento de nacer junto a la pira de Escipión !


Desgraciada de este modo tan trágico la operación militar de Publio, no hizo poco Fonteyo que salvó las fuerzas que aquel le confiara, entreteniendo aun sin comprometerse, las numerosas huestes enemigas; recogiendo algunos soldados de la rota tugiense, retardando lo posible la que después sobrevino a su hermano; sirviendo de apoyo y refugio a los pocos de su gente que pudieron salvar la vida; y consiguiendo por fin repasar el Ebro para llegar delante de Tarragona a llorar allí dolorosísimamente con sus soldados, la pérdida de sus dos queridos caudillos. Por eso sin duda, lo que hoy se llama allí la torre de los Escipiones, es el monumento que se erigió entonces para perpetuar la memoria da tan gran quebranto y dolor; pues que en el se ven las figuras de soldados romanos, llorosos y apesadumbrados.
Véase a Tito Livio, Apiano Alejandrino, Plinio y Cortés.

Solo nos falta justificar ahora la conducta de los Celtíberos para con los Romanos; pero esto
es harto fácil y sencillo. Porque ¿cómo habían de pelear y favorecer, con sus esfuerzos, a sus intrusos opresores, tanto del campo romano como del cartaginés? ¿Qué obligación tenían de ser fieles a los que fueron infieles con ellos, hollando los eternos principios de justicia, y disputándose después la rica joya de España como si fuera un feudo que les correspondiera per juro de heredad? No era tan abyecto el ánimo esforzado y pundunoroso de nuestros
paisanos los Celtíberos; y por eso hicieron lo que debían: esto es, abandonar a los Romanos, cuando la ocasión se les presentaba propicia, y no unirse tampoco con los Cartagineses: de este modo daban lugar a que se debilitasen y destruyesen mutuamente entrambos enemigos, preparando así la emancipación del dominio extranjero, tan odiado siempre, en todas épocas, del altivo pueblo español. Tal es la interpretación que dan los historiadores a la conducta, que
en el caso presente, observaron con los Romanos los treinta mil celtíberos, arrastrados o comprometidos por estos.

Después de este grave suceso, en que por su interés e importancia nos hemos detenido algún tanto, ya no aparece en la historia el nombre de Anitorgis hasta que los árabes lo convirtieron en Alcanith.

Véase el motivo también gravísimo con que, por primera vez, suena este nombre en sus historias. En el año 846 fueron taladas con continuas algaras y cabalgadas, las pingües Aldeas de esta población, por el célebre Aben Hafsun, o Hafsum; el cual habiéndose confederado con los Cristianos de Aínsa, Benasque y Benavarre, corrieron todos impetuosos, como los ríos que bajan de aquellos montes, asolando los pueblos de la tierra baja, que no seguían su partido. Viendo Muhamad Rey de Córdoba los grandes medros de esta rebelión, determinó atajarlos y escarmentarlos; y al efecto, tomó las medidas siguientes:
primero escribió a los Walies de Andalucía para levantar un poderoso ejército; y luego reuniéndolo tan numeroso como se había propuesto, pasó con él a Toledo. Al mismo tiempo ordenó que acudiese al Ebro toda la gente de guerra de Murcia y Valencia, al mando de su nieto el esforzado Zeid-Ben-Casim, al cual protegería el Emir desde Toledo con los movimientos estratégicos que indicaran las circunstancias.

Eran estos preparativos demasiado grandes e imponentes para que no abatiesen el ánimo del astuto Hafsun; y cambiando de medio, apeló hábilmente a la perfidia y engaño, en vez de aprestarse a la defensa, o de resignarse a la sumisión. Escribió, pues, dolosamente al Rey Muhamad, con protestas de grande amor, fidelidad y sumisión: puso cielos y tierra por testigos, de que cuanto había obrado era una trampa a fin de arrollar más a su
salvo a todo enemigo del Alcorán, y poderse descolgar después con ímpetu sobre ellos: protestó que todo estaba corriente, si el Emir le aprontaba el auxilio de las tropas de Valencia y Murcia, que marchaban contra él, y que con ellas sobrecogería a los cristianos en sus posesiones al S. del Segre, y aniquilaría su potestad; en fin, ostentó tantas promesas y
con tales visos de sinceridad, que el Emir dio asenso a todo, y ofreció a Hafsun el gobierno de Huesca, si él ponía bajo el señorío de Córdoba todo el país que se jactaba de arrollar de un solo avance. Con esto Muhamad, encargando a Zeid-Ben-Casim la expedición ideada, y que se pusiese de acuerdo con Hafsun; tomó de regreso el camino de Córdoba.

¡Soberano Alá! dice la crónica musulmana, que cuando en tus ciertos y eternos juicios tienes determinado trastornar un estado o causar la ruina de un pueblo, te agrada poner la culpa en nuestra ignorancia, apresurando entonces nosotros mismos el dar poder y armas a nuestros enemigos, o corriendo ciegos y presurosos al precipicio; no de otro modo quisiste deslumbrar al Rey Muhamad, para que diese crédito a las falsas promesas y fementidas protestas del pérfido Hafsun! ¿Qué había de suceder pues? Una horrorosa catástrofe. Las tropas mandadas por el nieto de Muhamad se encontraron con las de Hafsun en los campos de Alcanith, junto al Guadalope: allí acamparon unidas a estas sin ningún recelo. El joven Zeid-Ben-Casim recibió de Hafsun y los suyos los más amistosos y extremados agasajos; pero anochecido y a deshora, mientras yacían confiadamente en el sueño todos los de Valencia y Murcia, cayó sobre ellos, como un rayo, la gente de Hafsun, y antes que pudieran rehacerse para su defensa, perecieron la mayor parte, salvándose poquísimos de tan gran matanza, Una de las primeras víctimas fue el joven Wali Zeid-Ben-Casim. Allí murió peleando bizarramente antes de cumplir diez y ocho años; y por la profunda herida que le rasgó el pecho (según frase bellísima de un poeta árabe) salió a revueltas con su sangre su noble anima.

En tal consternación y cuidado puso a los Muslimes esta astuta y pérfida asechanza, acaecida en el año 866, que tuvo que venir en seguida desde Córdoba, con numerosa hueste, el Príncipe Almondhir hijo del Rey Muhamad, quien derrotó completamente en Rotaleyud a los rebeldes de Aben Hafsun, matándole al Alcaide de Lérida el valeroso Abdelmelic. Esta desgracia no desalentó sin embargo al intrépido Hafsun; pues que rehecho de ella con sus mañas y astucia, y habiendo llegado a hacerse formidable por el número y calidad de sus tropas, vengó, derrotó y mató en tierra de Toledo al mismo Príncipe Almondhir, Rey ya entonces de Córdoba. En fin, tales fueron sus hazañas y adelantos que algunos años después, en el de 917, determinó venir a este País con grande ejército el famoso Abderramán III Rey de Córdoba, para acabar de
raíz (como así sucedió) con esta funesta guerra civil, tanto tiempo sostenida por el inquieto y díscolo aventurero. Con cuyo motivo, dice la crónica musulmana, estuvo en Alcañit algunos días aquel Monarca, recibiendo la obediencia y sumisión de muchos pueblos comarcanos, que se sometieron gustosamente a su bondad, poder y sabiduría. Y luego que el Emir llegó a Córdoba, le participó su tío Almudafar las decisivas ventajas obtenidas contra las fieras gentes de la España oriental, y la grata nueva de la muerte de Hafsun en tierra de Huesca, acaecida en el año 918.

Otro caudillo más noble, más valiente, y más aceptable para nosotros, entra ahora en escena; y ya se dilata el ánimo al poder hablar de cosas nuestras, de Príncipes nuestros, que sustituyen
a los infinitos de las tres eternas épocas, y odiosas dominaciones de los Cartagineses, de los Romanos y de los Mahometanos.
Este esforzado adalid, es el ínclito Alonso I, Rey de Aragón, llamado el Batallador, el cual después de haber lanzado de Zaragoza para siempre a los Moros, en el año 1118, bajó en seguida a hacer lo mismo con los de este país, siendo la Ciudad de Alcanit la primera que tuvo esta fortuna, tomándola y conquistándola a viva fuerza.

Para ello hizo levantar un castillo a orillas del Guadalope, una hora distante de la ciudad,
desde donde fatigaba continuamente a sus moradores. Puso y estrechó luego el cerco, que ella resistió vigorosamente algún tiempo, por estar bien murada y coronada de un fuerte castillo; pero habiendo muerto su caide, con el desaliento que esto causara a los agarenos y ánimo a los cristianos, se rindió ya sin dificultad, haciendo lo mismo poco después el castillo.

El Rey gratificó a los que más se distinguieron en la espugnación y toma de la plaza, como fueron D. Gimeno de Luna, de quien descienden los Lunas de Aragón; y D. Sancho Aznar, que se apellidó el de Alcañiz, y quedó encargado de la custodia de la ciudad (villa entonces) y su castillo. Este, con los caballeros que con él quedaron o acudieron de otras partes llevados de la abundancia y fertilidad del País, la guardó de muchas tentativas que contra ella
repitieron los moros de la frontera.

D. Ramón Berenguer, marido de Doña Petronila, le concedió carta de población, fecha en Zaragoza a 25 de octubre de 1157, cuyo privilegio confirmó el rey D. Alonso en Calatayud a 1 de setiembre de 1162: en él se otorgaban muchas exenciones a los nuevos pobladores, según las disfrutaba la ciudad de Zaragoza. El mismo D. Alonso II de Aragón hizo merced de esta ciudad y su jurisdicción, en 1179, a D. Martín Pérez de Siones, Maestre de Calatrava, remunerando así los servicios que esta Orden le había prestado en varias conquistas.
D. Martín Martínez, quinto maestre de dicha Orden, hizo dueño de esta ciudad por sus días a D. Garci López de Moventa. Este fue electo Maestre, e intentó hacer a Alcañiz cabeza de esta milicia, lo cual metió mucho ruido e introdujo gran cisma en la orden; pero desistiendo
después del Maestrazgo, quedóse de Comendador mayor, dando origen a la dignidad de la encomienda mayor de Alcañiz, una de las más ricas y célebres que tenía entonces esta Religión.

En el año 1411 se celebró y tuvo en esta ciudad el famoso y largo Parlamento aragonés, que puede decirse preparó y determinó el modo y manera dar resolver en Caspe la espinosa y delicada cuestión de la sucesión a la corona, después de la muerte, sin hijos, del Rey D. Martín. (1)

Y por conclusión de este párrafo de nuestra historia antigua, diremos que después de la reconquista de Alcañiz, quedaron aquí muchos Moros y Judíos, amparados en las leyes de protección que se les dispensaron. Los Judíos de esta ciudad, y lo mismo los que había en los pueblos inmediatos, acudían a orar a su Sinagoga (situada, como ya tenemos dicho, en el lugar que ahora ocupa la Anunciata) hasta que convertidos al Cristianismo por el celo, sabiduría y predicaciones de San Vicente Ferrer, se cerró de real orden la Sinagoga, cerrándose con ello la puerta al Judaísmo, y renunciando ya aquí a sus absurdas y falsas creencias.
Y en desagravio de las augustas del Cristianismo, y del misterio de la Encarnación del Verbo en las purísimas entrañas de María (que no quieren creer los Judíos) se construyó en seguida la capilla, que hoy existe, de Nuestra Señora de la Anunciación, dedicándola expresa y oportunamente a este inefable misterio, y perpetuando así este triunfo de la Religión católica, y este importante dato de nuestra historia.

(1) En el apéndice cuarto a esta sección daremos una idea de este célebre Parlamento.

Peor suerte que a estos cupo a los ciegos sectarios de Mahoma. Permaneciendo aún en esta Ciudad a principios del siglo XVII en número de 163 hogares, (o sean 815 individuos, los cuales venían a componer cerca de la novena parte de esta población) fueron lanzados de ella el 29 de Mayo de 1610, en virtud del decreto de expulsión fulminado contra ellos en 11 de Setiembre del año anterior por el Rey católico Felipe III; cuya expulsión general dio por
resultado sacar de España más de 900,000 Moros. De este modo se extinguieron en Alcañiz estas dos razas bastardas, estos sarmientos secos del Cristianismo.

VII
Idea general del Partido judicial de Alcañiz y de su antiguo Corregimiento.

Este partido lo componen actualmente los catorce pueblos siguientes:
Calanda, Castelserás, Valdealgorfa, Torrecilla, Codoñera, Belmonte, Valdeltormo, Mas de Labrador, Valjunquera, Torrevelilla, Cañada de Veric, Mazaleón, Ginebrosa, y Alcañiz cabeza de todo él. A pesar de los títulos que tiene para ser de ascenso, no es más que de entrada. Y para que sean bien extrañas y anómalas sus dependencias y divisiones, corresponde y pertenece a la Provincia de Teruel, en lo político y administrativo; a la Capitanía General de Valencia, en lo militar; y a la Audiencia territorial de Zaragoza, en lo judicial, a cuya Diócesis pertenece también en lo eclesiástico.

Se halla situado este partido al E. del antiguo reino de Aragón, y al NE. de la provincia.
Su clima es templado, agradable y sano por la pureza de los aires que lo baten, y por la buena calidad y abundancia de sus aguas y alimentos. Su extensión de N. a S. es de seis leguas, y de E. a O. de ocho, formando una especie de elipse irregular, ancha por el O. y con diferentes prolongaciones parciales por varios puntos.
Confina por el N. con el de Caspe, por el E. con los de Gandesa y Valderrobres, por el S. con el de Morella, y por el O. con los de Castellote e Híjar.

Su terreno, aunque no muy llano en general, de puede decirse con propiedad que es quebrado y montuoso; pues los cerros que sobre él se levantan no merecen el nombre de montañas, si se exceptúan las llamadas Contiendas de Calanda, que están cerca de esta villa. Dichos corros están poblados de pinarasca de hoja fina, madroños, sabinas, enebros, lentiscos, y otras matas bajas, como aliagas, coscojos y retamas. Crían también abundantes y variadas yerbas, ya medicinales, ya de pasto, que alimentan un crecido número de cabezas de ganado lanar; y muchas y olorosas flores, que fomentan centenares de colmenas.

En la parte occidental, la cordillera baja que domina la capital del partido tiene crecidas canteras de piedra de arena, de yeso y de preciosos jaspes y mármoles. Las tierras en cultivo suben a muchas fanegadas de la mejor calidad y muy feraces; lo que unido a la constante aplicación de los naturales y a la benignidad del clima, las hacen susceptibles de todo
género de plantaciones y simientes. El olivo, la morera y los frutales más exquisitos crecen con lozanía; y los huertos se ven cubiertos de hortalizas y legumbres, famosas en todo Aragón por su sabroso gusto. En los campos blancos se da con abundancia el trigo más puro y toda clase de cereales. Escasea el viñedo, pero esta falta no proviene de la calidad de la
tierra, sino de que los habitantes no se dedican a fomentar su plantación, por la gran preferencia que dan al olivo.

También favorecen las aguas fluviales a este terreno, de un modo muy especial: pues además del río Guadalope que lo atraviesa de S. a N. y por el lado de O., alimentando varias acequias; del Matarraña, que forma una paralela con el anterior, discurriendo hacia el E.; y del río Calanda de escaso caudal; brotan por todos lados infinitas fuentes, manantiales y balsas, que proporcionan superabundantes aguas para los usos domésticos, y en algunas partes para
el riego de las tierras.

Cruzan por el E. y O. del partido medianos o flojos caminos carreteros y otros de herradura que sirven para comunicarse los pueblos entre si. La industria agrícola es casi la exclusiva de este partido, y bastante de por si sola para constituirlo en uno de los más ricos de España. Sin embargo, también cuenta con otros elementos: el hilado de la seda, las fábricas de jabón, el tejido de sayales y de estambre fino, la fabricación de sombreros ordinarios, los hornos de cal y yeso, y la elaboración de la cera en primera y segunda mano, ocupan con notable provecho muchos brazos.
El comercio consiste en la exportación para Zaragoza, Valencia y Cataluña del aceite, seda, lana, trigo, cebada y maíz: y en la importación de vino, quincalla, géneros ultramarinos, paños y tejidos de algodón.

En otra parte se ha dicho ya que estaba gobernada la Ciudad de Alcañiz en lo civil y militar por un Corregidor que tenía estos títulos, y cuya jurisdicción se extendía al vasto territorio que comprendían noventa y nueve pueblos crecidos casi todos, los cuales venían a componer la quinta parte de todo el Reino de Aragón. Esto constituía a esta Comarca, como en una Provincia especial, que ya tenía el nombre de Bajo Aragón y tanto más, cuanto que en lo eclesiástico había también su autoridad foránea, que aun extendía más que la civil y militar sus límites territoriales, en beneficio de la más fácil y expedita administración de la extensa Diócesis zaragozana.

Pero toda la importancia que recibía Alcañiz, así de lo uno como de lo otro, han desaparecido: la jurisdiccional de sus noventa y nueve pueblos, desde el primer tercio de este siglo, quedándole en su lugar el humilde juzgado de entrada; y la eclesiástica, con la cesación del oficialato eclesiástico, de muy poco tiempo acá. Nosotros sin embargo, aunque no sea mas que como un recuerdo o como un dato histórico, vamos a consignar aquí los nombres de los ciento tres pueblos que componían este antiguo Corregimiento; no los noventa y nueve que antes hemos dicho, por omitir cuatro pardinas de muy escasa valía; advirtiendo al mismo tiempo, que los de la demarcación eclesiástica vienen a ser los mismos, motivo por el cual no los reproducimos por separado; y también, que nada decimos de lo que atañe a su descripción particular (1).

(1) Es, sin embargo, muy grande o importante la riqueza mineralógica de algunos pueblos de este antiguo Corregimiento, para que no hagamos de ellos una excepción de esta regla, ya que evocamos en este párrafo su memoria, y que su suerte está, en cierto modo, enlazada
con la de Alcañiz su antigua y próxima capital. Vamos, pues, a dar a nuestros lectores las noticias que contienen los dictámenes facultativos de varios geólogos eminentes, y sabios ingenieros de minas, así nacionales, como extranjeros, los cuales después de haber estudiado y examinado detenidamente el terreno, han dado de él los sobredichos dictámenes e informes. Y a este propósito insertaremos a continuación lo que en este año ha publicado la Sociedad establecida al efecto; a la que deseamos sinceramente prosperidad y buen suceso, para que pueda llevar adelante su colosal empresa, y realizar las importantes vías de comunicación que se propone. He aquí su contenido.

Dichos pueblos han venido a formar el todo o parte de varios juzgados, ya de esta Provincia, ya de la de Zaragoza; y así los iremos anotando. En la Provincia de Teruel entran los juzgados de Castellote, de Aliaga, de Valderrobres, Híjar, Segura (o Montalbán), Mora y Alcañiz; y en la de Zaragoza, loa de Caspe y Belchite. Helos aquí con separación.

Partido de Castellote:
Entran en él los siguientes pueblos del antiguo partido jurisdiccional de Alcañiz:
Alcorisa, Aguaviva, Abenfigo, Berge, Bordón, Cantavieja, La Cuba, Cuevas de Cañart, Dostorres, Foz - Calanda, La Iglesuela, Luco, Ladruñán, Mas de las Matas, La Mata, Mirambel, Molinos, Los Olmos, Las Parras de Castellote, Planas de Castellote, Jaganta, Santolea, Seno, Tronchón, Villarluengo y Castellote.

Partido de Valderrobres:
Arens de Lledó, Beceite, Calaceite, La Cerollera, Fórnoles, Fresneda, Fuentespalda, Lledó, Monroyo, Peñarroya, Portellada, Ráfales, Torre de Arcas, Torre del Compte, Cretas (escrito a mano) y Valderrobres.

Partido de Híjar:
Albalate del Arzobispo, Alloza, Andorra, Ariño, Azaila, Binaceite, Castelnou, Ceperuelo (coto redondo), Jatiel, Oliete, Puebla de Híjar, Samper de Calanda, Urrea de Gaén, e Híjar.

Partido de Segura o Montalbán:
Alacón, Alcaine, Obón, Peñasroyas, Torre las Arcas, Utrillas, Montalbán, y Segura.

Partido de Mora:
Cabra, Caslelvispal, Puerto Mingalvo, y Mora.

Partido de Aliaga:
Cañada de Venatanduz, Cañizar, Crivillén, Adovas (despoblado), Estercuel, Escucha, Fortanete, Gargallo, Ejulve (y el coto redondo de Mezquita), Miravete, Montoro, Pitarque, Palomar, Villarroya de los Pinares, La Zoma y Aliaga.

Hasta el año 1831, en que se hizo la división territorial de España y la subdivisión de sus Juzgados, dependían de la Jurisdicción de Alcañiz, como Barrios o Aldeas suyas, los Pueblos siguientes:

La Zoma, Berge, Crivillén, Los Olmos, La Mata, Valdealgorfa, Valjunquera, Valdeltormo, Torrecilla, Alloza, y Mas de Labrador.

Partido de Caspe:
Cincolivas, Cretas (tachado), Chiprana, Escatrón, Fabara, Maella, Nonaspe, Sástago, y
Caspe.

Partido de Belchite:
Almochuel, Lécera, y Belchite.


Partido de Alcañiz.

Compónenlo los catorce pueblos que ya antes hemos enumerado. Pero todos los que ahora acabamos de reasumir en los expresados partidos, componían antes su antiguo partido jurisdiccional; el cual para su buena administración, tenía, además del Gobernador, un Alcalde Mayor de primera clase, un Subdelegado de policía, un Administrador de rentas, otro de correos, y otro de loterías. Sus confrontaciones, por último, eran las siguientes:
por el N., el partido jurisdiccional de Zaragoza; por el SO. el de Teruel; por el E., el Principado de Cataluña; y por el S. el Reino de Valencia; siendo su circunferencia, por el N. 17 leguas, por el E. 8, por el S. 7, y por el NO. 16.

La considerable y extraordinaria riqueza que en minería encierra la provincia de Teruel, señalada en la parte de E. al N. E. donde se encuentra la gran formación carbonífera o hullera de Utrillas-Gargallo, de más de 10 leguas cuadradas; es en lo general conocida del Gobierno
de S. M , que ha reunido una completa colección de datos y documentos, oficiales en su mayor parte, demostrativos de su importancia y porvenir.

El entendido Sr. Martínez Alcibar, ingeniero del cuerpo de minas e inspector del distrito de Aragón, dice al Gobierno en su informe de 28 de febrero de 1856, presentando diferentes comprobantes paleontológicos y una memoria detallada y científica, según se le previno:
“La buena calidad de los carbones que se explotan en algunas capas, conteniendo un 65 por 100 de cok y gran cantidad de gases combustibles, garantiza la calidad de los carbones en casi todos los puntos de la cuenca, cuando lleguen a explotarse bajo las rocas del terreno cretáceo. En cuanto a la cantidad del carbón mineral que encierra en dicha cuenca, basta tener presente que el terreno cretáceo en esta provincia, recubra constantemente capas de combustible mineral; pues no hay una sola prueba negativa, ni un barranco formado por la denudación de dicho terreno, en que no aparezca el carbón.”

Después de designar lo pueblos y partidos judiciales donde existen registros y minas de carbón, dice: «Sin incluir las capa verticales de la formación jurásica como las del término de Aliaga, que se prolongan de E. a O. por una longitud de más de 8 leguas; contando solo con las capas semi-horizontales y cuya inclinación no pase de 35 °; suponiendo que solo ocupen una superficie de 42 leguas cuadradas (siendo probable que exceda de 60, suponiendo leguas de 5 kilómetros y cada legua cuadrada de 25 millones de metros cuadrados, cuando exceden de 30 millones; suponiendo solo una capa de 2 metros de potencia, cuando en algún punto hay descubiertas 12 capas con una potencia en conjunto de más de 18 metros; suponiendo el peso específico del carbón 1,35, y peso de un metro cúbico de carbón 29,49 quintales castellanos (cuando su peso específico es 1,45, y el de su metro cúbico 31,46 quintales, dejándole reducido para el cálculo a 29 quintales castellanos); suponiendo todo esto en las 42 leguas cuadradas, hay más de 2,100 millones de metros cúbicos de carbón, que representan más de 60,900 millones de quintales, o sean más de 2,768 millones de toneladas inglesas: de modo que sin temor de exageración, se puede asegurar, que en la provincia de Teruel hay más de dos mil millones de toneladas inglesas de carbón.»

El Ilmo. Sr. D. Guillermo Schulz, persona tan competente e ilustrada, ha dicho en la Gaceta Minera de Leipsick que el terreno carbonífero de la parte N. de la provincia de Teruel, que aunque geológicamente considerado es más moderno que otros, no por eso es menos rico ni menos interesante; ocupando cuatro leguas y media cuadradas con muchos bancos de buena hulla, que a razón de 50 millones de toneladas por lo menos en cada legua cuadrada, son otros 220 millones de toneladas solo en los términos de Utrillas, Escucha y Palomar; resultando de los cálculos y estudios hechos, que solo en la provincia de Teruel hay tanto carbón como en el resto de la Península; no debiendo parecer exagerada esta aserción, desde el momento de considerar que el combustible de dicha cuenca es fácilmente explotable en su totalidad, por
presentarse en capas generalmente poco inclinadas y recubiertas de rocas bastante consistentes.
En igual sentido, y con las más favorables condiciones y circunstancias científicas e industriales, han apreciado la extraordinaria riqueza de estos depósitos de combustible, cuantas personas, ya nacionales ya extranjeras, todas competentes en la materia, han examinado su extensión, buena calidad, su situación central de España, y su fácil y rápido
trasporte a puntos poblados y de gran consumo, como el litoral del Mediterráneo, a donde podrá suministrarse con una economía desconocida.
Tales son los Sres. M. Broussez, entendido geólogo francés; Madariaga, acreditado Director de diferentes Empresas mineras y establecimientos industriales; Garbalo, Director jefe de la canalización del Ebro; Moreno, Director de diferentes establecimientos mineros e industriales; Richard, Ingeniero inglés: y Díaz acreditado y entendido Arquitecto y constructor del ferro-carril de Tarragona a Reus, de parte del de Alsasúa a Zaragoza, concesionario por cesión de las provincias de Aragón y Navarra del sistema de las vías férreas tram-way. Este, después de estudiar detenida y detalladamente la cuestión industrial de esta cuenca, señala en su Informe de mayo último un 23 1|3 por 100 de interés anual a los capitales que se empleen en su explotación y construcción de la linea férrea proyectada al Ebro; sin tomar en cuenta el desarrollo y baratura de los trasportes, abierta que sea desde Escatron, como término de aquella, la canalización por los vapores de la Compañía.

Demostrada la inmensa riqueza que encierra la provincia de Teruel y siendo un hecho notorio la incomunicación en que se encuentra con las limítrofes de Valencia, Castellón, Tarragona, Cuenca y Zaragoza, y la imposibilidad absoluta de conducir sus diversas y abundantes producciones a puntos poblados y de consumo (como las enunciadas plazas de Barcelona, Madrid, etc.) por falta de carreteras y caminos; se conoce y echa de ver la imperiosa necesidad de una línea férrea.

La proyectada desde Gargallo al río Ebro ha sido objeto de una ley especial e indudablemente es la más beneficiosa al País; pues partiendo del centro casi de dicha provincia y del productivo de la gran cuenca carbonífera, atravesaría la parte más importante y feraz de ella en los partidos de Aliaga, Híjar y Alcañiz, estaría en inmediato contacto con el resto de Aragón, Valencia y Cataluña por el Ebro, y les abastecería de una porción de artículos y señaladamente de combustible mineral, base de toda industria y elemento de prosperidad en los pueblos en su inmensas aplicaciones. Porque esta escasez se hace sentir y tiene limitada la producción industrial a determinados puntos; pues en la inseguridad y subido precio a que hoy lo adquieren del extranjero. no creen garantidos los capitales destinados a crear establecimientos fabriles, temerosos, con fundamento, de que puedan surgir nuevos conflictos en Europa como los que afligieron a las naciones de Oriente y motivaron la prolongada crisis que atravesó Cataluña; lo cual paralizada su industria por falta de su primer elemento, se vio obligada a salir a los mercados ingleses en demanda de carbones que adquiría con inseguridad de salvar sus cargamentos, y a un precio que hacía incompatible toda utilidad o beneficio de su empleo.

Por la construcción de dicha linea, y que, atendidas las necesidades de hoy. podrá sustituirse con motores de sangre, se asegura el acrecentamiento y porvenir de la industria catalana y su desarrollo con todo el suelo aragonés y valenciano, evitando la extracción de crecidas sumas
que se remiten hoy al extranjero en pago de este artículo; pues según los datos estadísticos de la Dirección de Aduanas, se. han importado por los puertos de Tarragona, Barcelona y Valencia, en los años de 1837 y 38, unos cuatro millones de quintales de carbón, figurando Barcelona por más de una mitad, y contribuyendo por consiguiente con más de un millón de
duros, que remite anualmente a Inglaterra, enemiga declarada de su industria y heredera de sus productos; y esto, sin tomar en cuenta el considerable aumento del consumo por las nuevas construcciones dentro y a las inmediaciones de la Capital, las lineas férreas en su dirección, y las de Tarragona a Reus, Castellón y Valencia, y de esta ciudad al Grao y Alcudia; a que hay que agregar el abastecimiento de la de Madrid a Alicante, que podrá hacerse, construida la de Gargallo al Ebro, con una gran economía según informe del citado Sr. Tornos.»


Apéndices a la sección segunda

Descripción de la ermita de Nuestra Señora de los Pueyos, extramuros de la Ciudad.

Este bello Santuario fue construido en tiempo de la restauración. Está situado entre el norte y poniente de la ciudad, en un altozano que da frente a la misma, y que favorece mucho para disfrutar las amenas y variadas vistas que desde él se descubren.

Precédele una magnífica subida o rampa terraplenada, muy bien enlosada en sus aceras y en su centro, con un fino empedrado en sus intermedios, y una curiosa barandilla de piedra en sus lados. Esta subida de suave pendiente, que tiene sobre 102 metros de longitud por 6 de latitud, se enlaza con la hermosa plaza de la Ermita; la cual es un cuadrilongo de unos 60 metros de longitud por 15 de latitud, extensión igual a la que tiene toda la fábrica del Santuario, con quien confronta por la parte del mediodía, cerrándola por las demás partes una hermosa barbacana de piedra.

El edificio de la Iglesia de poco mérito artístico en sus primeros tiempos, ha ido recibiendo sucesivamente importantes mejoras. Fue la más notable la que se hizo a principios de este siglo, en que el célebre Alcañizano D. Tomás Llobet, trabajó en la variación y perfeccionamiento de la parte superior de este templo, que termina en la Capilla de Nuestra
Señora de los Pueyos; cuya graciosa Imagen se venera en este sitio, desde el siglo XII en que se apareció.

El altar principal en que se halla colocada es de orden compuesto, bien entendido y ejecutado, imitando a los mármoles y jaspes de la ciudad, la pintura que se le dio sobre madera.

A los lados del altar y al nivel del pedestal de las columnas hay dos estatuas del tamaño natural, de un mérito poco común. Es la una, y la mejor, de San Francisco de Asís, obra excelente y admirable en que habla, digámoslo así, la realidad del representado; y la otra de San Juan Bautista, es también muy correcta y bien ejecutada. Sobre el entablamento del altar, sobresalen dos hermosísimos mancebos alados, que sostienen con sus manos un gracioso blasón consagrado a María, cuyas letras iniciales se leen en su centro.

Al rededor de esta capilla y sobre su cornisamento circular, se ven en finísimo relieve los cuatro sagrados evangelistas, cada uno en su ángulo respectivo; y en los dos frentes laterales, primorosos bajos relieves que representan el feliz hallazgo de esta Imagen, y la sencilla y fervorosa procesión de nuestros antepasados al recibirla y colocarla en su lugar predilecto.

Precede a esta capilla la baja cúpula y oportunos adornos, que desde el pavimento hermosean esta parte de la Iglesia, la cual viene a ser como el vestíbulo de la Santa Capilla de la Virgen. San Miguel Arcángel y San Rafael son las dos hermosas estatuas estucadas que aparecen en los lados sobre sus repisas, debajo del cornisamento circular; y luego sobre él y en cada uno de sus ángulos, dos interesantes angelitos que ofrecen a la Virgen lo siguiente: los dos
primeros una corona real, los segundos otra de flores, los terceros una azucena, y los cuartos una palma. Tal es la obra moderna del Sr. Llobet, con la cual nos dejó una buena memoria de su pericia artística y acendrado gusto.


Lo demás de la Iglesia, aunque toda ella muy blanca y aseada, no puede competir, de mucho con la parte que acabamos de describir. Y sin embargo diremos, que si es larga proporcionalmente y de baja techumbre, forma no obstante un conjunto regular y nada repugnante. Tiene de longitud 32 metros, 10 de latitud y 6 de elevación, y está sostenida por seis arcos rebajados, que arrancando desde el pavimento y apoyándose en los muros del edificio, describen sus curvas con alguna irregularidad; la que comunican también a su bóveda adornada con graciosos enramados, y alternando en ellos acertadamente el color
blanco con el negro.

En cada uno de los intermedios hay un altar, los que al todo son diez, sin contar el de la Capilla de la Virgen, y el coro bajo que está a su frente opuesta. Estos altares son en general muy regulares, sobre todo los que hay estucados, que son muy graciosos. Adórnanlos algunos cuadros de mérito, como el de San Bernardo, siguiéndole después el de San Francisco de Asís y algunos otros; y en el primer altar entrando a la derecha, hay una bella estátua de
San Ramón Nonato, obra del célebre escultor de este País D. Ramón Ferrer, que en Madrid dejó gratos recuerdos con las dos hermosas estatuas de San Fernando y Santa Cristina mandadas trabajar por S. M., y colocadas de su orden en la Patriarcal Iglesia del Buen Suceso.
Solo nos falta decir ya dos palabras sobre el Camarín de la Virgen y la Sacristía, cuya moderna reconstrucción pertenece a la época del Sr. Llobet: y esto equivale a decir, que entrambas obras están ajustadas a los buenos principios del arte. En el Camarín se conservó un gracioso abovedado oriental, suelto y aéreo. Y en la Sacristía, que es capaz y de majestuosa elevación, se ven dos cuadros apreciables, muy regulares, de mediano tamaño; y son el retrato de Santo Tomás de Aquino, y el de Santo Domingo de Guzmán, sacados de los originales de Roma, o sea de aquellos escogidos modelos, que la buena crítica señala como los más parecidos a tan grandes lumbreras de la Iglesia. Deseáramos por lo tanto, que siendo estas tan recomendables por tantos conceptos, gozasen entrambos cuadros que las representan, los merecidos honores de un ornato especial y más distinguido; aunque con esto no queremos decir, que se hallen actualmente en un estado de deplorable abandono.

En esta Iglesia hay establecida una respetable Cofradía, con Bula Pontificia de Clemente XI y abundantes privilegios; por los cuales, y por los innumerables beneficios que los habitantes de Alcañiz han conseguido en todos tiempos de María Santísima con el título y advocación de los Pueyos, es grande la devoción y amor que siempre le han profesado, teniéndola como a su especial Patrona y Abogada, y consagrándole anualmente, con voto perpetuo, algunas solemnidades y fiestas religiosas, con todo el esplendor posible de nuestro culto.

Además de la Iglesia, tiene también la ermita espaciosa y cómoda habitación; ya para el ermitaño que en ella reside; ya para cuando va el Sr. Canónigo camarero, encargado de su inspección y cuidado; ya en fin para los Señores Congregantes que la ocupan el día 9 de setiembre, en que se hace la fiesta principal de la Virgen, empleando gran parte de él en los solemnes cultos, que con sermón se le tributan, y a los que acuden con puntualidad los Alcañizanos.

No terminaríamos debidamente esta descripción, sino dijéramos, que al paso que es muy concurrido este Santuario por la preciosa alhaja que en él se venera, lo es también por sus hermosas y excelentes vistas, por su proporcionado y cómodo paseo de cuarto y medio de legua, y por el grato solaz y oportuno descanso que en él se disfrutan.
Algo separado del ruido y movimiento incómodos de las vías públicas de los campos y pueblos inmediatos, tiene cierta poesía y atractivo que lo hacen recomendable.
Pocos serán los días que no se vean en su Iglesia, algunas, si no muchas, personas de entrambos sexos; y luego después, en la gran ventana abalconada y semicircular de la ermita, que abierta siempre para todos, ofréceles el mejor panorama y la más bella perspectiva.

Vénse (se ven) desde ella gradualmente varios pueblos, santuarios y edificios; como son, en primer término, la parte más principal de la Ciudad, que cae a su oriente; esto es, la gran mole de la Colegiata con su grupo magnífico de torres altísimas, cúpulas, y elevado cimborio; algunos edificios notables, la plaza del Cuartelillo, y el majestuoso Castillo- Convento que
domina la población: y fuera de su recinto, las ermitas de Santa Bárbara, de la Anunciata, y el Calvario, y varias torres y edificios situados en la campiña, que hermosean y amenizan esta decoración. En segunde término los pueblos de Castelserás, con su ermita de Santa Bárbara; Torrevelilla, con la de la Sagrada Familia: y las de San José de Belmonte, santa Bárbara
de Valdealgorfa, y otras muchas no menos notables que se dibujan graciosamente a lo lejos.
Y luego al norte, los montes rústicos y peñascosos de acarreo y aluvión; al oriente, los puertos de Tortosa, y los picos y bancos graníticos de San Antonio de Orta; al mediodía, la canal de Pavía, la elevada sierra de Palomita, y el famoso barranco del Moro; y entre mediodía y poniente, el Tolocha de Calanda, el cabezo de Palao, y el renombrado collado de D. Blasco. Así que estas lejanas y encumbradas montañas que se ven y columbran gratamente en último término; la varia estructura y desordenada configuración de las más inmediatas; la admirable amalgama de lo serio con lo festivo, de lo culto con lo inculto, y del risueño y multiforme colorido de los campos y árboles frutales, con la grave condensación y monotonía de
los gigantescos olivares que en algunas leguas de extensión se perfilan concéntricamente sobre el Guadalope; todo, esto forma un cuadro magnífico y amenísimo, cuya vista se disfruta plácida y tranquilamente desde la célebre y sencilla ventana abierta, de esta apacible y animada soledad, que desnuda de adornos inútiles y superfluos, nos brinda constantemente con estas puras e inimitables, gracias, de la naturaleza.

Tal es el pintoresco Santuario de Nuestra Señora de los Pueyos, que hemos creído describir con alguna extensión.


II

Descripción del Cementerio, extramuros de esta Ciudad y y de su notable Capilla.

Todo este Cementerio construido en el año 1834 comprende un rectángulo de 96 varas
aragonesas de longitud por 82 de latitud, extensión suficiente para todas las defunciones que puedan ocurrir en la población. (1) Preséntase a su entrada ua gran patio perfectamente cuadrado, dividido por los andenes en otros cuatro cuadrados iguales, en cada uno de los. cuales caben desahogadamente los cadáveres que pueden enterrarse dentro de un año, y esto con la idea de que en llegando al quinto año (en que ya deberán estar consumidos
aquellos) puedan trasladarse su partes sólidas a los osarios. Corresponde al patio, según el plan, el estar circuido de una galería cubierta, decorada con columnas de piedra, y cuatro órdenes de nichos en los intermedios del centro, que al todo compondrán el número de 592.

(l) Por no variar las medidas aragonesas que sirvieron de base a la construcción de este Cementerio y su Capilla, no empleamos las que ahora se usan, pero ya es sabido que un metro compone 5 palmos y una quinta parte del palmo de Aragón.

De estos, solo hay al presente los de la testera de la Capilla, paralela a la entrada del edificio, en cuyos ángulos están los osarios. A la espalda de la testera de la Capilla y entre sus costados y los de los hosarios, hay dos secciones, además del gran patio; la una para Sacerdotes y
personas distinguidas, y la otra para párvulos.

Colocada la Capilla dentro del Cementerio y al extremo del patio que mira al frente de la entrada principal, se extiende desde allí por toda la latitud de las dos secciones referidas hasta el límite de los muros exteriores: lo que da a la Capilla una longitud de 76 palmos y una latitud de 39, siendo su altura hasta el rafe del tejado, 46 palmos, que con 9 que tiene su declive componen la total de 55.

Adorna la entrada a la Capilla un excelente pórtico del orden grave de Pesto, tan propio por su modestia y sencillez del sitio que ocupa, y en el que debe desterrarse cuanto no sea natural y no guarde perfecta armonía con la significación que deben tener aquí tales edificios.
Es todo él de sillería, o piedra de arena perfectamente labrada, llegando hasta la altura de 36 palmos la parte culminante del entablamento; y la latitud o fondo del mismo, de 16 palmos. Compónese su fachada de dos grandes machones en sus ángulos, de 7 palmos de latitud con 23 de altura; y de dos hermosas columnas de una pieza cada una situadas frente a los machones, de igual altura que estos y de su correspondiente diámetro, sin basa o pedestal. Sobre los capiteles de las columnas descansa un sillar muy bien labrado de 14 palmos de largo y 5 de alto, en cuyo fondo se lee esta inscripción:

TEMPLO DE LA VERDAD ES EL QUE MIRAS;
NO DESOIGAS LA VOZ CON QUE TE ADVIERTE,
QUE TODO ES ILUSIÓN, MENOS LA MUERTE.

Dos sillares más de igual altura y de 12 palmos y medio de longitud, colocados entre las dos columnas y los machones, forman, con el de la inscripción, todo el arquitrave y friso de 39 palmos de frontera. Sobre estos corre la cornisa con sus correspondientes molduras del orden de Pesto, las cuales subiendo hasta la parte superior del entablamiento, terminan su triángulo, o último cuerpo de la fachada, a la que da no poco realce una pequeña y graciosa escalinata. Gira esta por entrambos lados del Pórtico, en los cuales hay sus correspondientes ingresos con
arcos de medio punto, y sobre ellos un luneto semicircular. Entre los ingresos y lunetos interiores, se leen las siguientes inscripciones latinas, tomadas del Profeta Ezequiel:
Vaticinare de ossibus istis, en el ingreso de la izquierda; y en el de la derecha, ¡Ossa árida! Ego intromittam in vos spiritum, et vivetis.
El año de la construcción de la Capilla (que es el de 1853) está inscrito sobre la puerta de la
misma.

Sigue en la Capilla el mismo orden sencillo de arquitectura, variado únicamente por un esbelto altar de orden compuesto, pero dominando en él la parsimonia en adornos y relieves. Así el altar como las dos graciosas puertas laterales que dan entrada a la Sacristía, están pintadas por el Académico D. Juan Francisco Cruella, imitando sus estucados a mármoles y jaspes de alguna novedad y de muy buen efecto.
El fondo de la Capilla del retablo en que se ha colocada un Santo Cristo de mérito,
imita bien el tinte obscuro del pórfido. Por fin, en la parte superior del altar, se ha puesto la siguiente inscripción de S. Pablo, alusiva al Crucificado:
Pro omnibus mortuus est Christus.

Justo era, y muy razonable, que el que tan generosamente ha contribuido con sus fondos a la
existencia de esta Capilla, ocupase en ella un lugar distinguido. Y así se hizo oportunamente (previo el permiso del Diocesano y del Gobernador de la Provincia) depositando sus cenizas en un hermoso panteón del mismo orden de Posidonia, ejecutado en solas dos piezas de piedra de excelente calidad. Hállase situado en medio del muro interior de la Capilla, mediante un arco rebajado, que da a la parte del Evangelio; y para que pueda transmitirse a la posteridad la breve historia de esta obra piadosa, se ha puesto al frente del sepulcro el siguiente epitafio latino:
D.O.M
Jacet in hoc loco funerario D. Ráphael Felez,
Sacrae Teológiae Doctor, et Ecclesiae Colegialae
Alcagnitiensis postremus Praeses et Decanus, qui erectionem
hujus Sacelli suis sumplibus (et suorum concivium adminiculo) pie disposuit.
Obiit die XXI Augusti anni Domini MDCCCLI.
R. I. P.

Solo nos resta decir, para fin de esta sencilla descripción, que así las tres ventanas y dos óvalos de piedra que dan luz abundante al edificio, como todo el rafe del mismo, se han labrado con todo el esmero posible, no escaseando las escocias, cordones y filetes que se han creído convenientes al objeto. Tal es la notable y suntuosa Capilla, que poco ha se construyó y abrió al culto público.


III
Sobre la naturaleza y efectos medicinales de las aguas de la fuente de esta ciudad, llamada
de Santa Lucía.

Este copioso manantial (cuyo caudal lo forman dos conductos de agua diferentes que se unen en el depósito inmediato a la fuente por donde brota con sorprendente abundancia) contiene virtudes medicinales muy marcadas, que deben ser conocidas por sanos y enfermos. Por los primeros; porque teniendo las tales el carácter de medicinales, no deben usarlas indiscretamente: y por los segundos, porque el uso oportuno y conveniente de las mismas depende de la naturaleza de la enfermedad y del modo y manera con que deban tomarse; lo cual corresponde designar a los facultativos, o al resultado práctico de la experiencia.

Creyendo, pues, hacer un buen servicio así a los unos como a los otros (porque la salud de todos es un beneficio inapreciable) me ha parecido insertar en este lugar las atinadas observaciones, que sobre dichas aguas nos ha proporcionado el acreditado Profesor de Medicina de esta ciudad D. Felipe Ibáñez; cuyo contenido es el siguiente:

«Los antiguos moradores del mundo consideraban a ciertas fuentes o manantiales de agua, como un don especial de la Divinidad, y las veneraban como cosas sagradas, viendo en ellas fenómenos que no podían comprender; y más que todo por los resultados satisfactorios y curaciones radicales, que en sus padecimientos físicos y morales obtenían, cuando acudían a recibir su benéfico influjo.

Los adelantos científicos que en todos los ramos del saber humano progresivamente se han hecho hasta nuestros días, en especial en las ciencias físico-químicas, son ya suficientes para poder dar razón, del porqué suceden aquellos fenómenos. En virtud de ellos se explica ya la causa de la termometricidad o temperatura de las aguas minerales; se ha dado a conocer también su composición química o los principios míneralizadores que los constituyen; y se han clasificado metódicamente, para hacer con acierto y seguridad aplicación de ellas, en determinadas dolencias que afligen a la especie humana.

Nuestra España no tiene rival con respecto a fuentes minerales: las tiene mejores, y en mayor
número que cualquiera otra Nación. Hay bastantes de gran nombradía, bajo la protección del Gobierno, con dignos profesores al frente de su dirección; pero también existen muchísimas más, cuyas aguas son de un uso común y estimadas para las necesidades de la vida, pasando desapercibidas ciertas sustancias minerales que entran en su composición, las cuales
aunque parezcan insignificantes, no deben despreciarse ni abandonarse en sus aplicaciones a la Medicina.

La fuente de Santa Lucía, de esta población se halla en este último caso. Es un manantial perenne, más abundante en verano que en invierno, que da próximamente (aprox.) por término medio en un segundo como trece litros de agua (cerca de una arroba) cristalina, transparente, de gusto o sabor blando, con desprendimiento de burbujitas de gases al tomarla ea un vaso, algo más pesada que la destilada. Su temperatura constante en todas estaciones de once a doce grados Reaumur, no disuelve el jabón, ni cuece las legumbres; y depositada por algunos días en las vasijas entra en descomposición pútrida.

El origen o principio del manantial es desconocido; pero científicamente se puede asegurar, que el caudal de sus aguas proviene por filtración de las pluviales y riegos de tierras cultivadas, superiores a su nivel, pasando por terrenos de sedimento perteneciente a los de aluviones antiguos o diluviales, y formados en gran parte de cantos rodados, arenas, arcillas y sulfato de cal hidratado o yeso. Al través de esta formación geológica y por las capas de temperatura constante en una profundidad que no pasará de 25 metros, las aguas van impregnándose, y arrastrando consigo las sustancias solubles que hallan al paso, presentándose tales como las podemos observar.

No se ha hecho hasta hoy un exacto análisis de la composición química del agua, y tan solo ensayos parciales cualitativos han dado a conocer contiene en combinación y disolución una cantidad no despreciable de cloruros y sulfatos de cal, de magnesia y de sosa, con algunos restos de principios azoados y orgánicos. Evaporadas diez onzas de agua dejaron de residuo sobre ocho granos de aquellas sales. Además la observación constante de producir evacuaciones de vientre a todo el que por primera vez la bebe, y el purgar también a los niños de pecho, cuando sus madres lavan o se mojan en las mismas aguas; prueban igualmente la existencia de los principios que entran en su composición.

Si se tiene pues presente este modo de obrar, y composición química, y se hace comparación con los efectos fisiológicos y terapéuticos de otros baños minerales reconocidos y analizados; se deduce claramente, que las aguas de esta fuente contienen principios mineralizadores, y que debe colocarse en la categoría o clase de las aguas salinas. En este concepto convendrán siempre que haya necesidad de estimular y aumentar la acción de los aparatos secretorios y sistema linfático, y en general están indicadas contra el estreñimiento y obstrucciones intestinales, los engurgitamientos e infartos del hígado, bazo, y demás vísceras del vientre, en los resultados de ciertas apoplejías y parálisis, y en las oftalmias reumatismos, y algunas enfermedades de la piel. De todas las sobredichas enfermedades, podrían citarse algunos casos prácticos de curación, sobre todo, de oftalmias rebeldes. Por fin, debe así mismo tenerse en cuenta, que la amenidad del sitio donde brotan sus aguas cerca de la población, con buenos paseos en sus inmediaciones en la margen izquierda del Guadalope, son también circunstancias que deberán influir, siquiera moralmente, en aumentar la acción de sus virtudes medicinales. Tal es el juicio que hemos podido formar de los ligeros ensayos y observaciones que hemos hecho, acerca de la naturaleza y efectos de estas aguas.»


IV
DISERTACIÓN HISTÓRICO-CRÍTICA sobre el Parlamento aragonés celebrado en Alcañiz en los años 1411 y 12 y sucesos notables que tuvieron lugar en aquella época, desde la muerte del Rey D. Martín I de Aragón hasta la elección en Caspe de su sucesor D. Fernando I, antes Infante de Castilla, e inmediatas consecuencias de su Reinado.

Como quiera que este célebre Parlamento sea un acontecimiento extraordinario y pocas veces visto en la historia de los pueblos y naciones; que influyó notable y decisivamente en el desenlace de la más árdua e importante cuestión que se agitara en aquellos tiempos; que calmó en gran manera los ánimos de los partidos asaz turbados e inquietos; que atrajo
a su dictamen, no menos que a su autoridad moral, los votos discordes de los demás Parlamentos vecinos de la antigua corona de Aragón; que evitó con esto una larga y general guerra civil, cuyos principios parciales fueron ya por desgracia demasiado infaustos y desastrosos; y finalmente, que con los sabios consejos y acertadas disposiciones halló el medio eficaz y poderoso de que se llegase en Caspe a una solución pacífica y satisfactoria, sacando a la Monarquía aragonesa de la peligrosa orfandad en que le sumiera la muerte sin hijos de su último Rey D. Martín, venciendo al efecto las grandes dificultades de
tantos pretendientes a la vez y aspirantes a la corona, todos ellos de sangre real y con títulos respetabilísimos; como quiera, decimos, que todo lo que acabamos de indicar no puede menos de ofrecer un grande interés, sobre todo para la historia de esta ciudad de Alcañiz, de que nos ocupamos; hemos creído oportuno y conveniente tratar con alguna extensión de estos sucesos singulares, que tanto han llamado siempre la atención del público ilustrado, no menos que de los Filósofos y Políticos más profundos.

I.
Corría el año 1410 del Reinado de D. Martín, cuando hallándose este en la Ciudad de Barcelona y abiertas allí las cortes del Principado, le sobrevino repentinamente la muerte; sucediendo esto un año después de haber fallecido su hijo único D. Martín Príncipe de Aragón y Rey de Sicilia, a consecuencia de las grandes fatigas de la guerra, que con tanto valor como inteligencia, había hecho este bizarro joven contra los rebeldes de la Isla de Cerdeña.

Antes del fallecimiento del Rey, estaban ya sobremanera agitados los ánimos por el temor de las grandes dificultades y trastornos, que se preveía habían de afligir al país, con la temprana muerte del heredero ya jurado de estos Reinos, el apreciabilísimo Príncipe D. Martín.
Mas este temor y esta previsión, desgraciadamente no fueron parte para conjurar tan graves males, ni para buscar y hallar su remedio oportuno.

Los muchos aspirantes a la corona, al parecer de ellos, con títulos incuestionables, no se ocupaban más que de arreglar sus expedientes, de ganarse amigos y de allegarse parciales y secuaces: el Monarca y sus consejeros, no pensaron más que en un estéril enlace matrimonial, que por circunstancias dadas no podía dar fundadas esperanzas de sucesión directa, que era su objeto; y el honrado pueblo aragonés veía con dolor hacinarse poco a poco los grandes combustibles, que necesariamente habían de producir pronto un voraz incendio.

Bien se habló y conferenció algo en las Cortes de Barcelona; pero ¿qué se hizo? ¿qué se determinó?
Acaso se complicó más la dificultad, harto grave ya de suyo. El Rey, que podía haber arreglado y otorgado con tiempo su testamento, el cual probablemente habría sido atendido y acatado; ni aun lo intentó siquiera, lo único que hizo fue admitir y dar audiencia, en las mencionadas cortes, a los Embajadores o Procuradores de los que hasta entonces se habían declarado Pretendientes a la corona, para que allí alegasen sus razones y sostuviesen sus derechos.
Y así lo hicieron los encargados del Conde de Urgel, del de Prades, y del Duque de Gandía; añadiendo el Rey de su propio motivo, al Infante de Castilla D. Fernando. Príncipe de Antequera.

Algunos historiadores explican esta conducta del Rey, con el pensamiento y deseo oculto, que se le suponía, de que los Aragoneses echasen mano de su nieto el Infante D. Fadrique, que él no se atrevía a proponer, por ser hijo natural del Príncipe de Aragón D. Martín su hijo y heredero, al cual el mismo Rey y el Papa Benedicto XIII habían legitimado para la posesión del Reino de Sicilia. Y esta opinión se fundaba en la creencia de que la idea preconcebida del Monarca era que no acomodaría a los Aragoneses el ser gobernados por un Príncipe extranjero (que por tal se reputaba entonces al que no era natural de estos Reinos); en cuyo
caso, y dejando en la elección que habían de hacer las lineas transversales, se irían a la linea recta, en la que se hallaba el primero su nieto querido. Porque en verdad, a no ser este el motivo ¿cómo no otorgó su testamento, manifestando en él sus deseos, y las causas de su determinación? ¿Cómo no imprimió una marcha más franca y más decisiva, a las Cortes del Principado? Ello es, que limitarse a aumentar la lista de los Pretendientes, y a poner entre ellos, con recomendación al Infante de Castilla, no era, más, en substancia, que crear embarazos, complicar las dificultades, como hemos dicho, y exponer al País a los azares peligrosísimos y ruinosos de una guerra civil: lo que probablemente no hubiera sucedido de otro modo; bien se hubiera declarado entonces terminantemente por su nieto, bien por el Conde de Urgel (tan popular a la sazón en estos Reinos), bien, por el mismo Infante de Castilla.

Pero ¡que fatalidad! Mientras así andaban las cosas una grave y repentina enfermedad puso al Monarca al borde del sepulcro. Alarmados y extremecidos, entonces, los Diputados, los Nobles y los Ricos hombres, apresúranse a cercar el lecho del moribundo y le preguntan y requieren con insistencia sobre la persona del nuevo sucesor. El Real enfermo contestó siempre lo mismo: que su deseo era que eligiesen al que tuviese más derecho. Esto fue lo
único que dijo, esto lo que repitió varias veces, y estas fueron las palabras con que puede decirse exhaló su último aliento.

II
¿Qué podía esperarse ya de bueno y satisfactorio?
Nada absolutamente: así que la muerte del Monarca fue la señal de la explosión.
Las pasiones hasta entonces mal comprimidas, desbordáronse al punto, como no podía menos; porque el número crecido de los pretendientes, y la gran fuerza y prestigio que dio al Infante de Castilla la expresa indicación del Monarca, aumentó grandemente la probabilidad de
este contra la probabilidad y esperanza de todos los demás.

El primer paso que dieron estos (nada reprensible en verdad) fue el presentar cada cual su demanda ante el Parlamento de Barcelona, (1) el cual sucedió instantáneamente a las Cortes que allí estaban congregadas. Aquellos hombres graves y verdaderamente patricios se condujeron con la mayor lealtad y prudencia: oyeron atentamente a los demandantes y
les declararon con lisura, que solo una Congregación general de los tres Reinos podía entender y resolver la ardua y trascendental cuestión del derecho a la corona.

(1) Las Congregaciones generales de los estados del Reino, que tenían ligar en vida del Monarca, se llamaban Cortes; y Parlamentos los que se celebraban en las vacantes o interregnos.

Y sin dar lugar a dificultades y complicaciones ulteriores, dieron fin a sus sesiones nombrando una comisión que pasara a Zaragoza a promover y realizar esta idea; y además una Junta de doce personas que proveyese al buen gobierno del Principado; quedando el Gobernador del mismo y los Consellers de Barcelona (Regidores) con el encargo especial de administrar justicia y de mantener la paz y el orden público.

La comisión o embajada catalana, no perdió tiempo en salir de Barcelona para desempeñar noblemente el importantísimo objeto de su cometido. Así es, que en los primeros días de Diciembre del mismo año de 1410, movieron de Pina para Zaragoza, después de haberse asegurado oficialmente de la buena recepción que habían de tener en la Capital de Aragón. Eran a la verdad muy dignas de ello todas las personas que componían esta hidalga comitiva; a saber, Fray Marco, Abad de Monserrate; Francisco Ferriol, canónigo de Vique; D. Guillen
Ramon de Moncada; D. Pedro de Cervellon; Francisco Burgués, síndico de Barcelona, y Guillen Lobet de Perpiñan.

Los nobles aragoneses, que abundaban en iguales sentimientos que estos beneméritos catalanes, holgáronse mucho de su venida, y lo acreditaron así con el magnífico obsequio, que les dispensaron; saliendo a recibirlos al camino, él arzobispo de Zaragoza, el Gobernador del Reino, los Jurados de la ciudad, D. Juan de Luna, Blasco de Heredia, Juan Fernández de Heredia, y otros muchos caballeros, cuyo número no bajaba de trescientos.

III
Grande era entonces sin embargo la agitación y división de los ánimos que reinaba en la capital y en todo el Reino de Aragón. Los partidos inquietos y desasosegados, habían roto ya las hostilidades con furor, con encarnizamiento; y la linea divisoria de los campos opuestos, estaba trazada y deslindada con demasiada resolución y empeño. En el uno se hallaba a la cabeza, el famoso D. Antonio de Luna, con toda su poderosa casa, la más noble y distinguida
de Aragón; al que seguían de familias ilustres, o Ricos-hombres, D. Artal de Alagón, D. Artal su hijo y su hermano D. Francisco, D. Fernán Lope de Luna y D. Juan su hijo, D. Pedro Fernández de Híjar y D. Juan de Híjar, D. Guillen Moncada, y todos los caballeros que tenía cada uno de estos en su bandera respectiva; todos los cuales estaban decididos a sostener a todo trance la causa del Conde de Urgel, hasta ponerlo en el trono.

En el bando opuesto, que militaba por el Infante de Castilla D. Fernando, figuraba como Jefe distinguido de todo él, D. Pedro Urrea, cuya casa venía casi a igualar en nobleza a la de D. Antonio luna, al cual seguían todos los demás nobles con sus banderas y parcialidades de Caballeros. Descollaban entre las personas más notables, el Arzobispo de Zaragoza D. García Hernández de Heredia (de la ilustre prosapia de los Heredias), el Gobernador de Aragón D. Gil Ruiz de Lihori, cuñado del Arzobispo, el Justicia de Aragón D. Juan Jiménez Cerdan y
Berenguer de Bardagi.

Los dos Jefes y caudillos de estas opuestas falanges, eran personas notables en todos los conceptos; así por su valor, como por su inteligencia; lo mismo por su poder y ascendiente en el Reino, que por la calidad y circunstancias de sus prosélitos y secuaces. Y su odio y encarnizamiento databan de lejos, del tiempo borrascoso de la UNION; esto es, de aquella época terrible, en que luchando enérgicamente el Rey D. Pedro IV y una parte de la nobleza del Reino contra este pavoroso privilegio (que estaba sostenido y apoyado por la otra), produjo la gran división de los ánimos, viva aún y patente en la ya complicada situación de que vamos hablando.

¿Qué había de suceder, pues, con tan encontrados y temibles elementos?
¿Qué de males no habían de sobrevenir al país, si la cuestión de fuerza y de poder no se sometía a la del derecho y la razón?
Esta era pues la gran dificultad de aquélla crisis gravísima, esta su urgente necesidad; pero esta también por fortuna la idea dominante y exclusiva de algunos esforzados y nobles varones, que sobreponiéndose al espíritu de partido, optaban por este medio prudente y salvador.

Felizmente el nombre, el prestigio y la autoridad del Arzobispo de Zaragoza, del Gobernador y del Justicia del Reino y del célebre Berenguer de Bardagi, unidos estrechamente en un mismo pensamiento, dieron un paso tan acertado y discreto, que abrió el camino de las negociaciones, y sirvió en adelante de brújula segura en este agitado mar de las pasiones. Consistió este paso, en arrojarse a tratar y conferenciar con los hombres más notables de entrambos bandos (únicos que en este azaroso interregno salieron materialmente a la palestra), y persuadirles eficazmente de la necesidad, de la justicia, y aun de la mutua y recíproca conveniencia de someter esta gran contienda al fallo de un Parlamento general de los tres Reinos, en el cual cada una de las parcialidades podía emplear legalmente todos los medios con que contase, y todo el poder de sus fuerzas y de su derecho; evitándose así los torrentes
de sangre aragonesa, que con incierta suerte, iban a inundar al Reino.

IV
Convencidos, pues, los ánimos en esta grande idea (en la que no cupo pequeña parte al sabio
Pontífice aragonés llamado entonces Benedicto XIII), se designó por el Gobernador del Reino y el Justicia mayor la Ciudad de Calatayud para la Congregación general de los Estados, fijando para ello el día 8 de febrero de aquel año de 1411.

Reunidos ya trabajosamente en Calatayud el Justicia, el Gobernador, la Comisión catalana, y muchos nobles y diputados de los tres Reinos; nuevas dificultades entorpecen la marcha del Parlamento. La determinación laudable, espontánea y bien recibida de todos tomada hasta aquí, había de tener una sanción legal, y al efecto había de resolverse definitivamente el punto de Aragón en que habían de celebrarse las sesiones del Parlamento general y designarse después la persona o personas que lo habían de presidir.

En lo primero no había dificultad ninguna, porque siempre había sido tenido Aragón por cabeza y miembro principal de los tres Reinos; ya por su veneranda y excelsa cuna de Sobrarve y haber sacudido él solo, y el primero, el yugo mahometano: ya por habérsele agregado Cataluña mediante el enlace de su Conde D. Ramón Berenguer con la Reina Doña Petronila; ya por haberse conquistado después el Reino de Valencia del poder de los Moros y unídolo perpetuamente a la Corona. Estos títulos especiales, fueron siempre respetados, estimados, y reconocidos lealmente en su justo valor. La dificultad, pues, solo versaba en el importante punto de la presidencia, que tanto podía influir en la marcha y solución del gran negocio que se ventilaba, y en que tan interesadas estaban las opuestas opiniones.

Cuatro meses habían transcurrido sin. poderse adelantar nada en este asunto, por la gran contradicción en que estaban los principales Jefes de los partidos, cuando una idea feliz del fecundo genio de Berenguer de Bardagi halló el medio de darle grande impulso y movimiento. Tal fue la de proponer se nombrasen nueve personas para que determinasen los medios que se debían adoptar para la Congregación general de los Reinos y el Principado, dándoles en debida forma todo el poder necesario al efecto. Y habiéndose convenido todos en este útil pensamiento y procedido en seguida a hacer la elección y nombramiento, resultaron favorecidos con esta honrosa distinción y elevada confianza los sujetos siguientes:
por el brazo eclesiástico y por el de nobles y caballeros, el Arzobispo de Zaragoza, el Obispo de Tarazona, Berenguer de Almenara, Juan Cid, Juan Fernández de Sayas y Gil Bayo; y por el de las Universidades, Ramón de Torrellas, ciudadano de Zaragoza, y Antonio del Castillo, Justicia (Alcalde) de Alcañiz. Y luego, los cuatro Brazos eligieron a Berenguer de Bardagi; del cual dicen los historiadores (y en especial Zurita) que entre todos los hombres de su tiempo fue en prudencia, letras y consejo, muy señalado varón, y de grande experiencia en todos los mayores negocios de estado del Reino.

Tuvieron todos por muy acertada esta elección; mas no siendo aun bastantes el prestigio y la autoridad que daba a estos esclarecidos patricios la voluntad general de aquella Asamblea, para que los Catalanes y Valencianos oyesen dócilmente su voz y se conviniesen con ellos acerca de la ardua cuestión de la presidencia del Parlamento general de los Estados (que ya estaban conformes fuera este en Alcañiz), acordaron definitivamente en los últimos días
de Mayo (y a propuesta del mismo Bardagi), que cada Reino juntase el suyo separadamente, procurando que se eligiesen en los límites de las tres provincias los puntos más inmediatos entre si, a fin de que pudieran comunicarse más fácil y cómodamente.
Y al mismo tiempo se nombró y designó la villa de Alcañiz (ahora Ciudad) para punto de residencia del Parlamento aragonés; con lo cual se disolvió el Parlamento de Calatayud, y se fueron ausentándose todos de aquella Ciudad con la dulce esperanza de haber adelantado mucho en la concordia general de los ánimos, y en el feliz término que hacían presagiar las acertadas medidas que acababan de tomarse.
V
Poco duraron, empero, estas gratas y consoladoras impresiones. Un hecho grave, escandaloso y sumamente trágico vino a afligir en breve los ánimos de los hombres rectos de todos los partidos, y a probar de nuevo la constancia y civismo de los Aragoneses.

Al dirigirse a su Silla el Arzobispo de Zaragoza, habíale precedido hasta la Almunia el célebre D. Antonio de Luna, enemigo suyo capital en la cuestión política que se ventilaba. Nada había ocurrido en Calatayud que hiciese presumir de parte de este caballero una acción innoble y ruin. Juntos habían estado en el Parlamento, y acordes estuvieron también en adoptar muchas medidas convenientes; pero fuese efecto de un arrebato frenético e instantáneo de su pasión, como creen unos; o fuese un plan preconcebido y meditado a sangre fría para deshacerse
de tan poderoso mal, como creen otros; el resultado fue que tiñó sus manos sacrílegas, traidora e infamemente, en la sangre hidalga del Prelado.

He aquí cómo paso este suceso. Iba montado el Arzobispo en una mula y acompañado de tres o cuatro caballeros y de otros tantos eclesiásticos todos en pacífica comitiva, cuando en virtud de un atento recado de D. Antonio de Luna, se apartó un poco del camino próximo a La Almunia para conferenciar con él a solas, aunque a la vista de todos los demás. Largo rato estuvieron conferenciando en el mismo sitio los dos poderosos rivales; primero, con afabilidad y cortesanía, y después con el desenfado de la pasión contrariada: hasta que poco satisfecho sin duda el de Luna de la entereza y constancia del Arzobispo levantó ágriamente la voz (que oyeron perfectamente todos los de entrambas comitivas) y le dijo estas palabras:
Con que, Arzobispo, ¿ha de ser Rey el Conde de Urgel?
A lo que en el mismo tono contestó el Prelado:
No, mientras yo viva.
Entonces, violenta y descompasadamente le replicó D. Antonio:
Pues será Rey el Conde, y preso o muerto el Arzobispo.
Muerto bien podrá ser (concluyó el Arzobispo); pero preso, no.
Y echó a correr con su mula. Más ágil la cabalgadura de D. Antonio, no tardó en alcanzarle para consumar en su persona el sacrílego atentado de darle una bofetada primero y luego una cuchillada en la cabeza, lanceándole y degollándole después los suyos hasta dejarlo en
breve yerto cadáver.

Grande eco y profunda impresión hizo esta atroz iniquidad en todo el Reino de Aragón; y la voz pública se pronunció enérgicamente contra el agresor.
La causa del conde de Urgel unida tan estrechamente a tan ignoble caudillo, recibió, pues, con esto una herida mortal; verificándose entonces, lo que acontecer suele en tales casos, que la infame venganza, tan dulce siempre para las almas bajas y de malos instintos, acostumbra a recaer contra ellas, contra los que de ella se valen y aprovechan cobardemente. Así es, que muchos de los que antes militaron en la bandera del Conde, la abandonaron después sin vacilar; viniendo a quedar en minoría, la que antes era una mayoría indisputable.

La voz de la justicia se oyó también enérgica contra el homicida. El Gobernador del Reino que veía conturbado el país y rebullirse y agitarse las desacordadas huestes del partido del Conde, se propuso aniquilarlas con rapidez, para que la voz pacífica de los parlamentos sustituyese en breve al fragor de las armas y al agitado mar de las pasiones. Y al efecto dispuso la entrada de las tropas castellanas, que el Infante tenía prevenidas en la frontera; y
que en combinación con las aragonesas, acabasen con el foco de la rebelión, prendiendo a D. Antonio de Luna, si era posible, a quien se había sometido ya a los tribunales.

Esta actitud imponente del Gobernador calmó los ánimos por esta parte, auyentó al de Luna al Alto Aragón, y dio lugar a que se reuniese en Alcañiz el Parlamento aragonés; del que se hablará más adelante. A él acudieron desde luego los Embajadores catalanes de la Comisión Barcelonesa; y así cumplieron bien las instrucciones que traían, y evitaron los compromisos del Principado.

VI
Hallábase este a la sazón en grande inquietud y efervescencia. Siendo el partido dominante el del Conde de Urgel, fácil es conocer, que las dificultades con que tropezaba su causa y las imprudencias de sus principales agentes, no menos que las suyas propias, habían de conducir los ánimos a caminos violentos e ilegales. Y así fue en efecto: unos con varios pretextos, querían se cerrasen las puertas del Parlamento catalán, y que se apelase a las armas; y el mismo Conde de Urgel, fogoso e impaciente en demasía, se declaró, por su propia autoridad, Gobernador general del Reino, levantando en seguida gente de guerra y echando mano de las armas, para imponer con ellas su voluntad. Pero este medio violento e ilegal, le enagenó pronto muchas voluntades, y le ocasionó el desaire de ser requerido y amonestado por el
Parlamento de Barcelona; cuya patriótica conducta aprobaron después los de Tortosa y Alcañiz.

¿Qué medios, pues, le quedaban al Conde? ¿Cómo enmendar faltas tan graves, que en política rara vez se cometen impunemente? Por lo común los genios torpes y obstinados se aferran más y más en seguir el camino de perdición que una vez emprendieron.
Y por eso se vio que en vez de escusar el Conde su conducta con alguna razón o motivo plausible, e introducirse legal y amistosamente en los Parlamentos legítimos, trató con sus parciales de levantar otro rival en Mequinenza, que acabó de desprestigiarle. Nada le valieron la importancia y nobleza de los grandes personajes de que para ello echó mano D. Antonio
de Luna, que sonaba en el negocio; a saber, el mismo D. Antonio, y el Castellan de Amposta D. Pedro Ruiz de Moros (los dos, Diputados del Reino nombrados en las Cortes últimas), algunos Ricos hombres, y varios caballeros mesnaderos de las familias más ilustres y antiguas del Reino, después de las de aquellos. Verdad es que fiaban mucho en sus grandes medios y
sutiles argucias, no solo para cohonestar el paso ilegal que habían dado sino para que se les tuviera por verdadero y legítimo Parlamento de Aragón; pero fueron inútiles sus esfuerzos puesto que teniendo el de Alcañiz estas circunstancias y un grande ascendiente además, lo reconocieron, respetaron y atendieron hasta los Parlamentos disidentes.
No así el de Mequinenza; pero sobre tener la desgracia de quedarse solo, aislado, y sin fuerza ni autoridad ninguna, recibió a su tiempo un golpe mortal con la sentencia infamante que el tribunal eclesiástico de Zaragoza pronunció contra D. Antonio de Luna y sus auxiliadores en la muerte del Arzobispo, declarándolos excomulgados e imponiéndoles la multa de doscientos cincuenta mil florines de Aragón.



VII
Mientras así andaban las cosas en Cataluña y Aragón, el Reino de Valencia estaba aun más levantado y conmovido, y era teatro de mayores desastres, había también, desde un principio, dos partidos poderosos, pero frenéticos, exaltados, llenos de saña y de furor los unos contra los otros. Los mismos aspirantes a la Corona, esto es, D. Fernando y el Conde de Urgel; eran el objeto de su disidencia, y el blanco de los esfuerzos de cada cual. Por el último, estaban el Gobernador D. Arnaldo Guillen de Bellerá, la ciudad de Valencia, el estado eclesiástico de la misma, y muchos nobles y señores, a cuya cabeza figuraban los Vilaregudes y los Mazas. Y por el primero, los Centellas y los Pardos, con todos los demás nobles y caballeros de las villas y ciudades no comprometidos con los otros, pues que aquí no se conocían neutrales.

Divididos así tan radical y profundamente los bandos, no es difícil prever hasta qué punto llegarían sus esfuerzos, no menos que los arranques desapoderados de sus pasiones. Sin embargo, el respeto tradicional a los fueros y costumbres del Reino ejercieron siempre un poder mágico sobre los ánimos, viniendo, en cierto modo, a modificar las condiciones de los partidos. Así fue, que en medio de sus bélicos aparatos, la idea salvadora de los Parlamentos dominó siempre a todas las demás.

No se descuidó, pues, Valencia en echar mano de este elemento tan vital y poderoso, procediendo en seguida el Gobernador a convocarlo y celebrarlo en la Capital, bajo su presidencia. Pero los del bando opuesto, que temían sin duda en él una derrota legal, apelaron a la formación de otro Parlamento fuera de la ciudad, atribuyéndole una autoridad y legitimidad que negaban al de adentro. Por manera, que entrambos querían aparecer legales y dóciles al medio dispuesto y acatada de los Parlamentos, presentando para ello los títulos con que creían fundar su derecho. Fuertes en este falso terreno, o sea en esta táctica estudiada, no desistieron ya nunca de ella, hasta que el Parlamento de Alcañiz, cansado inútilmente de negociar, creyó necesario y oportuno tomar una atrevida y salvadora iniciativa, que
afortunadamente fue bien recibida de todos los Parlamentos, si exceptuamos el bastardo de Mequinenza que después se sometió aún a sus consecuencias, o sea al fallo solemne de los Nueve.

Despejada ya de este modo la situación de los partidos, no podrá ahora menos de verse y de sentirse con dolor, la grande animosidad y encono que los devoraba y destruía en todo el largo periodo de cerca de un año que transcurrió, hasta que se oyó la voz amiga y poderosa de la verdad, de la justicia y de la conveniencia común de todos los partidos, que en buen hora sonó viva y elocuente en el sabio y patriótico Parlamento de Alcañiz.
Así fue que poco antes de trasladarse a Vinaroz el Parlamento de Valencia, y a Trahiguera el que le era hostil y opuesto (para estar próximos al Parlamento de Alcañiz y trabajar cada uno en el sentido de sus pretensiones e intereses), apelóse, no obstante los Parlamentos, al medio desastroso de las armas, agriándose así más los ánimos y alejándolos de la concordia deseada.

VII
Fue el Gobernador de Valencia, el primero que en esta ocasión procedió con tan mal acuerdo.
Lleno de coraje contra sus adversarios del Infante, salió a campaña con toda su gente: y después de haber recorrido toda la plana de Castellón, de haberlo arrollado todo sin dificultad, y apoderándose de Villafamés; hizo algunas terribles ejecuciones, entre las cuales se cuentan las de mandar degollar a un Caballero llamado el bastardo de Riusec, y ahorcar al Justicia de Castellón, llamado Nostalles, que solo sirvieron para concentrar más los odios y deseos de venganza.

Este súbito contratiempo puso en jaque a los Centellas y a todo su partido; y el Infante de Castilla no se descuidó tampoco en proveer a las necesidades más urgentes de su causa, si bien con gran disimulo y prudencia: y por eso, so pretexto de ayudar a sostener el orden y la justicia, puso algunas compañías de sus tropas en Requena, punto inmediato a la frontera valenciana. El Gobernador de Aragón, ayudó también a su partido introduciendo resueltamente otras tantas compañías aragonesas, a fin de contener la pujanza avasalladora del Gobernador Bellerá.

Tenía este respetables y muy superiores fuerzas, y había recibido además del Conde, el auxilio de algunos destacamentos extranjeros sacados de la Gascuña. El partido del infante, como hemos dicho, se había preparado también, aunque en breve tiempo, y estaba dispuesto a no cederle el campo en el terreno de la fuerza. Era, pues, inevitable el llegar a las manos, y el presentar el triste espectáculo de un combate sangriento entre los hijos de una misma patria: y el motivo u ocasión no se hicieron esperar.
Hallábanse los Centellas con su gente sobre la plaza fuertísima entonces de Burriana, que pertenecía a las fuerzas del Conde de Urgel. Este, para ahuyentar a los Centellas y desahogar la plaza, envió las tropas extranjeras que tenía, al mando del acreditado caudillo D. Ramón de Perellós, vizconde de Roda. El Infante de Castilla, que estaba acorde con el Gobernador de Aragón, creyóse entonces autorizado con esto para hacer entrar las suyas desde Requena, bajo la dirección del Adelantado de Castilla D. Diego Gómez de Sandoval; y el Gobernador de Valencia a la vez, salió también de la Capital con numerosa hueste, a fin de aislar las compañías castellanas. Pero no habiéndolo podido conseguir por haberse estas reunido muy pronto con las aragonesas, trató de dar a entrambas un golpe mortal y decisivo, fiado en la superioridad numérica de sus soldados y en su excelente y probada calidad.

Avistáronse los dos ejércitos junto al Grao de Murviedro. El Gobernador, que esto deseaba, se empeñó en que había de dar la batalla, contra el requerimiento de dos caballeros notables, que de orden del Papa Benedicto le habían comunicado sus vivos deseos y autorizada voluntad de que no pelease, de que no quisiese tentar a Dios, y destruir en una hora, o en breves momentos, aquel hermoso Reino; exponiéndose él mismo innecesariamente con el solo hecho de dar la batalla. Pero él ciego y obstinado en su dictamen, se lanzó al combate, que le fue fatal y funesto, en el estrecho que hay entre el mar y el Grao de Murviedro.
Entrambas partes pelearon con brío, con desesperación; pero la balanza de la victoria se inclinó de un modo completo y decisivo por las armas castellano-aragonesas. El desgraciado Gobernador Bellerá murió en esta sangrienta batalla; y con él, tres mil valientes de los suyos, perdiendo además mil y quinientos prisioneros, entre los cuales se contaban de personas
notables, su hijo D. Arnaldo Guillen de Bellerá, D. Francisco Vives, y el Justicia de Valencia. El partido vencedor perdió también dos hombres notables, D. Guillen Ramón de Centellas, y Fernán Gutiérrez de Sandoval, primo del Adelantado.

Grande fue la alegría y satisfacción de los vencedores y no muy humanos los medios empleados para celebrarlas y manifestarlas, según cuenta alguno de los historiadores; pero nos repugna ocuparnos de lo que hasta se nos resiste tener por verosímil. El resaltado fue que el obstinado y satisfecho Gobernador, a pesar de sus 15,000 infantes y 400 caballos, pagó bien cara su terquedad y empeño; y que como oportunamente dijo el acreditado capitán de su partido D. Ramón de Perellós (que no pudo hallarse en la acción), veíase ya en esta
inesperada derrota, la poca ventura del Conde, o sea su mala estrella.
Con este terrible contratiempo, que tuvo lugar en 27 de Febrero de 1412, cambiaron mucho las cosas de aspecto y de semblante. Las armas del Conde, tan ufanas y temidas antes en Valencia, principiaron a decaer y a ser miradas de otro modo; sufriendo además algunos golpes y reveses humillantes, sino decisivos. Y el Parlamento de la ciudad de Valencia, que hacía poco se había situado en Vinaroz, no se tuvo por seguro hasta que se trasladó a la Capital; con cuyo motivo los del Parlamento de Traiguera mudáronse al punto a Morella, ganando con ello gran prestigio y autoridad, y aumentando considerablemente el número de sus adeptos.

El partido del Conde, que por el contrario se hallaba entonces fuerte y poderoso en el Principado de Cataluña, hizo los mayores esfuerzos para reparar en Valencia el mal efecto de la jornada de Murviedro: y robustecido además con el apoyo publico que le diera el Rey Enrique de Inglaterra en favor de sus pretensiones, no tardó en acreditar su actividad y energía; y con ella, aislar, atacar y vencer a las tropas antes vencedoras de Murviedro, cerca
de Castellón de la Plana, matándoles en un encuentro, quinientos hombres, con su Jefe D. Antonio de la Cerda, y cogiéndoles, entre otras, las mismas banderas perdidas en la rota de Murviedro.
Fueron las tropas gasconas que mandó el Rey de Inglaterra las que obtuvieron esta sorprendente victoria; las cuales procedieron con tanta actividad y sigilo, que pasando el Ebro sin que nadie lo esperase, pudieron llegar al alcance y sorpresa de las que derrotaron en la Plana, antes que a ellas se uniesen las destacadas de Aragón y de otros puntos de Valencia.

Con este triunfo importante y el apoyo oportuno que dieron las armas extranjeras a los del partido del Conde vinieron ya estas a nivelarse con las contrarias, y a borrar la memoria del descalabro de Murviedro.

IX
La misma actividad y energía que en Valencia desplegaron en Aragón y Cataluña los partidarios del Conde. No hubo, es verdad, grandes choques, ni recios combates pero eran vejados y atormentados los pueblos, sobre todo en el Alto Aragón por el grande apoyo y defensa de los fuertes de Bolea, Loharre y Novillas, con que contaban las tropas devastadoras de D. Antonio de Luna.

A este punto llegaron las cosas de la guerra en los tres Reinos de Aragón; y tal es el cuadro
tristísimo y sombrío que presenta a nuestra vista la rápida reseña de sus acontecimientos, en el aciago periodo que dejamos descrito!.

X
Pero felizmente un poder mágico y poderoso, eficaz e irrecusable para todos ejercía en medio
de esto una influencia benéfica y salvadora; la cual dominó los ánimos y las voluntades en una idea común, puso coto a los pocos guerreros de los partidos, modificó en gran manera sus condiciones militares; y sin quitarles las armas de las manos las redujo, en cierto modo, a un simulacro de poder.
Este elemento admirable y singular eran las Cortes, o sea la Congregación general de los estados del Reino.

Efectivamente, lo mismo los Catalanes que los Aragoneses y estos que los Valencianos no pensaron nunca que la cuestión dinástica que se disputaba debiera resolverse de otro modo que con el legal y aceptable de las cortes: elemento vital entonces, y expresión viva y genuina de los usos, costumbres, legislación, y verdadera voluntad nacional del noble, religioso, y honrado Pueblo aragonés.
Los Catalanes, como ya se dijo, apresuráronse a enviar a Zaragoza su notable embajada, en demanda de tan patriótico pensamiento: los Zaragozanos, en medio de su grande escisión, admitieron por fin los sabios y acertados consejos de los cuatro grandes varones que atrás dejamos mencionados; los cuales proponiéndoles la misma idea, les indicaron y añadieron el punto de Calatayud para el Parlamento general de los Estados, que dirimiese legalmente
esta famosa contienda; y los Valencianos, sabedores ya de la marcha y progreso de estos tan ajustados proyectos, acudieron también a Calatayud a cooperar a ellos, a una con sus hermanos.

¿Qué se hizo, pues, en favor de las armas? ¿Qué importancia privilegiada se les dio para resolver con ellas esa cuestión? A mi modo de ver, lo único que vino a hacerse en puridad, fue el servirse de ellas como de un medio material para fortificar y sostener, del mejor modo posible, el imperio de la ley y la autorizada voz del Parlamento. Este y no otro era el sentimiento común e instintivo de todo el Reino; en el cual se temía fundadamente que las consecuencias inmediatas de la lucha fueran la pérdida de los fueros y libertades. Y con esto se explica sin dificultad la causa misteriosa de no haberse desarrollado del todo una sangrienta guerra civil que habría sido funestamente célebre por la gran división de los
partidos en favor de las personas designadas por estos para la sucesión a la corona; por la abundancia de medios y de recursos con que contaban; y por el valor y constancia que les animaba, y de que hubieran dado pruebas terribles y asombrosas.

No se vio, pues, otra cosa en nuestro sentir, que lo que dejamos expuesto: el prestigio poderoso, la acción benéfica y salvadora del Parlamento general, antes y después de pronunciar solemnemente su fallo; no pudiendo destruir esta verdad importante los hechos aislados de algunas parcialidades disidentes. ¡Y por cierto que es grande ventaja y beneficio y ofrece un espectáculo gratísimo y consolador, el ver sometida una cuestión tan árdua y complicada como esta, al tribunal supremo de la razón y de la justicia, en vez de encomendarla al ciego instinto de las pasiones, o a los azares peligrosos de la fuerza bruta !

XI
Pero ¿dónde estaba este Parlamento potente y moderador, que tanta influencia ejercía?
¿No se disolvió ya en Calatayud en lo últimos días de Mayo, sin que lo hayamos visto reaparecer, y sin que haya sido remplazado por otro alguno de igual clase o categoría, en cerca de un año de revueltas transcurrido? ¿Quien pues, ha tomado su nombre, o ha obrado en su virtud?

Ya se recordará oportunamente la acertada disposición que en aquella ciudad se tomó, de que
cada Reino eligiere su Parlamento en los confines de Aragón, para que de este modo pudiesen comunicarse todos entre si, y convenirse mutuamente en el modo y manera de resolver la gran cuestión de dar un heredero y sucesor a la corona; siendo la villa de Alcañiz la designada para el Parlamento aragonés. Pues bien; desde entonces en adelante la acción legal, o el influjo de estos Parlamentos, o bien sea el prestigio y autoridad de aquel que por sus circunstancias especiales era más atendido o ejercía sobre los demás mayor predominio; éste en particular y todos en general según su índole y circunstancias, suplían y hacían las veces y voces del Parlamento general de los Estados, que por mutuo convenio representaban.

Sentados estos principios, a nuestro parecer inconcusos, fácil es demostrar con la historia en la mano, el papel principalísimo que desempeñó en esta época el Parlamento de Alcañiz, y lo mucho que contribuyó con su grande unidad y poderoso ascendiente, a que no se desbordaran más y más las pasiones, llegando a tener la suerte de unir al fin los tres Parlamentos en una idea común e idéntico pensamiento, para reelegir y sancionar estos la elección de los nueve Jueces Compromisarios que él mismo hiciera y propusiera, y que con los amplios poderes basados en los principios de justicia y de la pública conveniencia del país, fallasen en Caspe la causa importantísima de la sucesión a la corona.

Disuelto el Parlamento de Calatayud (en que el estado general de los ánimos y el flujo y reflujo de las pasiones y de las ideas no habían podido aun madurar la ocasión oportuna de que se llegase al punto crítico y temeroso de declarar resueltamente un sucesor a la corona no tardó ya mucho en reunirse en Alcañiz el Parlamento aragonés. La muerte violenta del Arzobispo de Zaragoza, la actitud impolítica e ilegal del Conde de Urgel, y el calor impetuoso de los Valencianos reclamaban con prontitud, con urgencia, la acción sensata y popular de los Parlamentos. Y por eso el de Alcañiz, tan importante por ser el eco fiel del Reino de Aragón, por ser la cabeza y principio de los demás, y por sus notables y reconocidas preeminencias; no podía, no debía diferir o retardar su reunión.
Grandes fueron sin embargo las dificultades que opusieron las circunstancias y los hombres, a esta ansiada reunión, hasta que por fin se verificó en dicha Villa y se celebró con grande solemnidad en la Iglesia de Santa María la Mayor, en el día 10 de Setiembre del mismo año de 1411, ministrando en ella los oficios divinos el Abad de Santa Fé del Orden de San Bernardo. Antes de esta fecha habían acudido ya el Gobernador del Reino Gil Ruiz de Lihori, el Justicia mayor Juan Jiménez Cerdan, y el célebre Berenguer de Bardagi; y luego después
los nombrados en Calatayud, añadiéndose a estos los Ricos hombres, por cartas de llamamiento expedidas por el Gobernador y el Justicia.
He aquí los nombres de estos, que por ser un hecho tan señalado, insertamos a continuación: D. Pedro Ladrón, Vizconde de Villanova y Señor de Manzanera; D. Fernán López de Luna, hermano de la Reina Doña María de Aragón, que vivió poco tiempo después de este llamamiento; D. Pedro Jiménez de Urrea, D. Juan de Luna y Urrea, y D. Jimeno de Urrea
sus hermanos; D. Juan Martínez de Luna, y D. Juan de Luna su hijo; D. Pedro Galcerán de Castro; D. Artal de Alagón; D. Arnaldo de Eril; D. Guereau de Espés; D. Juan Fernández de Híjar; D. Francés de Alagon; D. Juan Jiménez de Urrea; y los herederos de D. Pedro Fernández de Vergua, y de D. Luis Cornel. Excluyéronse de este llamamiento a D. Antonio de Luna, al Castellán de Amposta D. Pedro Ruiz de Moros, al Comendador Mayor de Montalbán D. Pedro Fernández de Híjar, y a D. Juan Ruiz de Luna, por la causa que contra ellos se seguía en Zaragoza por la muerte dada al Arzobispo y favor dispensado al homicida. Pero a las personas nobilísimas que atrás hemos nombrado, hay que añadir la muy distinguida del Obispo de Huesca y Jaca D. Domingo Ram, hijo ilustre de esta ciudad de la noble casa de los Condes de Samitier, a quien el Sumo Pontífice (D. Pedro de Luna) concedió venir a este Parlamento, en virtud de una comisión especial que se le mandó al efecto para obtener esta
gracia, por ser el sobredicho Obispo un famoso letrado, y muy apto para los negocios importantes del Reino.

Confióse la custodia del castillo al Comendador mayor de Alcañiz D. Ramón Alaman de Cerbellon y a D. Juan de Luna; y la guarda de la plaza y ciudad a los caballeros Berenguer de Ariño y Astor Zapata, quedando muy asegurada su defensa de toda invasión, con la buena gente de guerra que la guarnecía.

La comisión catalana dejó en Alcañiz la mitad de sus individuos, y la otra restante pasó a unirse con los del Parlamento de Tortosa: los valencianos mandaron aquí también a sus Embajadores; y hasta el Infante de Castilla hizo que no abandonasen nunca este local dos hombres célebres que envió, sin pérdida de tiempo, en el interés de su causa y pretensiones. Tales fueron D. Diego Gómez de Fuensalida, Abad de Valladolid, y el Doctor D. Juan
Rodríguez de Salamanca; hombres muy listos y entendidos, que según nuestros historiadores, no paraban desde Alcañiz de recorrer todos los puntos convenientes, tratando con gran sagacidad y empeño, ya con el Papa, ya con los Aragoneses y Catalanes.

Pero no marcharon los Valencianos con la unidad y concierto que les conviniera, y que tanto les recomendaban sus propios intereses. Ansiosos allí los bandos contendientes de asegurar la acción y el fallo de los Parlamentos, quiso cada uno tener el suyo, destruyendo así con una ilegalidad esencial, la fuerza legal que buscaban, y que no podían encontrar en congregaciones bastardas e incompatibles, como ya hemos indicado.

Los partidarios del Infante de Castilla fueron en esto los más culpables; pues no conformándose con el Gobernador de Valencia, que convocó en la capital el Parlamento valenciano, formaron y reunieron también el suyo fuera de la ciudad. Trasladado después este a Trahiguera, lo hizo aquel a Vinaróz, existiendo entrambos en estos puntos, cada cual con
su idea y con su empeño, sin cejar en su antagonismo sistemático. Sus alternativas locales fueron volverse el de Vinaróz a Valencia después de la rota de Murviedro, y avanzar entonces el de Trahiguera a Morella.

El Parlamento catalán se reunió en Tortosa por orden de Gobernador y convenio mutuo de las partes, en 17 de Agosto del mismo año; acudiendo a él todos los convocados, y tres Diputados del Reino de Mallorca, que siempre estuvo en paz.

El intrépido Conde de Urgel, que como hemos dicho tuvo el mal acuerdo de declararse Gobernador del Reino, siguió también el mal camino de consentir y cooperar a que se convocase y reuniese en Mequinenza otro Parlamento aragonés (que solo podía ser ilegitimo e intruso) para minar y destruir, si le era posible, al Parlamento de Alcañiz. Y llamamos a aquel ilegítimo y legítimo a este, porque así lo reconocieron todos los Parlamentos, no obstante
las grandes simpatías que los más de ellos tenían por la causa del Conde, y constarles positivamente la distinta opinión y tendencias del de Alcañiz. El haberse acordado en Calatayud su elección y nombramiento, y el haberse expedido por el Gobernador del Reino y el Justicia mayor las cartas de convocación para el mismo, fueron los grandes y sólidos fundamentos que tuvieron para pensar de este modo. Por manera que la circunstancia de estar o no convocados los Parlamentos por los Gobernadores respectivos de las provincias, era según la opinión dominante, lo que decidía de su validez o nulidad.

Pero como estaban los ánimos tan agitados; como los medios violentos, que no podían funcionar en la esfera de los principios constitutivos del fuero aragonés, no estaban tampoco recomendados por la prudencia; y como los individuos de todos los Parlamentos aparentaban querer dar a sus acuerdos la forma legal de su amor y respecto a las constituciones del País, pregonando además incesantemente, que su ardiente deseo era que se diese la corona al que de derecho y justicia le correspondiera; por eso mismo se necesitaba gran pulso y comedimiento, mucha perspicacia, y una clara intuición para sacar luz de las tinieblas, y bien del mal. Y esto fue lo que hicieron y alcanzaron los hombres eminentes del Parlamento de Alcañiz; por el gran prestigio de sus nombres, tan conocidos y apreciados en los tres Reinos; por su puro origen y legítima procedencia del Parlamento de Calatayud; y finalmente por
el tacto y tolerancia con que a todos oían y a todos atendían, accediendo o desechando justamente sus demandas; pero viniendo en substancia a influir con todos y dominarlos a todos, como suele hacerlo siempre la sabiduría cuando va acompañada de la razón y la prudencia.


XII
Para que se vea que no son exagerados nuestros elogios, no es menester más que bosquejar en breves palabras los retratos de los hombres más célebres e influyentes de este Parlamento; o lo que es lo mismo, de aquellos expertos pilotos, que con tanta destreza dirigieron el timón de la nave del estado, combatida constantemente por las borrascas tempestuosas de aquel turbado mar de las pasiones.
¿Quién ha leído sin admiración en nuestros rectos y concienzudos Analistas e Historiadores, los nombres ilustres y respetables de Juan Jiménez Cerdán, y de Berenguer de Bardagí?
De este, ya digimos con Zurita, que entre todos los hombres de su tiempo, era en prudencia, letras y consejo muy señalado varón, y de una experiencia consumada en los más grandes y difíciles negocios del Estado. (1) Y de Cerdán, decimos ahora con todos los historiadores, que era el Justicia más docto, más prudente y más celoso, que habían conocido los aragoneses; y que acaso no hubo jamás otro tan digno, mientras duró esta institución.

(1) Y no solo se encarece esto por Zurita y por algunos escritores de aquel tiempo, como son Lorenzo de Vala y Alvar García, sino que este añade, que Berenguer de Bardagi fue hombre generoso de solar de las montañas de Aragón, descendiente de un distinguido caballero de
Ribagorza llamado Berenguer de Bardagi, que figuró en tiempo de D. Ramón Berenguer, Conde de Barcelona y Príncipe de Aragón.
Durante el famoso interreino de que nos ocupamos, contrajo aquel grande amistad con el Infante de Castilla, auxiliándole con recursos pecuniarios de que sin duda abundaba. Ello es, que en el testamento que en el año 1415 otorgó en Perpiñán el Rey D. Fernando, dispuso que se pagasen a Berenguer de Bardagi cuarenta y cinco mil florines que le había adelantado para la prosecución de su derecho a la corona de Aragón. Y al año siguiente, en que ya no vivía el Rey, su hijo D. Alonso heredero de la Corona, le dio la villa de Pertusa y sus Aldeas, en enmienda de veintinueve mil florines de dicha deuda, siendo ya entonces Bardagi Señor de la Baronía de Antillon y otros Lugares.

Pues sin contar otras personas distinguidas de casas nobilísimas de Aragón, deben entrar también a alternar y asociarse dignamente con aquellos, el acreditado Gobernador del Reino D. Gil Ruiz de Lihori, y el sabio y virtuoso Obispo de Huesca y Jaca D. Domingo Ram (después Cardenal y Virrey de Sicilia) de quien ya atrás hemos hablado. El primero fue
muy estimado en el Reino por sus relevantes prendas de probidad, valor, prudencia y celo infatigable por el bien público; y el segundo, por sus bellas cualidades y profundos conocimientos en ambos derechos, que acreditó en cargos importantísimos
confiados a su instrucción y talentos, por los Monarcas del Reino y la Santa Sede.

Otro personaje todavía más célebre e influyente debe ocupar un lugar distinguido en esta revista:
y este es el famoso Pontífice aragonés D. Pedro de Luna, titulado entonces Benedicto XIII; varón de gran caudal científico y de rígidas costumbres, y uno de los primeros canonistas de su tiempo. La conducta prudente, y en algún modo reservada, que observó en la marcha y dirección de los negocios públicos nos impide el poder deslindar con toda precisión y exactitud su verdadero carácter político y la parte activa y manifiesta que tomara en esta cuestión; aunque todos los historiadores convienen en atribuirle un gran deseo e interés por la causa del Infante de Castilla, de quien se cree esperaba mucho apoyo para el sostenimiento de su Pontificado, en los Reinos de Castilla y Aragón. Pero sea de esto lo que quiera, es lo cierto que estuvo mucho tiempo en Alcañiz, y con él su grande amigo y Director espiritual San Vicente Ferrer: y que aquí, lo mismo que en todas partes, trabajó mucho por la paz y por el orden, por aquietar los ánimos y por evitar la efusión de sangre; no escaseando su presencia en Zaragoza, en Calatayud, en Tortosa, en Valencia, en Caspe y en los mismos Parlamentos, para recabar de ellos dichos bienes tan preciosos; aunque viéndose siempre al trasluz sus deseos y simpatías por el Infante de Castilla. ¡Lástima grande, que la clara razón de esta ilustrada inteligencia se obscureciese y ofuscase hasta el punto de una culpable terquedad después de reunido el Concilio de Constancia algunos años más adelante, enagenándole
esta conducta la amistad y apoyo de San Vicente Ferrer, y de todos sus amigos y buenos cristianos que amaban sinceramente la paz de la Iglesia!
Pero en la ocasión presente, no se hallaba en este caso: estaba en estos Reinos con todo el prestigio y poder de su autoridad papal; y por eso debía ser grande su valimiento, y contribuir no poco al poderoso ascendiente del Parlamento de Alcañiz, que estaba en sus ideas, y cuya circunstancia estamos demostrando ahora.


XIII
Vivas y activas fueron las comunicaciones que este Parlamento tuvo con los otros, y estos con él; además de las gestiones habituales de los Comisionados y Representantes que todos tuvieron aquí. El gran prestigio del Justicia de Aragón y de los esclarecidos varones de que acabamos de hablar, juntamente con la autoridad y legitimidad de este Parlamento daban a sus resoluciones y medidas grande peso y valor. Solo el de Mequinenza promovido y acaudillado por el ya impopular D. Antonio de Luna, era el que no solo no quería escuchar ni oír su voz, sino que trabajaba con el mayor ahínco y constancia por destruir del todo su validez y
existencia. ¡Vano empeño! Los demás Parlamentos, por más simpatías que tuvieran por la causa que sustentara el de Luna, no podían rebajarse a servirla hasta el punto de hollar los fueros de la razón y de la justicia, sobre los cuales descansaba la Congregación de Alcañiz, elegida legalmente en Calatayud por los mismos Parlamentarios de Mequinenza. Así fue, que todas sus gestiones e intentonas fracasaron completamente en sus manos, como no podía menos de suceder, sufriendo con esto el más humillante baldón.

El Parlamento de Alcañiz que admitía con placer a los Representantes del de Tortosa (que reputaba por legítimo) se negó a admitir en su seno a las personas distinguidas que eligió el de Vinaroz, mientras estas no fueran también elegidas y aprobadas por el Parlamento de Trahiguera; llevando en esto la mira acertada de destruir la división de los ánimos y la multiplicación de los Parlamentos, pues que estaba altamente persuadido, de que con esta conducta contribuiría eficazmente (como así sucedió) al feliz resultado que tanto deseaba. Unicamente permitió (porque esto no podía ni debía prohibirlo) que tuvieran estos aquí sus agentes y Procuradores, como ya se ha dicho; siéndolo muy activos y eficaces D. Miguel Galcerán de la Sierra, de parte del Parlamento de Vinaroz, y D. Pedro Pardo de la Casta, de parte del de Trahiguera.

Quien anduvo en esto muy listo y mandó a Alcañiz oportunamente una solemne y magnífica embajada fue el Infante D. Fernando en unión con su sobrino D. Juan II Rey de Castilla. Componíalo esta de D. Sancho de Rojas Obispo de Palencia; D. Alfonso Enríquez, Almirante mayor de los mares de Castilla y tío del Infante D. Fernando; D. Diego López de Estúñiga, Justicia Mayor de la casa del Rey de Castilla; los Doctores Pedro Sánchez del Castillo y Juan Rodríguez de Salamanca; y el Arcediano de Almazán, Gonzalo Rodríguez de Neira.

El Parlamento Catalán, al saber oficialmente la venida de esta esplendida embajada, envió también la suya compuesta de sujetos de grande importancia; llegando a esta ciudad al despuntar el año 1412, pocos días después que la embajada castellana.

He aquí los nombres de estos respetables varones. El Arzobispo de Tarragona D. Pedro de Zagarriga y D. Felipe Malla, por el estado eclesiástico; Micer Guillen de Valseca y Azbert Zatrilla Doncel, por el militar; y por las universidades, Juan Dezplá, Síndico de Barcelona y Juan de Ribasaltas por Perpiñán.

Notables fueron las manifestaciones que se hicieron y las espiraciones que se dieron, en la solemne Junta que se celebró para la recepción de los Embajadores castellanos. El primero que habló en ella y explicó el objeto importante de su misión fue el Obispo de Palencia. Versó su arenga, primero sobre el derecho que en su sentir tenía el Infante a la Corona de Aragón, ofreciendo presentar más largas y robustas pruebas por medio de sus Letrados. En seguida pasó a ponderar la confianza que hacia el infante de la fidelidad y rectitud de los Aragoneses, en cuyas manos, más bien que en la suerte de las armas, quería poner la justicia de su causa,
no obstante las grandes probabilidades que aquellas le daban. Hizo magníficos elogios del valor, prudencia y relevantes prendas de D. Fernando, y concluyó su bien meditado discurso con esta fina y política indicación; que así al Infante como al Rey su sobrino les serla muy sensible que las tropas castellanas, que solo habían entrado en Aragón por haber sido llamadas como auxiliares, hubieran sido molestas y gravosas en algún concepto; y que estaban dispuestos a satisfacer y cubrir todos los daños o gastos que hubieren ocasionado. Y después de esto de los cumplimientos ordinarios, se dio por terminada aquella sesión.

Pasados algunos días, en que se meditó y deliberó detenidamente lo que convenía a tan grave negocio, convocóse otra vez la gran Junta; y Berenguer de Bardagi en nombre del Parlamento de Aragón, contestó de esta manera a la embajada castellana: que para declarar sobre el arduo y urgentísimo negocio de la sucesión del Reino, deseaba el Parlamento aragonés concurriesen a este grande acto todos los demás Parlamentos de la Corona; pero que si estos rehusasen este concurso, el Parlamento de Aragón como cabeza de los Reinos y haría por si solo la justa declaración en favor de aquel que debiera reinar. Y sobre la indicación que hizo el Obispo de Palencia acerca de las tropas castellanas, dijo terminantemente; que éstas se portaban con más moderación que las mismas del País; y que por lo tanto, ninguno podía tener de ellas queja alguna, ni exigir la reparación de ningún daño.

En otra solemne reunión, los Diputados catalanes hicieron presente al nuestro, en nombre de su Parlamento, estas importantes observaciones: que los deseos del Principado eran, que se eligiese por Rey al que más le perteneciese serlo en justicia: que esta elección se hiciese como se había indicado, entre todos los miembros de la corona; y en fin, que siendo iguales sus deseos que los manifestados por el Parlamento de Aragón (como ellos creían de su rectitud), esperaban se les propusieran los medios que les pareciesen mejores y más conducentes para llegar a este grande e importante resultado.

A tan noble, patriótica y prudente propuesta del dignísimo Arzobispo de Tarragona, contestó el respetable Obispo de Huesca con la gratitud y satisfacción que eran debidas, y luego remitió el punto capital de la cuestión al acreditado jurisconsulto y hombre de estado Berenguer de Bardagi, cuyo voto pesaba tanto en estas deliberaciones. Este, con el aplomo y sabiduría de sus acuerdos, se explicó de este modo terminante: que la intención y deseos del
Parlamento de Aragón eran los mismos que los del Parlamento de Cataluña: que para el logro del gran fin que todos anhelaban, sería lo mejor y más acertado el que se nombrasen algunas personas en quienes concurriesen las circunstancias de prudencia, honradez y doctrina, correspondientes a tan elevado objeto; y que estas examinasen con gran madurez los derechos de los Príncipes pretendientes, y dieran después la sentencia a favor del que juzgasen más acreedor en justicia
. Tal fue el acuerdo importantísimo del Parlamento de Alcañiz, que mereció la aprobación de la Comisión catalana, y que no tardó en llevarse a cabo, por ser el más conforme al bien del País, y por haber sido el objeto constante de sus deseos.

Habíase pues, dado un paso avanzadísimo, y no era menester más que poner en ejecución lo acordado. A este objeto se dispuso que el Parlamento de Aragón eligiese catorce personas de su seno, para que en unión con las que habían venido de Tortosa (competentemente autorizadas para ello por aquel Parlamento) pasasen a establecer las bases convenientes y necesarias para la realización de tan grave negocio.

El Papa Benedicto, que estaba entonces en Alcañiz, trabajó sobremanera para esta elección, ilustrando antes la conciencia del Parlamento alcañizano, y la de todos los demás, con una luminosa exhortación, llena de santas máximas y de prudentes y sabias advertencias. Hízose, pues, armoniosamente la elección en la Iglesia de Santa María la Mayor; y los nombres ilustres de los Lihoris, Cerdanes, Berengueres de Bardagi, Rams, Cerbellones, y del Canónigo Juan del Arcipreste, en representación del Arzobispo difunto, alternaron dignamente con
los Zagarrigas, Mallas, Valsecas y Arnaldos de Cervellón, hombres todos de gran nombradía, juntamente con los demás que dejamos de enumerar.

Procediendo estos con el mejor acuerdo y con la más perfecta armonía, arreglaron ya todos los puntos y bases preliminares para dar cima al colosal negocio de la declaración, del derecho a la Corona, que tantos desvelos, afanes y dificultades había costado hasta entonces. Y de este modo quedó definitivamente acordado; que los Parlamentos de Tortosa y Alcañiz habían de elegir en breve plazo, nueve personas de ciencia y virtud, que en nombre de todos los estados del Reino, declarasen y fallasen sin apelación este gran pleito de la Monarquía: que el punto de la reunión de los Nueve había de ser la villa de Caspe: que se había de hacer una notificación cortés, y no oficial, a los Pretendientes: que en adelante no se habían de molestar ni perseguir las opiniones de los partidos hasta el presente sustentadas; y de este modo, en fin, quedó resuelto y determinado por la expresada Comisión mixta, competentemente facultada para ello, el tiempo y duración del Parlamento general de los
Estados del Reino, representado por los Nueve, y el modo y manera de hacer la elección y declaración del nuevo Monarca.

Esta notable sesión que se celebró en el día 15 de Febrero, y que vino a coronar dignamente los perseverantes esfuerzos de tantos y tan celosos patricios, puso también término al cargo importantísimo confiado a los Comisionados aragoneses y catalanes; dirigiéndose ya estos últimos a Tortosa para dar cuenta de todo a su Parlamento, con la prudente reserva que se había convenido guardar.

XIV
¿Y qué hacían mientras tanto los Parlamentos de Valencia? ¿Qué meditaban allí los partidos, y qué adelantaban los armas? ¿Podían menos de sentir todos, en su propio beneficio, la autoridad y fuerza del Parlamento aragonés, robustecido y apoyado con la conformidad y anuencia que le prestara el Catalán, v las muestras especiales de benevolencia de la Embajada castellana?

Así fue en efecto: y desde esta fecha puede decirse que lo mismo los Parlamentarios que representaban las tendencias y simpatías del Conde de Urgel que las del Infante de Castilla, emprendieron ya otro camino más acertado; aunque tropezando siempre con la falta de unidad y armonía, que los postergaba y excluía del concierto general.

Por lo demás, los partidos beligerantes, agriados y aguijoneados por sus mutuos reveses y contratiempos, más bien empuñaban y esgrimían las armas por rencor y por venganza, que por dar fin a esta cuestión de otro modo que del que veían tenía el asentimiento general de los tres Reinos. Sin embargo, los esfuerzos desesperados que hacían a la sazón el Conde de Urgel y D. Antonio de Luna; el golpe rápido y atrevido de Castellón de Burriana; y los serios
preparativos para una invasión extranjera, que se estaban haciendo con actividad en Francia (1) exigían que se diese un impulso decisivo a la marcha de los negocios parlamentarios: que se afrontasen pronto las dificultades; y que no se aventurase la sabia y penosa combinación de tan bien concertados planes y disposiciones, con una tardanza peligrosa y excesivamente prudente, que podría destruir o entorpecer en un momento desgraciado los grandes
frutos que de aquella se esperaban. Y tanto más todo esto era preciso y necesario, cuanto que en el Parlamento de Tortosa cundía y fermentaba una gran división en los ánimos, ocurriendo diariamente serias disputas y recios altercados con motivo de la elección de los nueve Jueces compromisarios.

(1) El Rey de Francia y la Reina de Sicilia y Jerusalén Doña Violante, habían enviado ya a los Parlamentos de Barcelona, de Tortosa y de Alcañiz una ostentosa embajada compuesta del Obispo de Santa Flor, del Presidente del Parlamento de París, del Senescal de Carcasona, del Conde de Vendosme y otros personajes, en demanda del derecho y preferencia que aspiraban se adjudicase y diese al Conde de Guisa y Duque de Anjou. hijo primogénito de la Reina, en la competencia de la sucesión a la corona de estos Reinos. Y como quedaron poco satisfechos
del rumbo de las cosas y del escaso favor y partido que aquí alcanzaba su causa, se manifestaban abiertamente hostiles y amenazadores, a más de las protestas y recusaciones que inútilmente presentaron en Caspe.

Fundado, pues, el Parlamento de Alcañiz en tan graves y poderosos motivos, y creyendo ya llegado el caso supremo de no dar más treguas a las deliberaciones y de obrar con resolución; procedió por si solo a la propuesta y nombramiento de los nueve Jueces árbitros, que en nombre de todos los estados de Aragón, habían de elegir por Monarca de los mismos al que creyesen más digno y merecedor en justicia. Esta ardua y temerosa elección, la
confió el Parlamento a dos solos hombres; pero puros, populares, incorruptibles, dignos de que se pusiera en sus manos una corona, para que de ellas pasase inmaculada a la cabeza del que a ellos pluguiera colocarla: ¡dignación sorprendente, y pocas veces vista en la serie de los tiempos!

Estos dos esclarecidos varones eran D. Gil Ruiz de Lihori Gobernador del Reino y D. Juan Jiménez Cerdán Justicia Mayor, los cuales sin demora eligieron en primer lugar a los tres Jueces compromisarios de Aragón, que fueron el ilustrísimo Sr. D. Domingo Ram Obispo de Huesca y Jaca; Francisco Francés de Aranda natural de Teruel, en aquel entonces Donado de la Cartuja de Portaceli, y antes Caballero y hombre eminentísimo del consejo del Rey, y gran valido del Papa Benedicto; y Micer (Abogado) Berenguer de Bardagi, del cual y del primero hemos dado ya noticia.

En segundo lugar fueron elegidos por el Principado de Cataluña el Arzobispo de Tarragona D. Pedro Zagarriga, gran letrado y canonista; Micer Guillen de Valseca, el hombre más docto y político de Cataluña; y Micer Bernardo de Gualbes Síndico de Barcelona, muy acreditado por sus luces, probidad y abundantes riquezas.

Y finalmente, por el Reino de Valencia eligieron a D. Bonifacio Ferrer, Gran Prior y General de la Cartuja, muy apto para las letras y para los negocios, lo mismo que para el retiro y vida del claustro; al Maestro Fr. Vicente Ferrer su hermano, el grande apóstol y Santo de su siglo,
siempre dispuesto a trabajar y sacrificarse por la Iglesia y el Estado; y a Micer Ginés de Rabaza, muy estimado en Valencia por sus vastos conocimientos jurídicos y políticos.

Tal fue la excelente elección que hicieron en Alcaniz el Gobernador del Reino y el Justicia mayor precitados, en el día 12 de Marzo del año 1412.

Desde este mismo momento, puede decirse que cambiaron ya las cosas de aspecto y de semblante. Las nubes opacas y sombrías, preñadas de electricidad que cubrían y encapotaban la atmósfera política de estos Reinos; principiaron a dilatarse, a dividirse, y a perder su fuerza de cohesión terrible y amenazadora, llegando últimamente disolverse y aniquilarse del todo en su misma división y aislamiento. Así es que, el ánimo tranquilo ya y dilatado, recobra ahora gradualmente sus fuerzas fatigadas y su aliento comprimido por una larga y no interrumpida serie de sucesos desagradables, tristes, complicados, llenos de dolorosas impresiones y de penosos desabrimientos e incertidumbres; y la trama confusa de tan embrollada urdimbre, viene felizmente a desenredarse y a funcionar en el ordenado taller de la inteligencia y de la razón, con la unidad de miras y conformidad de deseos, que la mano hábil de sabios artistas supo comunicarle e imprimirle.

Tales fueron los grandes resultados que dio la sabia, prudente y atinada conducta del Parlamento de Alcañiz, y la oportuna y atrevida resolución de su fallo solemne y decisivo; el cual mereció justamente la aceptación general con que se lo distinguió.

¿Qué estraño es, pues, que todo en lo sucesivo cambie de aspecto y de semblante, y que el término de los sacrificios toque ya a su fin?

Por eso la Ciudad de Alcañiz, donde rebosaban tantas notabilidades forasteras atraídas por sus circunstancias especiales, se entregó al punto al regocijo y alegría; y en medio de los plácemes y enhorabuenas que se dieron en el día de la publicación de la sentencia (que se hizo con gran pompa y solemnidad), nadie pensaba ya en lo poco que faltaba que hacer, aunque en lo sustancial del caso era mucho.

Con pasmosa rapidez se notificó e hizo saber a los individuos del Parlamento de Tortosa, por medio del Comisionado D. Juan Sobirats, la elección y nombramiento hechos por el Parlamento de Aragón; aconsejándoles y requiriéndoles para que eligiesen y nombrasen las mismas personas, en las cuales se encontraban tres de cada Provincia, de aquellas más dignas, más simpáticas y más aceptables para todos los partidos. Y como en Tortosa se encontraban ya los Embajadores valencianos, que por fin habían ido a aquel punto con amplios poderes para el arreglo definitivo; juntos con ellos los veinticuatro individuos que componían el Parlamento de Cataluña, eligieron los mismos nueve Jueces compromisarios; haciendo en seguida Juan Sobirats, en nombre del Parlamento Aragonés, una nueva y solemne elección y confirmación de las mismas personas.

Fue esto de grande admiración, dicen los historiadores; porque sin embargo de haber entonces tanta pasión y empeño, y de no coartar la libertad de un modo absoluto el nombramiento hecho en Alcañiz, vinieron todos a elegir los mismos, fuera de uno tan solo que propusieron, con la condición de que pareciese bien al Parlamento de Alcañiz, y el cual no tuvo por conveniente acceder a la propuesta. Tal fue el caballero D. Arnaldo de Conques, que aspiraban sustituyese al célebre y expedito D. Bonifacio Ferrer.

Todos los elegidos, dice Zurita, eran personas tan graves y de tan excelentes partes, que cada uno en su grado de excelencia, merecía ser nombrado Juez de tan grande hecho. Pero la religión y santidad de aquel bienaventurado varón Fr. Vicente Ferrer, resplandecía entre lodos COMO VERDADERO LUCERO; y no parecía que con aquella guía se podían desviar del camino de la justicia, ni se les podía ésta encubrir, siendo todas, como se ha dicho, muy suficientes para dar conclusión feliz en un negocio tan grande como aquel, que fue el mayor que había habido en España después que el Reino se libró del yugo Mahometano.
¡Pasmosa y providencial elección, decimos nosotros, que fue aceptada por Catalanes y Valencianos; sin embargo de no ser obra y hechura suya, y de las naturales prevenciones del espíritu de partido, y tendencias y aspiraciones distintas que entre ellos existían y dominaban! A nuestro modo de ver, no cabe duda de que el elemento religioso y el político, tan populares en aquel tiempo, y tan hábilmente unidos y enlazados en esta elección con la ciencia y la
virtud, fueron la causa eficiente y principal del respeto, adhesión y aprobación general que dispensaron a los nueve claros varones, hasta, las más opuestas opiniones y hasta los más encontrados intereses.

No se hallaban en Alcañiz más que cinco Electores compromisarios, al tiempo de publicar su elección y nombramiento; y estos eran el Arzobispo de Tarragona, el Obispo de Huesca, Francés de Aranda, Berenguer de Bardagi, y Bernardo de Gualbes: por cuyo motivo no pudieron dirigirse todos desde luego a la villa de Caspe a desempeñar su importantísimo cometido. Pero se les fueron comunicando todas las disposiciones y medidas que se habían tomado y acordado por la mencionada comisión mixta, para la celebración del Parlamento general en Caspe. Una de ellas era, que para que tuviese validez lo que hiciesen, habían
de concurrir cuando menos, seis votos de los nueve, y que no faltasen entre ellos un voto por cada Reino. Dióseles dos meses de tiempo para publicar la sentencia, prorrogables por otros dos, si no eran suficientes los primeros; y se nombraron tres Alcaides para la defensión y custodia de la villa de Caspe y su castillo, cuyo nombramiento recayó en Domingo
La Naja, ciudadano de Zaragoza; Ramón Fivaller, ciudadano de Barcelona, y Guillen Zaera de Valencia.

¡De este modo cumplió el Parlamento de Alcañiz su gloriosa y difícil misión de concertar los ánimos, y traerlos al punto casi increíble de una concordia general; empleando para ello raras prendas de celo, habilidad, constancia y talento, y dando pruebas inequívocas de su grande autoridad y prestigio!

XV
No más pronto que a últimos de Abril del mismo año de 1412, pudieron reunirse en Caspe los nueve Electores compromisarios, con todas las tropas destinadas a la defensa y servicio de la plaza. Era Caspe ya entonces una Villa populosa y de comarca fértil y abundante, regada por el Guadalope y saludada majestuosamente por las suaves corrientes del caudaloso Ebro. Su proximidad y cercanía de Cataluña y Valencia: la seguridad que ofrecía su fuerte castillo, entonces de la Religión de San Juan; y la abundancia y desahogo de sus recursos y edificios; la hacían digna de esta honra singular con que se la distinguía.

Reunidos, pues, en este punto todas las personas que habían de intervenir en el gran drama político que nos ocupa, se hizo primero entrega formal del mando y jurisdicción de la villa y castillo al Obispo de Huesca y demás compañeros del arbitrazgo, para que durante el tiempo del Parlamento residiese en él toda la autoridad y poder jurisdiccional.

Todo el mes de Mayo y los primeros días de Junio, se emplearon en recibir y dar audiencia a
los muchos Embajadores, Apoderados y Letrados de las partes interesadas en tan grave negocio; los cuales moviéndose activamente en el interés de su causa respectiva, presentaban a los nueve Jueces sus escritos, alegaciones, escrituras, y todo género de instrumentos útiles que podían convenirles, alegando además de palabra cuantas razones y argumentos les podían convenir y aprovechar. Y nótese aquí de paso, que entre los muchos Abogados y Procuradores que llenaban las calles de Caspe, se contaban también los del Conde de Urgel; el cual desengañado del triste papel que hasta entonces había hecho con sus desaciertos, hizo entender al Parlamento caspense, que se sometía a la justicia de su fallo: lo que sin embargo no fue obstáculo para que desentendiéndose después de lo prometido, siguiera otra vez la cadena de sus despropósitos, que con la ruina de su crédito lo habían de hundir en la sima de su desgracia.

Todavía no estaban los Jueces Diputados a la mitad de estos sus primeros trabajos (que no dejaban de ser pesados, difíciles, enojosos y comprometidos de suyo) cuando con sorpresa general llegó a Caspe un Caballero distinguido de Valencia llamado D. Frances de Perellós, en demanda de que se relevase del cargo a su suegro Ginés de Rabaza, por habérsele trastornado el juicio con tanta balumba de audiencias, negocios y expedientes. Y suplicaba además con instancia, que se le hiciese entrega de su persona, como así lo deseaba toda su familia, en cuyo nombre acudía y obraba.

Examinado en seguida el caso con la detención y madurez que su importancia y trascendencia reclamaban, se accedió a la petición del yerno de Rabaza, después de haberse declarado competentemente su incapacidad. Sin embargo, eran muchos de sentir, que el temor de los compromisos, le indujo a que su familia diese por él este paso; a cuyo propósito había fingido ya de antemano cierta abstracción y ensimismamiento, preludios sin duda de la demencia estudiada, con que intentaba eludir las dificultades. Mas fuera de esto lo que fuere,
los ocho Jueces restantes eligieron en su lugar a D. Pedro Beltrán, Doctor en decretos de la ciudad de Bolonia, hombre doctísimo y de relevantes prendas; pues estaban facultados por el Parlamento de Alcañiz para todas las eventualidades. Y con esto, despacharon al miembro, de todos modos inútil, de Ginés de Rabaza.

Finadas ya las conferencias preliminares que se tuvieron con las partes contendientes y aspirantes a la corona (que a la verdad no fueron pocas, ni de fácil discusión y acomodamiento), encerráronse los Nueve en el Castillo para madurar su juicio y su dictamen en la abstracción e independencia de aquel retiro, con el estudio atento y reflexivo de tan grave negocio.

XVI
Grande fue la ansiedad de los ánimos durante la corta clausura de tres semanas, que creyeron
necesarias e indispensables para ilustrar su juicio y pronunciar su fallo soberano, aquellos esclarecidos varones. Convencidos estaban todos de que este fallo y declaración del nuevo sucesor no se separaría de una de dos personas: del Infante de Castilla o del Conde de Urgel; y bien mirado todo, las probabilidades estaban por el primero. Así debieron comprenderlo el segundo y sus parciales, cuando tan azorados e inquietos se mostraban; y cuando en vez de deponer y colgar las armas, se veía que procuraban asegurarlas más en sus manos. Y así
debieron entenderlo y reconocerlo también el Rey de Francia y la Reina de Sicilia Doña Violante, cuando no vacilaron en mandar sus extemporáneas e improcedentes protestas y recusaciones, que primero en Alcañiz y después en Caspe, fueron rechazadas y desestimadas como debieran.

A medida, pues, que se acercaba el trance crítico y el momento supremo y decisivo, llenábanse de sobresalto y ansiedad los ánimos de los que se temían una derrota; sin que por eso estuvieran tranquilos y sosegados los que mayores probabilidades contaban. Porque ¿cuan fácil era a estos una equivocación en el juicio gratuito y opinativo que del fallo de los Jueces se formaran? ¿Y cuan expuesto a que no resultase elección, por no poder reunir la mayoría compacta que se estableció, de las dos terceras partes de los sufragios, incluyéndose además en ella un voto, cuando menos, de cada uno de los Electores de las tres Provincias?
Por eso los días de expectación fueron terribles, congojosos: y la Villa de Caspe henchida
de personajes distinguidos, de letrados famosos, y de agentes activos y entusiastas hasta el fanatismo; presentó en aquella ocasión el cuadro imponente y sombrío de este fatigoso desasosiego, que veía pintado en los semblantes de estos sus nuevos moradores, y que reflejaban al vivo la angustia general para algunos insufrible.

Y esta era puntualmente la que sin interrupción se iba manifestando inquietamente entre los muchos y poderosos amigos de D. Antonio de Luna, a parte de los más numerosos del Conde de Urgel. ¿Qué sería de aquella famosa casa de los Lunas, la más noble e ilustre de todo el Reino de Aragón? ¿Qué de su actual dueño y poseedor D. Antonio, triunfando en la elección D. Fernando el Castellano? Este temor, lo consideraban muchos como un peligro gravísimo para esta casa célebre; y este peligro, agoviaba y contristaba en extremo a sus adeptos.
Pero eran infundados, porque ni los sentimientos generosos del Infante, ni las precauciones tomadas de antemano por el Parlamento de Alcañiz daban lugar ni motivo para pensar tan desfavorablemente.
Así lo evidenció el tiempo, si bien con escaso fruto de parte de los favorecidos.

¡Achaque general de los partidos; la suspicacia, la ingratitud! Y achaque general del vulgo (muy quejumbroso a la sazón), estimar en menos el beneficio mayor, por la vista fija y abultada en los inconvenientes menores, unidos inseparablemente al beneficio!
¡Como si la prudencia humana y la experiencia aconsejaran otra cosa, que elegir el partido de un mal menor (que entonces ya es un beneficio mayor) por evitar el de un mal mayor, habiendo necesidad de elegir entre los dos, y siendo lícita esta elección!

Entrambos achaques se presentaron como de relieve en aquellos días de prueba; más natural
el primero que el segundo, y más chocante éste que aquel. Porque ¿qué es lo que se hacía?
¿A qué punto habían llegado los deseos y los votos de los hombres honrados y de los buenos patricios?
Al más ventajoso, al único posible en el difícil camino de la justicia y de la pública felicidad. Todos los demás, eran inconvenientes, estaban erizados de peligros. No había más medio: o una desastrosa guerra civil, con intervención extranjera, con males y desventuras sin cuento, y con la funesta herencia de odios y venganzas, largas y difíciles de extirpar; o una elección pacífica y legal, confiada del único modo que era posible, a la virtud, a la ciencia y al patriotismo del país representado dignamente en su augusto Parlamento.

¿Quién puede dudar de que este último medio era el mejor?
¿Y quién puede dudar de que el gran cúmulo de circunstancias graves, difíciles y casi insuperables que se necesitaba vencer, honra y favorece en extremo al país en que esto sucedió y engrandece y sublima a los eminentes varones que lo llevaron a cabo?
¿A qué fin, pues, vienen las quejas plañideras del vulgo, y las importunas y extemporáneas reflexiones de algunos hombres inconsiderados, que con perjuicio de la causa pública, hacían, en cierto modo, problemática la utilidad del hecho más grande y sublime que jamás vieran los pueblos?

He aquí en confirmación de lo dicho lo que, según Zurita, alegaban los descontentos y los medrosos:
«Como era cosa nunca usada, ni antes de estos tiempos jamas oída, ponerse al juicio de tan pocos el derecho de la sucesión de tantos Reinos; era de doler el estado común de ellos. Considerábase la gloria y renombre de los Príncipes de aquella casa que por más de quinientos años había durado por linea de varones desde el primer Wifredo Conde de Barcelona, cuyos sucesores, que entraron en la posesión del Reino de Aragón, habían
puesto sus vidas en tantos siglos en las guerras de una tan cruel y larga conquista, para que en
una hora nueve personas de diversas profesiones y de diferentes naciones, diesen el Reino, que se había conquistado por las armas y con la sangre de tantos Reyes y Príncipes, al que más bien visto les fuere. ¿Y quién había de ser el que mereciese en tanta duda y contienda ser sucesor de la herencia, con la cual además de la corona iba la gloria de las victorias y los triunfos de tantos Reyes?
Pues el que fuese declarado verdadero sucesor, había de mover contra si el odio y las armas de los Príncipes de la misma casa que competían por la sucesión.
Representábase por fin, que por derecho y cierta sucesión de Príncipes de una misma y única familia, habían reinado los sucesores en el Reino, y nunca por juicio y parecer de letrados: y todos temían no se hiciese tal declaración, que pusiese en mayor confusión las cosas, por la venganza y rigor de el que sucediese de este modo, o por las armas y poder de los que fuesen desechados. Pero entre tanto (concluye Zurita) los hombres justos y que estaban cansados de la guerra civil, solo deseaban un Rey pacífico y digno; y los ambiciosos, como es natural, pensaban más en su interés, y en medrar y prosperar por la guerra.
Atengámonos, pues, a esto, y no eludamos el dilema que la muerte del Rey D. Martín puso a
las cosas del Reino: o la elección, o la guerra. Tal era la alternativa de la suerte del País: alternativa dura y cruel, que lo puso todo en tela de juicio, y que no estaba en la posibilidad y facultades de los que la heredaron el desentenderse de ella, el saltar por cima de ella, el hacerla desaparecer por completo; como acontece cuando se da el caso afortunado de haber sucesor y heredero inmediato, que naturalmente empuña el cetro, sin que sea fácil el que se lo arranquen la fuerza o la sinrazón.

Pero antes de terminar este importante punto, traslademos a continuación la opinión particular de nuestro historiador Zurita, como un correctivo a la opinión de algunos descontentos u optimistas, que arriba hemos transcrito del mismo.

Vista dice, la elección de personas de tanta religión y de tan gran dignidad y autoridad (que eran dotados de singulares virtudes y excelencias y muy famosos letrados), todos generalmente los que deseaban que se diese el Reino al que de justicia lo debía tener, se animaron en gran manera y desechaban de si toda duda y sospecha, y tenían muy grande esperanza de que Dios y su justicia y verdad, serían en aquel hecho, en el cual intervenía aquella santa persona Fray Vicente Ferrer, que era ejemplo muy esclarecido de toda religión, justicia y penitencia; cuya predicación, obra y vida, eran tan maravillosas en toda la cristiandad. Consideraban cuánto habían de aprovechar, y la fuerza que tendrían las oraciones continuas y predicaciones y amonestaciones de este santo varón entre tales personas;
habiéndose visto infinitas veces, que por un solo sermón suyo, diversos pecadores muy obstinados y grande multitud de infieles, se habían convertido. Y así se tenía por cierto, que confirmaría en los ánimos de sus compañeros toda verdad y justicia.


Nada necesitamos añadir al texto explícito a nuestro exacto historiador.

XVII
Explicado ya suficientemente el estado de los ánimos y de las opiniones, en que por la importancia del caso hemos creído necesario detenernos algún punto; pasemos ahora a dar razón y noticia del desenlace que tuvo este gran drama político, como término feliz y ansiado de cerca de dos años de revueltas y trastornos, de trabajos especiales empleados para aquel fin, y de pruebas sublimes y generosas suministradas para el mismo por el honrado pueblo aragonés.

Era llegado ya el plazo que indispensablemente creyeron preciso y necesario los Electores compromisarios, para formar su juicio y pronunciar su fallo, cuando reunidos los Nueve en solemne asamblea, dieron principio al grande acto de la declaración del derecho a la corona de Aragón y nombramiento personal del heredero y sucesor, que como Rey de estos estados, había de regirlos y gobernarlos. La votación fue nominal y motivada; y aunque parecía regular que hablasen primero los Diputados de Aragón, y entre estos la persona más autorizada (que lo era el Obispo de Huesca), no sucedió así, por desear todos los Electores que el varón más eminente en virtud y santidad que allí había y que era el Maestro Fr. Vicente Ferrer, fuera
el primero (entre los últimos de la etiqueta, o del orden de las Provincias) que emitiese su voto, y que guiase e iluminase con él la conciencia y juicio de todos los demás. ¡Proceder notable y generoso que a muchos de nuestros antepasados, y señaladamente a casi todos nuestros historiadores antiguos, les hizo creer y decir, que fue esto disposición del cielo para declarar, que en aquel juicio intervenía más la voluntad divina, que la razón, la ley y la costumbre; no fundándose por lo tanto esta declaración en solas las letras y humana sabiduría!
He aquí como formuló su parecer y emitió su voto aquel gran Santo:
“Que según lo que podía alcanzar en su entendimiento, los Parlamentos y los súbditos y vasallos de la corona de Aragón, debían prestar su fidelidad al ínclito y magnífico Señor D. Fernando Infante de Castilla, nieto del Rey D. Pedro IV de Aragón, Padre que fue del Rey D. Martín, como a más propincuo varón de legítimo matrimonio, y allegado a entrambos en grado de consanguinidad del Rey D. Martín: y le debían tener por verdadero Rey y Señor, por justicia, según Dios, y en su conciencia.”

Tras de este, hablaron los cinco Jueces siguientes: el Obispo de Huesca, Bonifacio Ferrer, Bernardo de Gualbes, Berenguer de Bardagí, y Frances de Aranda; los cuales dijeron terminantemente y por orden sucesivo, “que se conformaban con el parecer e intención del Padre Maestro Fray Vicente Ferrer.”

Separándose de estos el respetable Arzobispo de Tarragona, se explicó en estos términos: «Que según su entendimiento y lo que con él podía alcanzar, creía y era de parecer, que consideradas muchas cosas, era el Señor Infante D. Fernando más útil para el regimiento de este Reino, que ninguno otro de sus competidores; pero según justicia, Dios, y buena conciencia, juzgaba que el Duque de Gandía y el Conde de Urgel, como varones legítimos
y descendientes por linea recta de varón de la prosapia de los Reyes de Aragón, eran mejores en derecho: y que al uno de ellos, pertenecía la sucesión a la corona del Reino. Pero que por ser iguales en grado de parentesco con el postrer Rey, creía que podía y debía ser preferido aquel de los dos que fuese más idóneo y útil a la República. Y protestaba, que por esto no entendía, ni era su ánimo, hacer perjuicio al derecho que D. Fadrique de Aragón Conde de Luna, tenía al Reino de Tinacria (Sicilia).»

Guillen de Valseca, Diputado también de Cataluña, se conformó con lo manifestado por el Prelado Tarraconense, añadiendo además: «que en el caso indicado por el Arzobispo, de que debía ser preferido aquel que conviniese a la República en igualdad de derecho, tenía por más idóneo al Conde de Urgel, el cual debía ser antepuesto al Duque de Gandía.»

Finalmente, D. Pedro Beltrán, último de los compromisarios, sa abstuvo de votar, y excusó su
proceder con estas palabras: “Que desde el día 18 de Mayo que llegó a Caspe, aunque trabajó lo que humanamente se pudo; en tanta multitud de tratados, alegaciones, y escrituras que se habían presentado por parte de los competidores; no pudo, en tan breve espacio de tiempo, deliberar en ello como se requería, ni discernir la justicia con segura conciencia, ni desenlazar las dificultades que se proponían.”

Tal fue la célebre sesión, que en el día 21 de Junio del año de 1412, dio fin al cargo importantísimo de los nueve Jueces del famoso compromiso de Caspe; pues que en ella se resolvió legal y definitivamente la elección y declaración del Monarca aragonés, llenándose todas las condiciones y requisitos necesarios, que estaban prevenidos y mandados por el solemne acuerdo de Alcañiz.

Inmediatamente se hicieron tres instrumentos de esta declaración, sellando cada uno de los Electores su voto particular, con el proemio v conclusión que redactó de su puño el P. Bonifacio Ferrer; entregándose un ejemplar a cada Reino en las personas siguientes:
por Aragón, al Obispo de Huesca; por Cataluña, al Arzobispo de Tarragona; y por Valencia, al P. Bonifacio Ferrer. Además de esto se testificó un instrumento por dos Escribanos de cada
Reino, hallándose presentes para la formalidad del acto, los tres Alcaides que había en Caspe.
He aquí lo que en él se testificaba y declaraba:
que los Parlamentos y súbditos y vasallos de la corona de Aragón debían prestar fidelidad al
Ilustrísimo, Excelentísimo y Poderosísimo Príncipe y Señor D. FERNANDO INFANTE DE CASTILLA, y a él debían tener por verdadero rey y Señor.
Reservóse, sin embargo, la publicación de esta sentencia hasta que pudiera hacerse con la solemnidad debida ante los Embajadores de los tres Reinos: lo cual tuvo lugar en el día 28 de Junio, cuatro días después de este secreto acuerdo.

XVIII
He aquí como describe Zurita este grande acto, no dudando nosotros en trasladar su curiosa, aunque extensa relación, por el vivo interés que excita, y por los datos importantes que contiene, conformes en todo con los demás Analistas e Historiadores del Reino.

«Hízose un cadalso muy grande de madera, muy alto, cerca de la Iglesia que está en un lugar eminente junto al castillo, a donde se sube por muchas gradas; y estaba adornado de paños de oro y seda. Y había otros tablados muy ricamente aderezados a donde estuviesen los Embajadores de los competidores, y mucho número de caballeros.

Aquel día, siendo de día claro, los tres Capitanes que tuvieron cargo de la defensa y guarnición de la Villa, con igual número de gente de armas, salieron con su gente armada hasta en número de trescientos hombres entre la gente de a caballo y ballesteros. Y estaban muy bien aderezados de sus jaquetones de tapete de belludo y brocado y de muy ricos paños. Y a la postre iba Martín Martínez de Marcilla con el estandarte Real de Aragón.

Estuvieron a la hora de tercia (a las nueve de la mañana) los Nueve en la sala del Castillo y salieron con grande acompañamiento a la Iglesia. Y a las puertas de ella, estaba adornado un altar maravillosamente: y cerca de él, se puso un escaño en el más alto y mejor lugar, y en él se sentaron los Nueve; el Arzobispo de Tarragona, en medio; y a su derecha se sentó Bonifacio Ferrer el primero, el segundo Guillen de Valseca, y el tercero Frances de Aranda. Sentóse a la mano izquierda del Arzobispo, el primero Berenguer de Bardagi, el segundo Fray Vicente Ferrer, y después Bernardo de Gualbes y Pedro Beltrán. Y no se sentó el Obispo de Huesca, porque había de celebrar la misa de pontifical.

A la diestra y siniestra fuera del cancel se pusieron unos escaños a donde se sentaron los Embajadores de los Parlamentos; y en el de la diestra se sentaron los Embajadores de los Reinos de Aragón y Valencia, el primero aragonés y el segundo Valenciano, y por esta orden todos los demás que eran estos: Fray Iñigo de Alfaro, Comendador de Ricla, de la orden de San Juan; Fray Ramón de Cerbera, Maestre de Santa María de Montesa y de San Jorge;
D. Pedro Jiménez de Urrea; Fray Pedro Pujol, Prior de Val de Cristo; D. Juan de Luna;
D. Manuel Díez; Juan Bardagí (hijo de Berenguer); Pedro de Siscar; Juan Doñelfa; Juan
Suau; Juan Sadornil y Pedro Gil.

En el banco de la mano izquierda, se sentaron los Embajadores del Principado de Cataluña, que eran: D. Galceran de Villanova, Obispo de Urgel; D. Francés Clemente, Obispo de Barcelona; D. Juan Ramon Folch, Conde de Cardona; Ramon Lupiá de Bages; Juan Dezplá; y Pedro Grimau.

Dentro del cancel a la mano derecha estaban sentados Domingo La Naja y Guillen Zaora; y a
la izquierda Ramon Fivaller, que fueron los Alcaides a quienes se encomendó la guarda y defensa del castillo de Caspe. Y fuera del cancel a la parte derecha del altar a los pies de los Embajadores de Aragón y Valencia, se sentaron Martín Martínez de Marcilla y Pedro Zapata, Capitanes de la gente de armas de Aragón y Valencia, que tuvieron cargo de la defensa del Lugar. Y a la parte izquierda, Alberto Zatrilla, que fue Capitán de la gente de armas de Cataluña.

Celebró la misa del Espíritu Santo el Obispo de Huesca; y siendo acabada, comenzó el Sermón el Santo varón y Maestro Fray Vicente Ferrer, y tomó por tema de él aquellas palabras del Apocalipsis (al capítulo XIX versículo 7) que dicen:
Gaudeamus, et exultemus, et demus gloriam ei: quia venerant nuptice Agni, et uxor ejus praepararit se.
Alegrémonos y regocijémosnos y demos gloria a Dios, porque vinieron los bodas del Cordero, y su esposa está preparada y ataviada.
Pareció a todos un divino razonamiento, así por la santidad de aquel varón apostólico, como por la solemnidad del acto que se celebraba.

He aquí, según Mariana, el extracto de este notable discurso y curioso documento.
Gocémosnos y regocijémosnos, y demos gloria al Señor, porque vinieron las bodas del Cordero.
Después de la tempestad y de los torbellinos pasados, abonanza el tiempo y se sosiegan las olas bravas del mar, con que nuestra nave, bien que desamparada del Piloto, finalmente caladas las velas, llega al puerto deseado. Del templo (no de otra manera que de la presencia
del gran Dios, ni con menos devoción que poco antes delante los altares se han hecho plegarias por la salud común) venimos aquí a hacer este razonamiento,
(a) Confiamos, que con la misma piedad y devoción, vos también oiréis nuestras palabras.
Pues se trata de la elección de Rey ¿de qué cosa se pudiera más a propósito hablar que de su dignidad y majestad, si el tiempo diera lugar a materia tan larga y que tiene tantos cabos?
Los Reyes están sin duda puestos en la tierra por Dios, para que tengan sus veces, y como Vicarios suyos le asemejan en todo. Debe, pues, el Rey en todo genero de virtud, allegarse lo más cerca que pudiese imitar la bondad divina. Todo lo que en los demás se halla, de hermoso y honesto, es razón que él solo en si lo guarde y lo cumpla. Que de tal suerte se aventaje a su vasallos, que no le miren como hombre mortal, sino como venido del cielo para bien de todo su Reino. No ponga los ojos en sus gustos, ni en su bien particular, sino días y noches se ocupe en mirar por la salud de la República y cuidar del procomún.

(a) Alude al sitio en que predicaba el Santo Apóstol, que según las apuntaciones sacadas del archivo de la villa de Caspe que hemos visto, estaba al lado del evangelio de la gótica fachada de la Iglesia, en el cual se colocó un púlpito provisional frente a la plaza.

Muy ancho campo se nos abría para alargarnos en este razonamiento; pero, pues, el Rey está ausente, no será necesario particularizar esto más. Solo servirá para que los que estáis presentes, tengáis por cierto, que en la resolución que se ha tomado, se tuvo muy particular cuenta con esto: que en el nuevo Rey concurran las partes de virtud, prudencia, valor y piedad que se podían desear.

Lo que viene más a propósito, es exhortaros a la obediencia que le debéis prestar, y a conformaros con la voluntad de los Jueces; que os puedo asegurar, es la de Dios, sin la cual todo el trabajo que se ha tomado sería en vano; y de poco momento la autoridad del que rige
y manda, si los vasallos no se le humillasen.

Pospuestas, pues, las aficiones particulares, poned las mientes en Dios y en el bien común; persuadidos, que aquel será mejor Príncipe, que con tanta conformidad de pareceres y votos (cierta señal de la voluntad divina) os fuere dado.

Regocijáos y alegraos: festejad este día con toda muestra de contento. Entended que debéis al Santísimo Pontífice (que presente está para honrar y autorizar este auto) y a los Jueces muy prudentes, por cuya diligencia y buena maña se ha llevado al cabo sin tropiezo un negocio el más grave que se puede pensar; cuanto cada cual de vos a sus mismos padres que os dieron el ser y os engendraron.
Y luego, según las memorias inéditas de Caspe, concluyó de este modo:
El Rey está ya elegido. ¡Ay del que desobedezca y menosprecie al ungido del Señor!

Acabado el Sermón, leyó el mismo Fray Vicente en voz alta, el instrumento que se había
ordenado. Y cuando llegó al punto en que se declaraba el Infante D. Fernando, el mismo Fray
Vicente Ferrer y muchos de los presentes declarando su alegría con altas voces, dijeron por diversas veces (reparando en cada una con gran silencio):
¡VIVA! ¡VIVA, NUESTRO REY Y SEÑOR D. FERNANDO!
E hincados de rodillas, con diversos himnos y cánticos, daban gracias a Nuestro Señor.

Luego tras esto, los Alcaides del Castillo levantaron un estandarte real delante del altar, y sonaron diversos instrumentos.
Aquel mismo día a la tarde, renunciaron los Nueve el señorío y jurisdicción de aquella villa en el Obispo de Huesca; y este después, en los que antes la tenían.

No fue tan general el regocijo de este acto, que no se hallasen en aquel lugar muchos que tuvieron de él gran pesar y sentimiento. Y aunque el pueblo hacía sus alegrías y fiestas, quedaron algunos maravillados y como atónitos; y no solo estaban confusos, pero públicamente se comenzaron a quejar y murmurar que hubiese sido preferido en la sucesión un Príncipe extranjero. Y este fue tan público sentimiento, que fue necesario que al otro día en la fiesta de San Pedro y San Pablo, Fray Vicente Ferrer en el mismo lugar hiciese un sermón en que refirió:
“Que adonde se trataba del derecho de la sucesión, no había para que se tratase de la calidad de las personas. Porque el Conde de Urgel, de quien algunos tenían compasión o lástima, estaba tan lejos de igualarse con el Rey D. Fernando, que mediante juramento y en la conciencia de sus compañeros, era juzgado y habido por inferior al derecho del Duque de Gandía. Pero que considerada la persona, era el Rey D. Fernando por su madre, natural: y el Conde, Lombardo. Y el Rey, de Padre Rey, de la misma nación que lo eran los Reyes de Aragón; y de tanta dignidad de su persona, que parecía haber nacido para reinar. Que en el valor y ánimo, así entre los suyos como con los enemigos, era tan excelente, que si se hubiese de seguir la costumbre de algunos Pueblos, cuyo gobierno se fundaba en mucha prudencia, no menos hubiera de ser elegido por Rey, que si se declarase por juicio la sucesión.”
Y luego añadió con santa libertad:
que esta alabanza, no podía atribuir al Conde de Urgel; persuadiéndolos, en fin, para que se dispusiesen a recibir con gran voluntad de ánimo a su Rey y señor, como venido del Cielo.

XIX
Por esta extensa y circunstanciada relación de Zurita, se echa de ver claramente, que en
medio de la general satisfacción y alegría que dominaba los espíritus en la gran fiesta y solemnidad de la declaración del nuevo Monarca, hubo también algunos descontentos y quejumbrosos, que no se recataron de manifestar públicamente su desaprobación y sentimiento. Ello es, que San Vicente Ferrer creyó oportuno y conveniente salir a la
defensa de lo determinado, cerno hemos visto, desde la misma Cátedra del Espíritu, recomendando al mismo tiempo la obediencia, la sumisión y el amor al nuevo Rey D. Fernando.
Pero cualquiera que vuelva la vista atrás y medite imparcialmente sobre el estado en que se hallaban los ánimos y los partidos poco antes de declararse oficialmente este grave negocio; seguramente no extrañará nada de todo esto. En un pleito en que contendían seis poderosos litigantes, y solo a uno de ellos había de adjudicarse la rica herencia de todos codiciada ¿podían menos de quejarse y resentirse los cinco restantes, y todos los que con ellos estaban unidos por los vínculos de la amistad de la sangre y del interés; o bien por miras ambiciosas, o por compromisos políticos?

Esto, más que regular, era indispensable que sucediese. Lo que importa saber es si el número de los descontentos de todas estas parcialidades era mayor que el de la generalidad del pueblo aragonés. Pero los sentimientos e intereses de este, como ya se ha visto, estaban por lo más útil, por lo más conveniente, por lo que era más llano y hacedero en estas críticas circunstancias. Puesta así la cuestión, no podrá menos de convenirse, en que eran más los contentos que los descontentos; y mayor el número de los alegres, que el de los
tristes. Nosotros sin vacilar, así lo creemos; porque ni Zurita ni otro historiador antiguo, que sepamos, ha dicho lo contrarío, resultando lo que exponemos de los hechos contemporáneos por ellos explicados.

Cierto es, como ya tenemos manifestado, que San Vicente Ferrer creyó conveniente rectificar el juicio y la opinión de los descontentos en un sermón especial que predicó al día siguiente de la publicación de la sentencia. Pero ¿qué descontento, qué alarma, qué pronunciamiento era este, cuando no se tomó contra él otra medida ostensible que la de predicar un sermón? ¿Puede darse mejor comprobante del poco valor e importancia de tales quejas y hablillas?

La cesación de la guerra civil, la tolerancia garantida por los Parlamentos, y el haberse hecho
en estos la voluntad del País, del único modo que hacerse podía; eran a la verdad motivos justos y poderosos para la alegría y contentamiento general que hubo, y que debía haber.
Lo contrario no era digno del gran nombre del pueblo aragonés, fueran las que fuesen sus afecciones personales: porque la consideración del bien público, y el medio heroico ideado y admitido espontáneamente para este grave negocio, exigían, si era menester, el sacrificio de las mayores afecciones, ya que no el de otros objetos más caros y preciosos.

Por otra parte ¿qué hubiera sucedido si la suerte de las armas resolviera la cuestión?
¿Qué de los fueros y libertades, que eran el ídolo del pueblo aragonés?
Desgracias, enemistades, venganzas y una perturbación sin fin. Por manera que en el estado en que se hallaban las cosas es seguro que cualquiera otra elección que hubieran hecho los Jueces, habría producido mayores males e inconvenientes.
Y sinó, tómese la cuestión como estaba, como existía al tiempo de su fallo y solución; con todas sus ventajas y con todos sus inconvenientes: y no en abstracto y como no existía, o como podía haber existido en sus principios, siquiera fuese justo y conveniente el estado diverso en que pudiera haberse colocado: tómese la cuestión, digo, del modo lógico e indeclinable que existía, y, del cual no pueden sacarla todos los esfuerzos de la metafísica; y
dígase entonces con formalidad si podía resolverse de otro modo, y si no es seguro que cualquiera otra elección habría producido mayores males o inconvenientes. Nosotros, al menos, así lo sentimos.

Si después se alteró el orden y el público sosiego; si faltando a los compromisos contraídos quiso otra vez el Conde de Urgel encender la guerra civil (en que solo tomó parte el reducido círculo de sus fogosos amigos, y algunos rencorosos enemigos del extranjero); esto, que duró tan poco y que terminó con tanta desgracia suya, no explica otra cosa que sus torpes yerros y desacordada conducta, corroborando al mismo tiempo lo que dejamos expuesto.

Fue, pues, en nuestro sentir, un gran beneficio el famoso acuerdo de Caspe: hasta providencial se creyó en aquellos tiempos, y así lo calificaron respetuosamente algunos historiadores antiguos. Y por eso, los ilustres Jueces y nobles patricios, que con sus esfuerzos y abnegación contribuyeron a tan grande obra, merecen muy bien la gratitud de la patria, y que sus nombres sean inscritos indeleblemente en el gran libro de la inmortalidad.


XX
Al celebrar y elogiar nosotros la famosa declaración de Caspe y sus inmediatas consecuencias en el terreno de la práctica, no ha sido, ni es, nuestro ánimo examinarla ni juzgarla aisladamente en el terreno del derecho, con completa abstracción de los grandes poderes y facultades de que se hallaba revestido el Parlamento general del Reino, representado por los nueve Compromisarios, para proveer lo que estimasen más conveniente en justicia al bien del País. Y tanto más, cuanto que nosotros creemos que la importancia del derecho en abstracto, desaparece en gran parte ante la importancia del derecho en concreto; esto es, con sus relaciones y dependencias necesarias.
Esta cuestión práctica, y no académica, es la que tenían que deliberar y resolver los Jueces del castillo de Caspe; debiendo tener presentes para ello todos los datos, todos los motivos, todas las razones, todas las consideraciones, todos los derechos, y levantando mucho la cabeza sobre todo esto, la salud de la Patria, que equivalía aquí a la suprema ley.
En este concepto hemos dicho y sentado que el proceder de los Jueces de Caspe fue, a nuestro modo de ver, recto, justo y acertado, bastándonos para formar este juicio las razones generales que dejamos expuestas; además del buen grado de parentesco del Infante de Castilla, que si no figuraba en primera linea, estaba al menos en la inmediata.

De la otra cuestión teórica ¿qué hemos de decir? ¿Qué utilidad tiene hoy día en la práctica? Dígase en nórabuena, que el derecho de suceder a la corona correspondía a D. Fadrique, o al Duque de Anjou, o al Duque de Gandía, o al Conde de Urgel. (1)

Nada hemos adelantado con esto. La cuestión quedó ya resuelta definitivamente por Jueces
competentes e irrecusables, en favor del Infante de Castilla: pasó ya en autoridad de cosa juzgada.

(1) Aunque, como hemos dicho, nos hemos propuesto no entrar en el examen legal del mayor derecho y más fundadas razones que asistieran a alguno, o algunos de los Pretendientes; no queremos, sin embargo, privar a nuestros lectores de lo que se alegaba en favor de
los dos más principales que eran el Conde de Urgel y el Infante de Castilla, toda vez, que estos dos fueron los únicos por quienes pelearon los partidos, y también los únicos por quienes se decidieron los Jueces de Caspe. Pero en asunto tan grave y delicado como este,
queremos que hable por nosotros el grave y sesudo Jesuita Padre Abarca; el cual, en sus Anales históricos de los Reyes de Aragón, se explica así:

“EL CONDE DE URGEL se mostraba aventajar a todos en el juicio, y más en la voluntad de las gentes, como descendiente da la Casa Real por linea legítima de varones. Y en esto, superior, no solo al Duque de Calabria (Luis de Anjou) y al Infante de Castilla (D. Fernando)
que descendían por hembras; sino también al nuevo Duque de Gandía. Porque si bien ambos eran bisnietos por varonía del Rey de Aragón, pero el Conde lo era de poseedor más inmediato; cuya persona y linea rechazó o postergó de la herencia a las del más remoto.

A esto se arrimaban dos fundamentos de gran peso para los Pueblos: el uno daba ventajas contra el Infante; y era que en Aragón tantas veces se habían excluido las hembras; y su Abuelo del Conde, el Infante D. Jaime, prevaleció ya contra Doña Constanza, hija mayor del Rey D. Pedro el cuarto, que intentó ponerla en la dignidad y derecho de la sucesión. Y no había de ser de mejor condición la hija segunda Doña Leonor, Madre que fue del Infante D. Fernando.

El otro era que las insignias de primogénito se habían dado ya a los Condes de Urgel, como a sucesores de la Corona: como se vio en el Infante Conde D. Jaime, en su hijo D. Pedro, y también ahora en el mismo Conde competidor: aunque por engaño o astucia del Rey D. Martín, no consiguió el uso del gobierno concedido (de Gobernador General del Reino).

Y todo lo más que puede conseguirse con la discusión es hacer problemática la utilidad y conveniencia del fallo supremo que se pronunció en Caspe: y esto a la verdad, siendo una cosa poco justificada, tiene poco interés para la historia, y ni es una lección, ni una enseñanza.

EL INFANTE DE CASTILLA (continúa el mencionado historiador) era nieto por su Madre la Reina Doña Leonor, del Rey D. Pedro el cuarto; y sobrino, hijo de hermana, del último poseedor el Rey D. Martín.
Sus letrados, que eran de gran nombre (así Castellanos como Aragoneses y Valencianos, y sobre todos el Obispo de Plasencia, D. Vicente Arias de Valbuena) tuvieron diestro cuidado en tirar la linea de sus discursos con tal arte y tiento, que no se quebrase en los de sus
competidores. Decían, y bien, que las hembras no heredaban la Casa Real de Aragón: y habían menester decirlo, porque vivía la Reina de Nápoles Doña Violante, hija del Rey D. Juan, la cual heredaría la corona, si fuese capaz de ella.
Decían también, que no la puede heredar el varón por la hembra, porque esta es incapaz por el derecho común y por la sustitución del Reino. Y esta proposición importaba para excluir al Duque de Calabria, que pretendía suceder por el derecho de su Madre Doña Violante, hija, como decíamos, del Rey D. Juan, poseedor más próximo que el abuelo del Infante.
Decían más; que ocupándose el Mayorazgo del Reino por el Rey D. Pedro, quedaron postergados sus tíos y sus hermanas, hasta que se acabasen los varones de su linea, más cercanos a él y al último poseedor. Y así, muerto el Rey D. Pedro, no se hizo caso de los otros varones mayores transversales, y sucedió su hijo D. Juan. Y muerto D. Juan, también se desecharon aquellos, y sus hijas Doña Juana Condesa de Fox y la Reina de Nápoles Doña Violante, Madre de Calabrés, y fue llamado a la sucesión D. Martín hermano del Rey difunto.

Con esta proposición se impugnaban los derechos de los Duques de Gandía y Calabria, y de los Condes de Prades y Urgel. De modo que en solo el Infante concurrían estas dos cualidades; la una, ser nieto legítimo del Rey, que retiró o postergó de la sucesión a los antecesores de los Duques de Gandía, y de los Condes de Prades y Urgel; y la otra, ser el varón legítimo más cercano en sangre al último poseedor, porque era hijo de hermana del Rey de Aragón D. Martín. Y por esto vencía al Duque de Calabria, que era hijo de sobrina; y al Conde de Luna (D. Fadrique), que no era legítimo.

De aquí puede deducirse, cuán enmarañada estaba la cuestión jurídica; cuán sutiles, al mismo tiempo, eran las alegaciones de los abogados; y cuán crespos y obscuros los discursos en que se apoyaban. Por eso estamos enteramente acordes con la opinión, a nuestro parecer juiciosa e imparcial, de este sabio historiador, que en conclusión dice lo siguiente:
los juicios de los más desapasionados resolvían que siendo incierta la justicia de todos los competidores, mereció D. Fernando, por su valor y mesura, la GRACIA DE LOS HOMBRES; y por su cristiandad, LA DE DIOS: el cuál es árbitro supremo de los Reinos, y los da y quita CON JUSTICIA ALTA, y sin dependencia de la vulgar y humana de nuestras Leyes y Glosas.
XXI
Gustosamente concedemos nosotros que había un personaje notable en el País, que aun estando solo en igual grado de parentesco que el Infante de Castilla, tenía en su favor el no ser extranjero, y estar acostumbrado a las leyes patrias, y criado, digámoslo así, a los pechos del amor de los fueros e instituciones de Aragón; lo cual le daba una grande ventaja sobre su adversario el Castellano.
Y lo mismo decimos del Francés Luis de Anjou; y lo propio de D. Fadrique, que aunque como nieto del Rey D. Martín estaba en mejor grado de parentesco que ninguno, era sin embargo un niño de poca edad y no habido en legítimo matrimonio: cuya circunstancia subsanada en cierto modo por la legitimación de su Abuelo y el Papa Benedicto, era no obstante muy reparable para la grandeza y dignidad del Reino de Aragón. Este personaje, pues, a que aludimos, era el Conde de Urgel, el cual reunía en su favor grandes ventajas y calidades
recomendables, que nosotros reconocemos de buen grado.
¿Por qué, pues, este desgraciado Conde no consiguió empuñar el cetro, que por tales y tan
poderosos motivos parece le correspondía y que le estaba indicado? Asunto es este que merece fijar algún tanto la atención.

Desde luego salta a la vista la postergación del Conde y su desgracia, cuando contaba con tantos medios y favorables elementos para haber sido el primero, sino el único candidato para el trono aragonés. Pero joven afable, franco, simpático, de gallarda figura y de ánimo esforzado; faltábanle sin embargo dos circunstancias de sumo precio en personas de su elevado rango, y en la crítica situación en que se hallaba: a saber, discreción y autoridad.
Con la primera, hubiera acertado a elegir y rodearse de sabios, fieles y prudentes consejeros, que si en todos tiempos son convenientes y necesarios, en épocas de revueltas y de intrigas políticas, vienen a ser de absoluta necesidad y conveniencia. Con la segunda, hubiera tenido constancia, firmeza, y resolución en sus juicios, y no hubiera sido victima de la bajeza y doblez de los aduladores, y de la violencia y arrebato de los exaltados y comprometidos.

Desgraciadamente entrambas faltas, y sus inmediatas consecuencias, se dejaron ver y sentir demasiado en todos los actos de su vida política. Teniendo en su favor la opinión de la gran mayoría de Cataluña; una parte principalísima, si no la mayor, de Aragón; y un partido aun más pronunciado y numeroso en Valencia, ¿a quién le ocurre herir sin necesidad los escrúpulos legales de sus amigos, y dar armas con ello a sus enemigos?
¿A quién le ocurre principiar por el desafuero y el desacato?
Así fue, que despreciando las leyes y las prácticas del País (que él aspiraba a regir) se declaró él mismo, y por su propia autoridad, Gobernador general del Reino, descontentando con este acto temerario e imprudente la gran probidad política y rígidos principios del célebre Parlamento Catalán, que estaba en su devoción, y de todos los demás Parlamentos legítimos. Y a esta falta cometida en los principios de la contienda, aun hay que añadir otra, que sentó muy mal a los Parlamentarios de Barcelona; la de desobedecer la providencia tomada por estos, de que ningún Pretendiente se aproximase a la Capital a la distancia de diez leguas.
Este proceder del Conde, ¿era cuerdo? ¿era político? ¿era legal? ¿le era conveniente?

Pues agréguese a esto el sacrílego asesinato del Arzobispo de Zaragoza por D. Antonio de Luna su grande amigo; y la pública y decidida protección y amistad que siempre le dispensó, haciéndose sospechoso, cuando menos, de culpabilidad en aquel atentado: (1)
Agréguese el levantar tropas en el Principado y conturbarlo con ellas y las extranjeras de la Gascuña, que hizo entrar en nuestro territorio para sostener su causa con las armas, cuando el Parlamento general de Calatayud determinó, que no por ellas, sino por el acuerdo pacifico y legal de la Congregación general de los Estados, se había de resolver esta gran cuestión: agréguese el increíble proyecto de una monstruosa alianza y confederación con Juzef Rey moro de Granada, cuyos comprobantes fueron vistos y leídos en el Parlamento de Alcañiz, más con lástima y compasión que con temor y sobresalto; y agréguese, en fin, el torpe empeño de formar un Parlamento en Mequinenza tomando el nombre del de Aragón; de cuyo proyecto se culpa al Conde, o cuando menos, recae contra él la responsabilidad de este acto por él tolerado y consentido; absurdidad que salta a la vista, puesto que muchos amigos del Conde, que entonces se hallaban en Mequinenza para combatir al Parlamento de Alcañiz, se hallaron antes en Calatayud para designarlo y nombrarlo; agréguese todo esto, digo, (sin otras cosas que por no alargar más, omitimos) y se verá, sí tales faltas, si tales desatinos, si tales golpes innecesarios podían menos de perjudicare en extremo, de enajenarle muchos corazones y voluntades, y de arruinar el buen éxito de su causa, harto difícil y complicada de suyo.

Aun en la hipótesis de ser violento y revolucionario, no supo verlo el Conde de Urgel. Si no
había de atender y gobernarse por el medio legal, tan cuerdamente convenido y determinado en Calatayud, ¿por qué no protestaba contra él (siquiera fueran sutiles e improcedentes sus protestas), y no lo confiaba todo a la suerte de las armas?
¿Qué significaba ese sistema mixto de violencia y legalidad, de fortificarse y hacerse el grave con las armas, y asirse al mismo tiempo a la acción y poder de los Parlamentos?
Nada más que desvirtuarse e inutilizarse en ambos terrenos, sin sacar partido ventajoso de ninguno.

(1) El monumento que consagró la villa de Caspe a la memoria de un lance notable ocurrido a San Vicente Ferrer, prueba también de un modo muy especial la parte activa que tuvo el Conde de Urgel en la muerte del Arzobispo de Zaragoza. He aquí como en sustancia lo refieren las crónicas manuscritas de aquel Pueblo:

Disuelto el Parlamento general después de la solemne publicación de la sentencia en favor del Infante de Castilla, dirigíase San Vicente Ferrer al Lugar de Peñalva, distante de Caspe como unas cuatro leguas, cuando a las dos que llevaba andadas le salieron, a la revuelta de una
cuesta, algunos partidarios del Conde de Urgel, con ánimo de ejecutar en su persona una inicua venganza, por lo mucho que contribuyó con su gran prestigio a la elección del Infante de Castilla para la sucesión de la Corona de Aragón.

Con que mal Fraile, le dijeron. ¿Tú eres el que has quitado la Corona al Conde de Urgel, que por derecho le correspondía?
A cuyas terribles palabras, que seguramente presagiaban una inmediata catástrofe, contestó el Santo con la tranquilidad y valor de su recta conciencia:
Dios y el Conde saben los motivos por los cuales el tribunal se ha separado de su causa; y el deber no me permitía a mí obrar de otro modo. ¿Podía nunca en ser buen Rey y dar vida a su Nación, el que fue causa de la muerte injusta y violenta de un Príncipe de la Iglesia?
Absortos y sobrecogido con esta respuesta, cambiaron al punto de propósito, y no le impidieron seguir su camino.

Esto es lo que dicen los mencionados apuntes; a los que aun añade la tradición: que figuró en esta escena el mismo Conde de Urgel. No lo creemos inverosímil, porque a pocas leguas de distancia se hallaba el Pueblo de Mequinenza, en donde, como es sabido, estaban guarecidos
en su fuerte castillo sus íntimos amigos D. Antonio de Luna, D. Pedro Ruiz de Moros,
D. Artal de Alagón, y otros notables personajes de aquel intruso Parlamento. Pero sea de esto lo que quiera, es lo cierto que el pueblo religioso de Caspe quiso perpetuar este suceso levantando una hermosa y alta cruz de piedra, que aún existe en aquel mismo sitio, dándole el nombre de la cruz de la Cuesta de San Vicente.

Verdad es también que en el bando opuesto al del Infante, hubo así mismo algo de aquel proceder teniendo buen cuidado su jefe oculto de no sonar activamente en las deliberaciones públicas; pero siempre el principio fundamental de su política fue la acción de los Parlamentos, la legalidad y fuerza de los Parlamentos. Y fuerte y consecuente con esta sabia táctica, le era ya fácil cohonestar o hacer desaparecer sus faltas y extralimitaciones.

Así siguió el desacertado Conde, hasta que la célebre Congregación de Caspe le abrió los ojos y le hizo conocer en donde estaba el verdadero poder de la Nación, en donde estaban sus opiniones y sentimientos y en donde realmente estaba la cuestión.
Pero este conocimiento érale ya extemporáneo y tardío. Si antes hubiera previsto este caso y obrado en este sentido; si los Parlamentarios de Mequinenza se hubieran unido a los de Alcañiz, contribuyendo el Conde ostensiblemente a esta buena obra; si al mismo tiempo hubiera trabajado para que los de Valencia hubieran hecho lo mismo, zanjando así las dudas y dificultades que sobre la legitimidad de entrambos Parlamentos existían (siquiera fuesen mayores y más fundadas las del Parlamento últimamente trasladado a Morella); si todo esto hubiera hecho el Conde; acaso hubiera ganado mucho terreno y sacado mejor partido. Los tres votos que faltaron en la elección al infante de Castilla, quizás se hubieran aumentado: y ya es sabido, que uno solo que este hubiera tenido de menos, no habría resultado elección, puesto que solo tuvo para ella los seis absolutamente necesarios, contándose entre estos uno por cada Provincia, como así estaba determinado.

Pero no supo abrir los ojos a tiempo, ni descubrir la clara luz que de si arrojaban los sucesos. Los Parlamentos de Valencia, a los cuales se había dado orden de admitir para el grande acto de la elección de los nueve Jueces (si antes se convenían y acordaban entre sí), estuvieron negociando y aproximándose trabajosa y estérilmente: hasta que viendo al fin que el negocio se iba a terminar sin su anuencia, concurrieron precipitadamente por medio de sus Embajadores, a la elección propuesta de los Nueve (que tuvo lugar en el Parlamento de Tortosa), con escaso mérito y fruto para su objeto.

Demás de esto, ni el Conde con su actividad estérilmente guerrera, ni el Parlamento de Mequinenza con su inútil obstinación, no hicieron otra cosa que seguir, sin cejar, en su mal camino, hasta que por último vieron minada la existencia de su causa por la célebre Congregación de Caspe. Y entonces, vano empeño, vinieron a reconocer la legitimidad y autoridad de este Parlamento general, para desentenderse después de ella, y concluir de precipitarse en el abismo de sus propios yerros y desaciertos.

¿Qué extraño es, pues, que el Conde de Urgel perdiera una corona, que él mismo hacía saltar de su cabeza? ¿Qué extraño es que los recios y justificados Jueces de Caspe, viesen grandes peligros en adjudicársela en vista de lo expuesto, en vista de su deplorable conducta, y de la confusión y laberinto en que había sumido al País?
Y por otra parte: ¿tenían culpa de que el último Monarca recomendase tan altamente en Barcelona la candidatura de D. Fernando? Y si el Rey D. Martín tuvo intención secreta, como se supone, de que el Parlamento general propusiera a D. Fadrique cuya idea tenía él empacho de manifestar, ¿podían los de Caspe destruir el tenor de unas palabras formales y muy explícitas, con la interpretación gratuita y desautorizada que hubieran hecho de la opinión secreta del Rey?
Todo, pues, depone y aboga por los probos Jueces de Caspe, y todo acusa y hace culpable la torpe política del Conde de Urgel y sus amigos.

La expresada manifestación del Rey D. Martín, fue seguramente el golpe de gracia, que ya en los principios recibiera su infortunada causa. Pues bien; era capital e interesantísimo, el desvirtuar hábilmente la impresión de tan infausto golpe. Debiera por lo tanto, haberse rehabilitado el Conde ante el público: y para ello, haber procurado ponerle en relación íntima y contacto inmediato con las personas más notables e influyentes de aquella época, ofreciéndoles sinceramente las justas y apetecidas garantías que pudieran haberles interesado en su causa.

Si, pues, con tacto, habilidad, y tesón hubiera dado este paso; y si con él hubiera alcanzado el valimiento y apoyo del Papa Benedicto, del Gobernador de Aragón, del Justicia Mayor y de Berenguer de Bardagí; tenemos nosotros casi por cierto que hubiera asegurado su empresa: porque la gran fama y extraordinario prestigio que estas notabilidades tenían en las tres Provincias de Aragón, hubieran impreso, con su conducta, otra marcha y dirección a los negocios públicos y a las condiciones de los partidos; los cuales, por desgracia, estaban vivamente agitados y enconados, en las principales personas del País, desde el tiempo no remoto de la Unión. Y por lo mismo era preciso y conveniente emplear, en tan graves circunstancias, remedios heroicos; el tino y prestigio de aquellas eminencias.
No se hizo así; siguieron éstas el partido opuesto; cometieron aquellas (las del Conde) las faltas y yerros que hemos visto y palpado; y he aquí la verdadera causa, la causa eficiente y poderosa, por la cual, a pesar de tantas probabilidades, se hizo improbable el que aquel Príncipe sin ventura no fuese aplastado por las circunstancias, superiores de mucho a su genio; y por consiguiente imposible, el que lograse empuñar el Cetro aragonés. Notable y elocuente lección, para los que fían a medios torpes y reprobados la causa de la justicia, que ellos suponen de su parte.

XXII
Nos hemos ocupado poco hasta ahora de los demás Pretendientes y aspirantes a la Corona, porque la lucha que surgió entre ellos se limitó, como se ha visto, a solos los dos de que hemos hablado. Sin embargo, la importancia e integridad de este asunto exigen que ya que no nos detengamos a tratar de ellos expresa y detenidamente, demos y presentemos, siquiera, sus nombres respetables, y los títulos nobilísimos que los distinguían.

El primero en el orden que adoptamos era D. Fadrique de Aragón y Sicilia, hijo natural de
D. Martín de Sicilia; y este, hijo legítimo del Rey D. Martín, último poseedor de la Corona, de cuya sucesión se trataba: esto es, nieto del Rey D. Martín.

El segundo, Luis de Anjou, Conde de Guisa y llamado también Duque de Calabria, hijo de Doña Violante, la cual fue hija del Rey D. Juan, hermano del Rey D. Martín: esto es, nieto de D. Juan.

El tercero, D. Jaime de Aragón, Conde de Urgel, hijo del Conde D. Pedro, y este del Infante
D. Jaime, hijo tercero del Rey D. Alonso el IV: es decir, bisnieto en linea recta de varón de Alonso IV; y además casado con la Infanta Doña Isabel, hija de Pedro IV el Ceremonioso y hermana del Rey D. Martín.

El cuarto, D. Alonso de Aragón, Duque de Gandía y Conde de Ribagorza, hijo del Infante
D. Pedro; y este, hijo legítimo del Rey D. Jaime II el Justo: tío, por consiguiente, de los últimos Reyes hermanos, D. Juan y D. Martín.

El quinto, D. Fernando Infante de Castilla y Príncipe de Antequera, hijo del Rey D. Juan I de
Castilla y de la Infanta Doña Leonor, hermana de los últimos Reyes de Aragón D. Juan y D. Martín: o lo que es lo mismo, sobrino de estos.

El sexto, D. Juan de Aragón, Conde de Prades, hermano segundo del Duque de Gandía; cuya pretensión reprodujo después de la muerte de su hermano, que murió de vejez y de disgustos, poco antes de la famosa batalla de Murviedro.
Y a esta pretensión se añadió la del hijo primogénito del Duque de Gandía, llamado Alonso II de Aragón.
Pero lodos estos pretendientes del Ducado de Gandía hicieron poco ruido y tuvieron pocos protectores, no obstante su buen grado de parentesco.

Tales eran los augustos personajes que se presentaron para competir el derecho a la Corona de Aragón, y tales los títulos respetabilísimos con que contaban.

Natural era, y estaba muy puesto en su lugar, el gran tesón y empeño con que todos y
cada uno de los Pretendientes trabajaban por ceñirse la corona de la célebre Monarquía aragonesa, tan poderosa y afamada en aquellos tiempos, y sin duda alguna la más hermosa y envidiable de toda la Europa.

Componíanla entonces, el Reino de Aragón, el Principado de Cataluña, las Islas Baleares / Reino de Mallorca / y el Reino de Valencia; y luego las Islas de Cerdeña, de Sicilia y de Malta.

Pero lo que le daba aun más fama y renombre era lo que con gusto vamos a exponer: la sabiduría de sus leyes e instituciones, a cuya altura no había llegado en aquel tiempo ningún Gobierno conocido; la gravedad, constancia, franqueza e independencia de carácter de sus naturales; su grande amor a la Religión y a la Patria (medio único de hermanar el orden con la verdadera libertad, y sin el cual en vano se intentaría al presente); y por fin, su gran poder marítimo y terrestre.
El conjunto de lodos estos bienes y circunstancias favorables, y la admirable unidad y fuerza que de todas ellas resultaba (y por las cuales en quinientos años de existencia no bamboleó, ni se alteró nunca su forma de Gobierno); todo esto, digo, lo hacía un Reino feliz, poderoso,
respetable, objeto de admiración de todos los Pueblos, y blanco de los deseos y esperanzas de las ilustres personas que a la sazón compelían justamente esta rica herencia, con los títulos respetabilísimos que dejamos expuestos.
Pero siendo tan dudoso y casi igual el derecho en algunas de ellas, y teniendo en cuenta ciertas opiniones y principios en punto a legislación, usos y costumbres del Reino; fácil es conocer la gran complicación que por esta parte presentaba la cuestión dinástica, y la autoridad y licencia que daba por la otra para elegir y echar mano de aquel que los Jueces tuvieran a bien.

Por eso el Rey de Francia, fundado únicamente en los grados de parentesco del Duque de Anjou, y movido por las continuas instigaciones de la Reina de Sicilia Doña Violante, trabajó e insistió tenazmente, a una con ella, para que se prefiriese a su recomendado; aunque la calidad de ser extranjero (y no como los de las Provincias de España), junto con el concurso de los otros pretendientes del País, hizo que te desestimase sin vacilar su demanda, así como la extraña recusación que entrambos hicieron de cuatro Jueces importantísimos del Parlamento general de Caspe. Y pretendían en virtud de ella que los cinco Jueces restantes, eligiesen otros en lugar de los cuatro, que tanta pena les daban; y eran el Obispo de Huesca, Bonifacio Ferrer, Berenguer de Bardagi y Francés de Aranda.

Pero aun fue más chocante que el Obispo de Urgel y el Conde de Cardona, con otros varios
Diputados disidentes del Parlamento de Tortosa, abundasen en los mismos deseos y trabajasen en el mismo sentido, después que la mayoría de aquella Congregación resolvió ya legal y definitivamente la elección de los Nueve: por cuyo motivo desechó enérgicamente esta apasionada e improcedente gestión, lo mismo que la del Rey de Francia y de la Reina Doña Violante.

El Infante de Castilla tuvo en su favor, como ya hemos notado, la solemne y explícita manifestación del Rey D. Martín; y aunque afirman algunos que llevaba en ello un pensamiento oculto en favor de su nieto D. Fadrique, nadie duda de que si prescindimos de este hecho obscuro y poco justificado, prefería decididamente al Infante de Castilla sobre el Conde de Urgel.

¿Pudo explicarse más claro en el notable discurso que pronunció en Barcelona?
He aquí sus palabras textuales, que hemos tomado de Mariana, y de que no debemos prescindir en esta disertación:
«El Duque de Gandía y el Conde de Urgel, dijo, de más lejos nos tocan en deudo; y lo mismo puede decirse del Duque de Anjou. En más estrecho grado está el Hijo de mi hermana (esto es D. Fernando hijo de Doña Leonor), que el nieto de mi hermano. .. Conforme a esto yerran los que para tomar la sucesión ponen los ojos en los primeros Reyes D. Jaime, D. Alonso y D. Juan, dejándome a mí, que al presente poseo la corona, y cuyo pariente más cercano es Doña Leonor mi hermana de Padre y Madre, y después de ella su hijo el Infante D. Fernando; cuyo derecho e igualdad, fuera razón apoyar y defender, pues que a los otros Pretendientes se adelanta en prendas y partes para ser Rey» (1)

(1) Además de este incidente notable promovido por el Rey D. Martín, hay también otro que sino tan importante, es, cuando menos muy curioso y significativo.
Estando el Infante de Castilla en el cerco de Antequera, hízole el Rey D. Martín varias instancias para tener una entrevista con él; la que no pudo efectuarse por las urgentes ocupaciones del Infante con motivo de la guerra que tan felizmente hacía a los Moros, señaladamente en el sitio y conquista de aquella plaza importantísima de Andalucía.
Su objeto era (según escribe el Castellano Albar García de Santa María, persona muy allegada al Infante D. Fernando), manifestar al mismo, que pues no tenía hijo legítimo para que después de sus días sucediese en el Reino en su lugar; él conocía que no le quedaba por pariente más propincuo que el Infante D. Fernando: y pensaba dar orden en aquellas vistas para que después de su día sucediese en el Reino, y quedase así declarado.
Ello es, que desde entonces en adelante, tomó ya el Infante con grande empeño el grave asunto de la herencia del Reino de Aragón. Y después de haberlo examinado y consultado
con muy famosos letrados, se decidió a formalizar la aceptación y requerimiento de estos Reinos; lo que no deja de ser muy chocante y arrojado. Como si no estuviera mas que en esto, (dice oportunamente Zurita) el adquirir el señorío de tierras y Provincias que tanto costaron
de conquistar.

Esto fue lo que le oyeron decir Guillen de Moncada, que abogó al Rey en favor del Duque de
Anjou, Bernardo Centellas por el Conde de Urgel, y Bernardo Villalico por el Duque de Gandía, puntualmente cuando estaba celebrando D. Martín sus últimas bodas con la elegante Doña Margarita de Aragón, nieta del Conde de Prades: cuya plática, que cundió y se divulgó rápidamente por la Ciudad y todo el Reino, acreditó, y benefició en gran manera la causa de D. Fernando, con notable perjuicio de todas las demás.

He aquí, pues, al pie de la letra este singular documento, el cual aunque no sabemos se emplease formalmente en gestión alguna, debe no obstante figurar en esta Memoria.

Yo el infante D. Fernando de Castilla, señor de Lara, duque de Peñafiel, e conde de alburquerque e de Mayorga. e señor de Castro e de Haro; fago saber a vos los prelados, condes, ricos hombres e caballeros que conmigo estades en esta villa e real de Antequera en
guerra de los moros; que yo só el más propinco pariente e heredero legítimo de la corona o casa real de los reinos, principados, ducados, condados, señoríos, villas, e tierras, e bienes raíces e muebles de Aragón, e pertenécenme por derecho como entiendo declarar a su tiempo e lugar ante quien e con derecho debo, e cada e cuando que fuese pedido e fuese dello requerido. E por ende Yo en estos e por estos escritos e público instrumento en forma de mi derecho e de la Verdad, a vos e a todos los otros a quien atañe e atañer puede, e a los dichos reinados, principados, ducados, señoríos, islas e tierras de Aragón, declaro mi corazón a intención, e publícola e notifícola: e fago saber que yo acepté e acepto la dicha herencia, e los reinos de Aragón, e de Valencia e de Mallorcas, e de Sicilia que se llama Trinacria,
e condado de Barcelona, e todos los otro ducados, e condados, e señoríos, e islas, e tierras, e bienes raíces e muebles, que la dicha Corona o Casa Real tovo e tiene, le pertenece e pertenecer pudiere en cualquier manera. Por cuanto su herencia e todo lo susodicho
pertenece a mi así como a pariente suyo más próximo de la dicha Corona o Casa Real e su heredero universal en todo lo sobre dicho. E por ende, Yo requiero una o dos, o tres veces con el mayor afincamiento que puedo e debo de derecho, e en la mejor manera e forma que debo a todos los perlados, duques, condes, vizcondes, nobles, caballeros, gobernadores, e a los jurados, cónsules, e justicias, e a todas las ciudades, villas e lugares de los dichos reinados e tierras de Aragón, que me entreguen la dicha herencia e me den la posesión della natural, e civil, e realmente, e con efecto, como yo so presto e aparejado de la recibir por mi persona misma cuanto más aina yo pudiere, e de enviar mi procurador con mi poder bastante para todo ello. E por cuanto yo estove a esto en aquesta guerra que los moros enemigos notorios de la Santa Madre universal Iglesia, e de la Santa Fé católica, e de todo el pueblo cristiano, e el rey de Castilla e de León mi señor e hermano dejó esta guerra acordada, e comenzada, e
aparejada de tesoros e diversos pertrechos e bastidas, e me dejó por tutor del rey mi señor e sobrino su hijo (fijo), regidor de los sus reinos, a mí fue e es forzado, por el deudo que con él tove, e por la fialdad e lealtad que debo al rey mi señor e mi sobrino, su fijo, e por la carga de la tutela, o requirimento de los sus reinos que del tengo, continuar la dicha guerra; e por ende no puedo tan cedo partir de aquí para ir a los dichos reinados, principados e ducados e condados, señoríos, islas, e tierras de Aragón, sin gran detrimento del dicho señor Rey, e mío, e de los fieles cristianos que aquí están conmigo perseguidores de la seta e Alcorán de Mahomed, e punadores de la ley de Jesucristo. Por ende. Yo ante vosotros, como ante nobles e honestas personas, fago la dicha declaración, e aceptación, e requirimiento: e protesto, una, e dos, e muchas veces mí derecho, e de los mis legítimos herederos ser en salvo a todas las cosas. E cuan cedo e más aina pudiere en el nombre de Dios partir, e ir a las partes de Aragón, e intimar, o notificar, e facer la dicha aceptación, e requirimento, e protestación, si menester fuere, e otra vez aceptarle, e facer el dicho requirimiento e protestación de nuevo por mi persona, e facer cerca de todo lo sobredicho e cada cosa de ello, todas cosas que heredero legitimo o verdadero debe facer o cumplir de derecho e de fecho. E desta aceptación, e requirimiento, o pedimento, e protestación que aquí ante vos fago, ruego e mando a
vosotros que me seades dello testigos; e a los escribanos que me lo deu (den) signado, una e muchas veces, e cuantas menester me fuere, para guarda de mi derecho, e de los míos.
Que fue fecho en el Real de sobre la villa de Antequera, a Martes treinta días del mes
de Setiembre, año del nacimiento (uncimiento) de nuestro Salvador Jesucristo de
mil e cuatrocientos e diez años. Testigos que a ello fueron presentes los Mariscales Diego Sandobal, e Pedro González de Ferrera, e Frey Juan de Sotomayor gobernador del Maestrado de Alcántara; e el doctor Alfonso Fernández del Castillo, e Fernán Vázquez, chanciller
del dicho señor Infante.»

XXIII
Publicada ya en Caspe la sucesión a la corona de estos Reinos en favor del infante de Castilla, salieron al punto Embajadores de las tres Provincias para recibir al Rey, que estaba en Cuenca, ciudad limítrofe de Castilla y Aragón: y con ellos fueron para informarle del estado del Reino y de sus usos y costumbres, el Justicia Mayor y Berenguer de Bardagi.

El Rey, después de haberse detenido unos días para ordenar las cosas de Castilla, vino a Aragón a primeros de Agosto, acompañado de sus cuatro hijos y dos hijas (de los cuales D. Alonso y D. Juan le sucedieron en la corona,) y de los sobredichos Embajadores del Reino, dos por cada uno de los cuatro Brazos. El 5 de dicho mes llegó a Zaragoza; y convocadas en seguida las cortes para el 25 del mismo, juró los fueros del Reino, y fue jurado por los Aragoneses, si bien (dijo galantemente) no había para que recibir juramento de fidelidad, de los que con tanto valor habían sabido defenderla. A esta jura asistieron D. Alonso Duque de Gandía, en persona; y por medio de Procurador, a causa de su menor edad, el Duque de Luna D. Fadrique de Aragón. El Conde de Urgel se excusó por enfermo.

Después de estas Cortes de Zaragoza, pasó el Rey a Lérida, en donde juró también los usages y costumbres del Principado. Recibió aquí a los Embajadores del Conde de Urgel, los cuales en su nombre le prestaron obediencia y fidelidad; pero no quiso ratificarla el Conde, por los perniciosos consejos de sus exagerados amigos, y en especial por los de su terca y obstinada Madre, que no cesaba de instarle para que levantase bandera, concluyendo siempre sus amonestaciones con esta su idea dominante: ¡Hijo!, o Rey o nada.

Este ciego y torpe consejo, nacida de un amor exagerado y mal entendido y de un orgullo soberano y desalentado, que no queriéndose conformar con la dura ley de la necesidad, solo podía conducirle a una desgracia y ruina completas; puso al débil y ligero Conde en el compromiso de empuñar de nuevo las armas: y aunque esto lo hizo con brío y desesperación (para lo cual no le faltaban valor ni fortaleza), le fue del todo punto imposible resistir y hacer frente a la gran superioridad de las fuerzas del Rey con la marcada inferioridad de las suyas y debilidad de su aislamiento. Por fin, viéndose derrotado y perdido cometió la última de sus faltas e imprudencias, que acabó de arruinarle del todo. Consistió esta en encerrarse en el castillo de Balaguer; y como era de esperar, fue atacado y batido por el Rey, rindiéndose entonces a discreción el por siempre desventurado Conde.

Concedióle el Rey el perdón de la vida, pero no el de su libertad, que perdió para siempre
en el encierro de varias fortalezas.

La primera que ocupó, fue la de Lérida; y de allí salió escoltado con tropa para la de Ureña
en Castilla.

Al llegar a Zaragoza, creía el Conde que le dejarían en aquella Ciudad; más viéndose defraudado en sus esperanzas, se entregó ciegamente al dolor y desesperación. Viósele entonces hacer los mayores esfuerzos para arrojarse a la muerte desde la acémila en que iba montado, para no sufrir tamaña afrenta ante un Pueblo que le había querido, y para que su prolija prisión no deshiciese a pedazos y pausadamente su amarga existencia.

¡Que a más no alcanzan, en tales casos, los vanos recursos de la pasión de los Grandes!

Este espectáculo triste y lamentable de las vicisitudes humanas; este doloroso ¡ay de los vencidos!, que tanto lastimaba al Conde; hirió y conmovió la sensibilidad del Pueblo Zaragozano. Verdad es que el desterrado había cometido graves faltas y yerros sin cuenta, ya por su indiscreción, ya principalmente por la de sus perniciosos amigos. Pero en medio de esto, veíase en él a un vástago de los Príncipes de Aragón, que sin dichas causas, tal vez habría entrado de otro modo en la Corte ilustre de sus Abuelos, y del último Rey su tío
D. Martín.
Y ahora en la flor de la edad y de la hermosura, que tanto lo distinguían, se le veía entrar y pasar de largo por las calles y plazas de aquella Corte; arrebatado por extranjeras tropas, atado y asegurado a un vil rocín, manchada su barba y sus mejillas con las lágrimas de sus ojos y el polvo del camino, confuso y desordenado su cabello, y pintadas en su semblante las ansias y las manías de su turbada razón.
¿A quién no conmoverla este triste espectáculo?
¿A quién no haría saltar lágrimas de compasión?

Pero tal es la índole miserable de los mortales: cuando se trata de dar rienda suelta a las pasiones, todo se presenta gratamente al revés. Entonces no se ven, ni se oyen, ni se prevén, estos funestos e indeclinables resultados y accidentes, cuya memoria y consideración fueran a su tiempo tan saludables y oportunas; y después, un dolor y un arrepentimiento tardíos, vienen a dispertar inútilmente del letargo.
Si esto hubiera tenido presente su orgullosa e imprudente Madre, cuando en sus arrebatos aristocráticos decía al Conde su hijo, que o Rey o nada, lo cual creía él con harta ligereza y liviandad; no hubieran tenido lugar estas escenas sensibles, pero indispensables para la tranquilidad y sosiego de los pueblos, cuya justicia y conveniencia hacen necesario el condigno castigo de los delincuentes, con tal que no degenere este en crueldad y fiereza.

Por fin, el desgraciado Conde, después de haber saboreado contra su voluntad las heces amargas de su horrible situación, fue trasladado de Zaragoza a Ureña; de aquí, al Alcázar de Madrid; luego otra vez a Ureña: después, a Castro Torafe; y últimamente a San Felipe de Játiva, donde murió en el año 1426. ¡Así pasó y terminó su vida borrascosa el infortunado Conde de Urgel, a quien todos los historiadores han calificado, falto de consejo y de ventura.

Su íntimo amigo y mal consejero D. Antonio de Luna, que pudo evadirse de prisiones por no
haberse encerrado en Balaguer; anduvo errante y fugitivo por Cataluña y el Rosellón, hasta que la cólera y el despecho que formaban su avieso carácter le abrieron en Mequinenza las puertas del sepulcro pocos años después. De este modo trágico y desgraciado se espían las faltas en política (ya que omitamos las de otro género), y el loco empeño de colocarse siempre en situaciones violentas y desesperadas.

XXIV

Sosegados ya los ánimos y tranquilo el Reino en todo el ámbito de la Monarquía, así como en el de Cerdeña y Sicilia, dedicóse el Rey D. Fernando al afianzamiento de la paz, del orden y de la moral pública; aunque tomando algunas providencias severas con varias cosas principales de Jefes de la rebelión, cuya desgracia pudieran estos haber evitado, pues que había partido el Rey de la base del perdón y del olvido, establecida y recomendada ya por los Parlamentos. Y tan empeñado estaba en este loable propósito, que hasta llegó a ofrecer al Conde de Urgel el casamiento de su hijo el Infante D. Enrique con la hija mayor del
Conde, dándole la villa de Montblanc con el título de Duque, y 50,000 florines de oro; y al Conde y su mujer y su madre, 6,000 florines de pensión anual. Y no fue esta oferta solo de palabra, sino que se acordó y firmó así formalmente en Lérida y Barcelona por D. Fernando y los mencionados embajadores del Conde, en virtud de un convenio o tratado que se celebró al efecto.
¿De quién es la responsabilidad de la desgracia que al Conde y sus allegados sobrevino después?
Pero sigamos la marcha de los sucesos.

La Monarquía aragonesa, no menos que toda la España y que toda la Cristiandad, hacía ya mucho tiempo que sentían la grande calamidad de un cisma espantoso, que atacando y destruyendo (si bien momentáneamente) la sublime y santa unidad de la Iglesia Católica en la legítima sucesión del Vicario de Cristo, tenía contristados los ánimos, conturbadas las conciencias, divididas las opiniones y lastimados en gran manera los intereses espirituales del Pueblo cristiano.
Faltábale, en una palabra, el conocimiento seguro de su verdadero y único pastor.
¿Qué hacían los Reyes de esta Comunión en tan lamentable estado?
¿Cómo no se unían y confederaban entre si para evitar este mal y alcanzar su remedio oportuno?
¿Se podía seguir de este modo sin que bamboleasen o cayesen por tierra los tronos y las sociedades, puesto que se socavaban los cimientos en que entrambos descansan?

Por eso el Rey D. Fernando, que lo reconocía en alto grado, y que deseaba ardientemente extirpar tan grave mal; dedicóse, luego que pudo, a emplear todos los medios que estaban a su disposición para extinguirlo del todo. Así es, que avisado por el Emperador de Alemania y Rey de Romanos Segismundo, de que deseaba tener una formal entrevista con él para tratar seriamente de cortar este gran cisma (cuyo asunto ocupaba toda la actividad y celo de tan
religioso Príncipe); pasó a Perpiñan, que era entonces de Aragón, a conferenciar y deliberar con el Emperador, llegando a aquella ciudad en los primeros días de Setiembre del año 1415, y habiéndolo hecho ya antes el Papa Benedicto.

Pero desgraciadamente no pudo sacarse de éste partido alguno: ni la amistad del Rey, ni los ruegos importunos de todos, ni las grandes promesas, ni las poderosas razones que le alegaron los dos Monarcas y sus embajadores con los enviados por el concilio de Constancia, a la sazón congregado para concluir con el cisma; nada de esto bastó, ni hizo mella alguna en el ánimo altivo y voluntad irrevocable de este terrible Aragonés.
Siete horas consecutivas estuvo hablando en una sesión, para probar, a su modo, el derecho y legitimidad de su autoridad pontificia, sin dar muestra alguna de cansancio ni fatiga, a pesar de los ochenta años de edad que tenía entonces (1).
Por fin, rendidos todos y faltos de fuerzas físicas para continuar oyendo a tan potente discutidor (a quien aun sobraban bríos para seguir hablando de lo que no era objeto de
la cuestión, pues que solo se trataba de la necesidad indeclinable de la renuncia de los tres Competidores); concluyeron requiriéndole e intimándole, que imitase la conducta de Juan y Gregorio, que ya habían dimitido su cargo. Pero él sacando aun de aquí nuevas pruebas en su favor en vez de aderecer a lo propuesto, los puso en la precisión de usar del rigor y de la amenaza.

(1) Teniendo, como consta, sesenta años cuando fue elegido Pontífice y noventa cuando murió, le correspondía tener ochenta cuando menos en esta ocasión, y no setenta y siete, como dice Lorenzo Valla en su obra De rebus Ferdinandi Aragoniae Regis lib. 3, al cual han
seguido los demás historiadores.

A consecuencia de esto, el Rey D. Fernando, que era el que podía emplearla directamente, tomó consejo de San Vicente Ferrer; y acorde con su dictamen previno e intimó (imtimó) en debida forma al tenaz Benedicto, que si en el término de sesenta días no enviaba su dimisión, mandaría que ninguno en su Reino le prestase obediencia, ni le reconociese por legitimo Pontífice, como luego después lo haría canónicamente y con gran solemnidad el santo Concilio de Constancia.

En vano se esperó su renuncia en este largo plazo, pues que estuvo siempre terco y recalcitrante; y sobre todo, muy despechado contra el Rey D. Fernando. A los embajadores que este le mandó a Colibre, cuando después de las conferencias de Perpiñán se trasladó a aquel punto para fugarse a Peñíscola; les contestó de este modo altivo y soberano:
Id y decir a vuestro Rey, que yo le di una corona que no le correspondía por derecho, y él me quiere privar de una tiára que me corresponde de justicia. Y más tarde, cuando se le notificó la publicación, en Perpiñan, del famoso edicto, en virtud del cual se mandaba a todos los súbditos de la corona de Aragón que le negasen la obediencia, y que no le dispensasen favor; prorrumpió, sin acobardarse, en estas amargas quejas e impotentes amenazas:
Aun espero quitarle el reino que yo mismo le di.
¡Lástima da el ver tan mal empleada esta asombrosa firmeza de carácter!

Llegado ya el día, para él fatal, del 6 de Enero del año 1416, se llevó a efecto lo que estaba acordado y prevenido. Y para ello se celebró en la Iglesia principal de aquella ciudad una solemne función, en la cual San Vicente Ferrer subió al púlpito (como lo hiciera en Caspe); y en un largo discurso alusivo a este sensible y doloroso acontecimiento, publicó la cesación de la obediencia al llamado Benedicto XIII (1) Y desde entonces, quedó reducido, aunque sin cejar nunca, al estrecho recinto de Peñíscola, donde murió algunos años después a la edad de noventa años, sucediéndole, aunque por poco tiempo y con menguado prestigio, el titulado Clemente VIII.

Pero la causa de Benedicto murió ya en el mencionado día 6 de Enero, pues que desde entonces en adelante (y mucho más después de la declaración del Concilio Constanciense), ninguno o casi ninguno se atuvo a su obediencia, sino a la legítima de la Iglesia católica, a que tanto contribuyó el Rey D. Fernando con notable abnegación y desinterés.

(1) Véase su biografía en la adición que ponemos a esta memoria.

Y qué contraste tan singular. El mismo Príncipe que había sido el blanco de los deseos del Papa Benedicto, el ídolo de sus aspiraciones, y el áncora de sus esperanzas; fue el que cooperó más eficazmente a hundirlo y arruinarlo para siempre.
¿Debe atribuirse esto a ingratitud? No seguramente; porque en la situación en que estaban y se hallaban las cosas en toda la Cristiandad, érale de todo punto imposible a D. Fernando el sostener la causa, ya injusta y ruinosa de D. Pedro de Luna. Y así lo reconoció también su grande amigo San Vicente Ferrer que antes lo sostuviera fielmente, y a cuya sabia y santa amistad no quiso creer; poniéndolo en la precisión, harto dolorosa y sensible para su alma, de separarse de él y abandonarle en su error, antes que faltar culpablemente a su deber.
No podía esperarse otra cosa de un Santo, cuando hasta la moral gentílica proclamaba este apotegma: Amici usque ad aras.

XXV
No fue tan feliz D. Fernando en lo que intentó y se propuso con los Catalanes.
Al dirigirse a Perpiñan para el arreglo de la unión de la Iglesia y extinción del cisma que tanto la afligía, quiso tener Cortes en Montblanc a fin de obtener del Principado una parte de lo mucho que necesitaba para cubrir los enormes gastos de la guerra finada en estos Reinos y en Cerdeña, juntamente con lo que entonces le hacía falta para la prosecución de sus grandes y convenientes empresas.
Pero los Catalanes, que siempre se habían manifestado recelosos y desconfiados de
D. Fernando desde su exaltación al trono aragonés, que vieron con disgusto; diéronle quejas en vez de dinero, y disgustos en lugar de satisfacciones. Fundábanse aquellas principalmente, en que el Rey favorecía demasiado a los Castellanos en la provisión de los destinos públicos, y en que había traído para tratar y conferenciar en aquellas Cortes al Arcediano D. Pedro Velasco su Promotor en los negocios de Palacio, y a su Consejero Real D. Juan González Acebedo, entrambos naturales de Castilla. Incomodado el Rey con estos cargos, que según las costumbres de su país tenía por irreverentes, además de infundados, se desató enérgicamente contra la Asamblea (según escribe Pedro Tomich), y la abandonó por fin con indignación: no sin oír antes con hiel la mortificante réplica, que con toda la suavidad posible en las formas pero fuerte en el fondo, le devolvió el primer Conseller de Barcelona D. Ramón Dezplá.

Otro hecho de la misma naturaleza, y aun más fatal para D. Fernando, tuvo lugar en la Capital del Principado, a su regreso de las vistas de Perpiñan.
Pagaba allí el Patrimonio real ciertos derechos y gabelas, y el Rey quería que se los remitiesen y condonasen los Consellers, alegando, como ya lo había hecho la vez anterior, sus muchos gastos y obligaciones. Los Catalanes, que ya en Montblanc quedaron de él poco satisfechos, y que estaban además persuadidos, de que esta demanda no era más que una treta para probar sus fuerzas y domar su carácter; se levantaron de ánimo al punto, y se previnieron en contra del Monarca. Reunidos al efecto los Consellers, que era a quienes tocaba resolver la cuestión, se pronunciaron todos unánimemente contra la demanda, cuya resolución hicieron saber sin demora al Rey.

No satisfecho este de tan fatal resultado, que juzgaba depresivo a la dignidad real, envió a llamar particularmente al primer Conseller Juan Fivaller; y esta entrevista singular concluyó de apurarle y de volarle del todo.
Principió el Rey manifestando al Conseller, que era indecoroso el que les pagase aquella gabela, pues que de ello resultaba, que el mismo Monarca pagaba contribución a sus súbditos, viniendo así a rebajar su autoridad: y que por lo tanto, estaba en su lugar la demanda que les hacía. Y de aquí dedujo y concluyó, que esperaba le remitirían y condonarían dicho tributo.

A estas palabras contextó Fivaller con una entereza y resolución, que rayando ya en el desacato, hirió hondamente el ánimo del Rey. Díjole sin ambajes ni rodeos, «que si tuviera presente el juramento que había hecho de guardarles sus derechos y privilegios, no intentaría ahora que sufriesen estos ningún perjuicio ni menoscabo, como no lo había intentado ni exigido ninguno de sus gloriosos antecesores, los cuales los habían respetado escrupulosamente. Y que así le suplicaban, él y sus compañeros, por la fidelidad que les animaba y que le tenían, que mirase por su propia reputación y por la tranquilidad y sosiego de sus súbditos; porque el tributo en cuestión no era del Rey sino de la República». Y últimamente, con un valor y osadía que se confundían ya con el frenesí, concluyó con
estas terribles palabras: que él y sus compañeros, a cuyo cargo estaban encomendados el régimen e intereses de la ciudad, estaban resueltos a darle antes su vida que sus privilegios y libertades: y que si muriesen por esta causa, no sería sin venganza ….

Dicho esto, se retiró en seguida a otra estancia del palacio, disponiéndose a recibir serenamente la muerte, a que ya estaba aparejado. Pero los del Consejo del Rey, y en especial D. Bernardo de Cabrera, D. Guereau Alaman de Cervellon y D. Guillen Ramon de Moncada, le suplicaron «que calmase su encono; que mirase con indiferencia al temerario, y que dejase desbravar aquella furia: que tuviera presente, que era peligroso proceder a vías de hecho, pues que estaba ya el Pueblo en armas temiendo por sus Consellers: que no extrañase lo que
le sucedía, pues los Catalanes estaban acostumbrados, lo mismo que los Aragoneses y Valencianos, a que los tratasen sus Reyes con más atención y familiaridad; lo que no había hecho él, sin duda, por su falta de salud y muchas ocupaciones: y en fin, que recordase aquellas palabras mortificantes que se oyó de los Catalanes su hijo D. Alonso por haber
impuesto un castigo a un criminal, sin tener en cuenta las leyes y usos del País: Todavía no está seca la tinta de la declaración de la corona ¿y ya se borran nuestras leyes y costumbres?»

Persuadido el Rey de la fuerza y prudencia de estas razones y advertencias, depuso algún tanto su grande enojo; y encubriéndolo diestramente al Conseller (que mandó llamar a su aposento) lo despidió de esta manera: ¡Idos! que no quiero dar lugar a que os honréis de mí. Entonces el Vice-Canceller Bernardo de Gualbes, para concluir de calmar al Monarca y que no se alterase su delicada salud con el recuerdo de la imposición Barcelonesa, la pagó él mismo con los fondos de su casa, dándole con esto una prueba poco común de su amor y fidelidad. Pero no queriendo el Rey detenerse ya más en Barcelona, dio las órdenes
oportunas para emprender al día siguiente la marcha para Igualada.

Su salud que estaba ya muy quebrantada con una grave enfermedad, acabó de resentirse y agravarse del todo con este amargo disgusto; y sin embargo, se empeñó en ponerse en camino. Al saber esto los Consellers, le enviaron a decir con súplica, que no desfavoreciese tanto a aquel Pueblo yéndose en tan mal estado de salud; y que si se hallaba ofendido de ellos
por su reciente conducta, podría ésta enmendarse con otro más señalado servicio. Y no satisfechos aun de este paso prudente, fueron en persona a visitarle; pero el Rey, ni quiso escuchar la súplica que le mandaron anteriormente, ni volverles ahora el rostro, ni mucho menos darles la mano desde la litera en que lo encontraron, y con la cual se ausentó con presteza, muy colérico y sañudo.
Llegó aquel mismo día a Igualada, distante ocho leguas de Barcelona; y tan agravada estaba entonces su enfermedad, que murió a los pocos días, en el 2 de Abril de 1416, a la florida edad de treinta y ocho años y cuatro incompletos de su venida a Aragón.

XXVI
Corto, a la verdad, fue este Reinado; y no deja de ser sensible la temprana muerte de este gran Monarca, puntualmente cuando tan ocupado se hallaba en útiles empresas y proyectos en favor de sus pueblos.
Créese con fundamento que el activo específico del beleño que se le propinó en Valencia como remedio eficaz contra el mal de hijada y de piedra que padecía, le trastornó la salud y le aceleró la muerte.

En el poco tiempo que empuñó las riendas del Estado, se echaron de ver su diestro pulso y habilidad, no menos que su gran celo y aplicación por la prosperidad y bienestar de sus súbditos.
Así fue que tranquilizó en breve todo el Reino, y todos sus Estados de afuera; reformó convenientemente las Ordenanzas municipales de Zaragoza, y los grandes abusos que por la forma irregular de las elecciones se cometían; contribuyó notablemente, y con laudable abnegación, al gran resultado de la paz de la Iglesia; y finalmente dejó el Reino quieto y tranquilo, dándole además un digno sucesor en la persona de su hijo primogénito, el
magnánimo y prudente Príncipe D. Alonso.
Todo esto, y su mucho amor a la Religión católica, lo hacen digno y merecedor de ser colocado en la extensa y gloriosa galería de los grandes e ilustres Reyes de Aragón, de cuya célebre estirpe descendía por su Madre.

No le fallaron, empero, émulos y contrarios; si bien como hombre carnal, no estuvo exento tampoco de algunas ligeras faltas o flaquezas.
Acusábanle algunos, y sobre todo los Catalanes, que favorecía demasiado a los Castellanos en la provisión de los destinos públicos: que era codicioso de lo ajeno, y pródigo de lo suyo; y que se descubrían en él tendencias marcadas de supeditación y absorción del mando, en contra y menoscabo de las libertades del país.

Pero todos estos cargos, si no injustos, eran exagerados cuando menos.

Cierto es que se descubría en él la afición a sus paisanos y amigos, a quienes conocía muy bien por sus servicios, y a quienes tenía perfectamente probados. Pero si en esto hubo la falta o flaqueza de no sacrificar sus afecciones a las prescripciones de la razón y la prudencia; no sabemos que éstas fueran tales, que barrenasen los fueros de la justicia, ni los principios constitutivos del derecho político de Aragón.

El segundo cargo dirigido contra D. Fernando, se desvanece aun con más facilidad. Efectivamente fue, como se dice, pródigo de lo suyo; y esto quiere decir en puridad, que fue liberal, que fue generoso, que fue agradecido. Pero ¿puede ninguno ser buen Rey, sin poseer razonablemente estas excelentes calidades? La avaricia y el interés, asiento del egoísmo,
¿no secan el corazón y destruyen las más nobles y generosas afecciones?

D. Fernando hizo grandes cosas y acometió grandes empresas en Castilla y Aragón; y si hubiera sido avaro de sus bienes, hubiera sido ingrato con sus amigos y servidores: y entonces seguramente no hubiera encontrado la fidelidad y heroísmo de las almas elevadas, a las que siempre rinde y cautiva la nobleza y magnanimidad de sus Monarcas.

Pero si fue pródigo de lo suyo, no fue por eso codicioso de lo ajeno, como se le achacó.
¿Qué más prueba y mejor comprobante, que su abnegación y nobleza de ánimo en Castilla?
Si hubiera estado poseído de aquella ignoble pasión y tales hubieran sido sus instintos, ¿quién le impedía el haberse ceñido la corona de aquel Reino, cuando con tanta insistencia y porfía se lo rogaban sus Próceres?
Cierto es que para obtener y alcanzar el cetro de Aragón trabajó con empeño y perseverancia, no menos que con disimulo y talento: pero para esto contaba con su buen grado de parentesco; con la invitación que le hiciera el Rey D. Martín su tío con la opinión decidida de una buena parte del Reino; y sobre todo, con el fallo solemne que últimamente pronunció en su favor el tribunal supremo de la Nación.


También es cierto y constante que los Catalanes sostenían fundadamente su derecho, al oponerse a la demanda de condonación del tributo, que allí pagaba el Real patrimonio.
Pero si el Rey se propasó indiscretamente en los medios empleados para el fin que se proponía (efecto sin duda de las costumbres y hábitos diversos adquiridos en Castilla, que no supo moderar), también lo es, que la crítica situación en que se hallaba la Hacienda de estos Reinos, excusaba en gran manera el pensamiento de procurar adquirir y recabar de los Catalanes estos recursos y arbitrios, de que tanto necesitaba, y de que al fin se abstuvo por respeto a la justicia.


El último cargo que se hace a D. Fernando todavía es más fuerte y trascendental; pero como
tenemos ya dicho, lo creemos también injusto, o exagerado cuando menos.
Si su plan y medidas le hubieran encaminado al engrandecimiento del poder real con menoscabo de los fueros e instituciones del Reino, no se le hubiera visto andar con tanta solicitud para jurarlos en todas las Provincias; llegando en Cataluña hasta hacerlo por tres veces, siendo así que los Catalanes no lo habían jurado ni reconocido solemnemente por su Conde, ni aun una sola, hasta que la última vez de las tres que lo hizo el Rey en Barcelona, les indujo por fin a imitarlo. Y a estos juramentos, debe añadirse su cumplimiento, pues que no sabemos se separase de ellos, al menos en cosa substancial o digna de reparo.
Si sus hábitos y costumbres eran diferentes de las de estos Reinos; y si su talento metódico
le inclinaba a la unidad, en lo que era compatible con las instituciones, ¿qué hay que deducir de aquí?
Los hábitos y costumbres que adquiriera en Castilla, eran en verdad un escollo que tenía contra si en el difícil camino de la vida política: pero esta circunstancia encarnada ya en su persona, aunque modificada algún tanto por la reflexión, habíase examinado y juzgado en Caspe y estimada en su justo valor; siendo por lo tanto un solo accidente particular de prueba y de mortificación para él mismo, toda vez que no afectaba la existencia de las leyes e instituciones del país.

En cuanto al otro extremo de su tendencia a la unidad, más bien es esta un mérito que no una falta; y mejor una calidad recomendable, que a un defecto digno de censura. La unidad, es el distintivo de las grandes inteligencias: la unidad es el orden, es la claridad, es el admirable concierto del saber y del poder: es en fin la cadena armónica de la perfección, destello divino de la Unidad del Ser infinito. Y como la unidad especial de que hablamos, giraba en el círculo legal en que se hallaba D. Fernando, y no era la absorción del poder en contra de las instituciones; por eso resulta en definitiva, que en lugar de ser una falta y un inconveniente contra ellas, era acaso su mejor garantía, como hemos indicado.

Discurriendo imparcial y desapasionadamente, este es el juicio que hemos formado del carácter político-moral del Rey de Aragón Fernando el Honesto; o sea de los hechos, faltas y virtudes más notables, y prendas o dotes de gobierno que en él hemos advertido. Y tanto más nos afirmamos en este modo de pensar, cuanto que casi todos los historiadores del Reino abundan en el mismo juicio favorable; y sobre todo, Mariana, Zurita y Abarca, a quienes principalmente hemos consultado.
Plácenos ahora el trasladar a continuación el voto particular de estos hombres eminentes, como comprobante de lo dicho y conclusión de este Reinado.

“Fue D. Fernando (dice Mariana) un Príncipe dotado de excelentes partes de cuerpo y alma, presencia muy agradable, y que no tenía menos autoridad que gracia: de grande ingenio y destreza en granjearse las voluntades y aficionarse la gente, no solo después que fue Rey, sino en el Reino de otro, cosa más dificultosa.
Ganó entonces (cuando no quiso admitir la corona de Castilla con que le brindaban los Nobles) gran crédito de modestia y templanza, menospreciando lo que otros por el fuego y por el hierro pretenden. Y los mismos que le insistieron aceptase el Reino, no acababan de engrandecer su lealtad: camino por donde se enderezó a alcanzar otros muy grandes Reinos, que el Cielo por sus virtudes le tenía reservados.”


Si se hubiera de hacer elección (dice Zurita) del que había de reinar en estos Reinos (según la costumbre antigua del Reino de los Godos) a juicio de todas las Naciones y gentes; ninguno de aquellos Príncipes que compitieron por la sucesión se podía igualar en el valor y grandeza de ánimo, y en todas las virtudes que son dignas de la persona Real, con el que había sido declarado por legitimo sucesor. Ni a la República convenía otra cosa, que la justicia del que era más digno del Reino; y con esto entrase más pacíficamente en él: contra la orden y costumbre de las gentes, que dan la posesión al que es más poderoso y al vencedor.

A este pues verdaderamente se podía tener por legítimo sucesor de la República:
y estaba en edad D. Fernando, que se había ya escapado de los vicios de la mocedad (tenía entonces 34 años), en que corre el Reino tanto peligro. Y su vida era de manera, que no tenía de que excusarse ni arrepentirse; habiendo dejado ejemplo de la mayor virtud que se puede hallar ni desear en un Príncipe.
Por su valor, todas las cosas le habían sucedido prósperamente, así en la paz como en la guerra. Y su fama y nombre, eran muy ensalzados entre las gentes; y no se temía, que la lisonja, cruel ponzoña de los verdaderos afectos del ánimo, le estragase ni corrompiese; ni su utilidad e interés propio, le desviasen de la justicia. Parecía, pues, que se habían de conformar maravillosamente él y la República; pues ni ella, pudo dar mejor sucesor, ni el rey hacer más por ella, que oficio de buen Príncipe. Y era cosa fácil acabar, que como el Conde de Urgel había de ser deseado de los malos, se viese el Rey de manera, en su nuevo Reino, que no pudiese ser aquel, competidor codiciado con la razón de los buenos. Y teníase mucha esperanza, que con su prudencia consideraría que entraba a gobernar y tener imperio sobre Naciones, que ni del todo podían ni sabían ser sujetos ni libres.»

Tal es el juicio que formó nuestro sincero historiador, al principiar D. Fernando su reinado; el cual concluyó y completó de este modo, después de su muerte.
«Fue D. Fernando Príncipe de los más excelentes de aquellos tiempos, y siempre trataba de grandes hechos y empresas, aunque no tenía tanta fuerza y poder para proseguirlas.
Entre sus grandes virtudes, fue muy católico y muy celador de la justicia; y si hizo mercedes a muchos, fue fiando a los que el Rey su sobrino había de gratificar como a sus vasallos, por tenerlos obligados a su servicio para la guerra de los Moros.»

Finalmente, el docto historiador Abarca se explica de esta manera:
«Fue D. Fernando sabio y valeroso en paz y en guerra, en que apenas tuvo par en su tiempo. Y podemos decir que fue santo, porque siendo Infante no quiso ser Rey, cuando no lo podía ser con fidelidad o justicia; y siendo Rey, fue honesto a maravilla: virtudes tan difíciles como raras en la soberbia y potencia de los grandes Príncipes. Y son también ejemplos memorables de su liberalidad y piedad, aquel su Real dolor de no poder dar más y mucho, por los inmensos gastos de su nueva Corona: y aquel su religioso cuidado de que no se pagasen los salarios a criado alguno, sin el legítimo testimonio de que hubiesen en aquel año satisfecho a Dios con los sacramentos de confesión y comunión; no teniendo este piísimo Príncipe por buenos para la Casa Real, a los que eran malos en la del Rey de los Reyes.»

Tal fue, pues, D. Fernando I de Aragón, que tanto ha figurado en este nuestro humilde y desaliñado bosquejo sobre el interregno que precedió a su elección y proclamación en Caspe, y a que tanto contribuyó el Parlamento aragonés celebrado en Alcañiz.
EPILOGO Y CONCLUSIÓN.

Hemos llegado ya al término de nuestro empeño. Comprometidos a presentar en breve espacio de tiempo, este hecho notabilísimo de nuestra historia de Aragón, tan íntimamente enlazado con la historia particular de esta ciudad de Alcañiz; nos ha sido preciso abrazar para ello una época entera de complicados y difíciles asuntos, llenos de grande importancia e interés, no menos que de graves y útiles enseñanzas. Y como este fin y objeto esencialísimos
no podían conseguirse ni ponerse de manifiesto en una narración desnuda y descarnada, sin analizar, examinar y juzgar muchos sucesos, personas y acontecimientos gravísimos; hemos tenido que dar a nuestro trabajo (en medio de la debilidad y desconfianza de nuestras fuerzas) la forma de una disertación histórico-crítica comprensiva de todo lo más notable que ocurrió desde la muerte del Rey D. Martín hasta la de su sucesor D. Fernando: si bien nuestro objeto principal ha sido demostrar y hacer ver, con este motivo, la grande importancia y significación del Parlamento aragonés celebrado en Alcañiz, por lo mismo que ignoramos se haya ocupado alguien de él expresa y detenidamente.

Hase pues visto en la marcha y curso de esta memoria que el poderoso y respetable Reino de Aragón, como cabeza y principio de esta célebre Monarquía, tenía mucho influjo y ascendiente sobre las demás Provincias de que constaba:y que la extraordinaria y justa celebridad del Gobernador de Aragón Gil de Lihori, del Justicia Mayor Juan Jiménez Cerdán, de Berenguer de Bardagí, del Pontífice D. Pedro de Luna, del alcañizano D. Domingo Ram y de otros distinguidos varones aumentaron grandemente el peso y valor de su poder moral, en la cuestión dinástica que se ventilaba.

Se ha visto también que la gran perturbación que imprimió en los ánimos la lucha animada del tiempo de la UNIÓN había dejado el rastro funesto de odios y divisiones profundas en el seno de la sociedad aragonesa y en el campo de su poderosa y temible aristocracia. Y esta fatal herencia, que se unió a la terrible orfandad en que dejó al Reino la muerte sin hijos del Rey Martín complicó extraordinariamente las dificultades de aquella situación excepcional, pocas veces vista en la historia de los Pueblos.

Seis pretendientes competían entonces la Corona, todos ellos de sangre real y con títulos respetabilísimos, y esta Corona era a la vez la más rica y esplendente de toda la tierra. Su gran poder marítimo y territorial, la sabiduría y prestigio de sus leyes e instituciones (fiel reflejo y feliz amalgama de las costumbres y necesidades de aquella época; el admirable concierto y armonía de los grandes poderes y elementos cardinales del Estado, esto es, de la Religión, del Rey, de la Patria y de la Justicia; y la honradez, el valor, la religiosidad y la noble altivez e independencia de carácter de sus habitantes; todo esto, decimos, era causa de que Aragón fuese mirado y tenido en tanto respeto y admiración por los extraños, y que fuese tan soberanamente codiciado por los propios, que creían tener sobrados títulos y fundamentos para aspirar al cetro de este hermoso y robusto Imperio, hallado a la sazón en grandes días de prueba.

La guerra civil iniciado con este motivo y el estado volcánico en que se hallaban los ánimos en medio de las peligrosas complicaciones de extranjeras intervenciones daban lugar a pensar que aquella fuera funesta, desastrosa, y de colosales proporciones.
¿Cómo llegar a evitarla?¿Cómo unir los ánimos y voluntades en un pensamiento común, en tan inextricable laberinto? Solo una Nación grande, poderosa, de ánimo esforzado y de sólidas y sabias instituciones muy amadas y respetadas por sus hijos podía intentarlo y hacerlo. Y esta Nación era la aragonesa.

Fieles intérpretes de su espíritu y sentimiento algunos esforzados varones y genios privilegiados se deciden desde un principio por un arbitraje otorgado a hombres especiales, que no le faltaban, por medio del Parlamento general de los tres reinos. Reúnense sus diputados en Calatayud para deliberar sobre esta idea, y es elegida la villa de Alcañiz para este general Congreso; pero vacílase después sobre el importante punto de su presidencia. Con este motivo aparecen como de relieve el temor y la esperanza, las aspiraciones diversas y los planes contrapuestos. Todo esto se descubre allí en el interés vario de la cuestión dinástica que agitará a la Asamblea, y el grandioso pensamiento del Parlamento general bambolea entre la duda y la desconfianza, entre la afirmación y negación.
Aquí es donde la llama inspirada del genio del patriotismo encuentra el secreto de la concordia general.
Si tres son las Provincias, si en ellas son diferentes sus deseos y aspiraciones, fórmense tres Parlamentos particulares, y unidos y conformes los tres en un mismo pensamiento, lleguemos ya al fin deseado de la declaración del derecho a la corona, y formal nombramiento del nuevo Sucesor.Esto dice Berenguer de Bardagí, y esto lo que aprobaron todos con entusiasmo, designándose allí mismo la villa de Alcañiz para el Parlamento de Aragón, con las recomendables personas que habían de componerlo.
Las demás Provincias nombran y reúnen después los suyos, pero sucédense con rapidez graves dificultades, multiplícanse por desgracia los Parlamentos, estalla en algunas partes la guerra civil. Y en medio de esta grande escisión, en medio de las pretensiones amenazadoras de la Francia por el de Anjou, y de la osadía y desacuerdo del de Urgel, el Parlamento de Alcañiz (donde se hallaban los hombres eminentes de que atrás hicimos mención) ejerce tal poder y ascendiente en el espíritu público que desprestigia el expediente de las armas, que fortalece y acredita la acción de los Parlamentos, que le proporciona a él una conocida superioridad y fuerza moral, y que le hace en cierto modo árbitro y Señor de la elección importantísima de los nueve Jueces compromisarios que en Caspe habían de dar un sucesor a la huérfana monarquía.
Tal fue, a nuestro modo de ver, el Parlamento de Alcañiz, y tal es el motivo por el cual lo hemos tomado por asunto principal de esta Memoria.
Por lo demás, graves y tristes reflexiones asaltan nuestra imaginación al echar una mirada retrospectiva sobre el camino que hemos andado. El haber muerto el último Rey sin resolver la importantísima cuestión del derecho a la corona fue una gran calamidad, a la par que una gran falta, que ocasionó todos los males y trastornos que que sufrieron después. Y no solo se cometió esta falta, sino que en vez de haber procurado evitar en lo posible los males advenideros, limitóse el Rey a acreditar, con dudosa intención, al de Castilla, produciendo solo esto una gran lucha y antagonismo con su poderoso rival el Conde de Urgel, que tenía en su favor todas las probabilidades: el cual si sucumbió al fin en la demanda fue por sus grandes yerros y desaciertos, unidos a los de sus perniciosos consejeros, con los cuales se desprestigió por completo. Al contrario; el Infante de Castilla se condujo con gran tino y prudencia consumada: y esto, y los títulos respetables de su buen grado de parentesco, le dieron la ansiada corona de Aragón, que tantos años habían ceñido con gloria los hijos naturales del País, Los Jueces soberanos reunidos en Caspe (pueblo elegido por el Parlamento de Alcañiz por sus favorables circunstancias para el objeto, y mayor abstracción e independencia para los Electores), tenían que atender al derecho y a la salud de la Patria, harto comprometida en aquellas críticas calendas; y en casos dudosos, como el presente, ésta era la brújula que debían seguir. Obraron, pues, de este modo, o en este sentido, porque así lo entendieron y así lo creyeron conveniente y necesario, en uso del poder irrevocable que para ello les otorgaran los Parlamentos. Y de esta suerte, en medio de los grandes conatos de una espantosa guerra civil, y de la gran división de los ánimos y de los partidos; supo Aragón resolver el mas difícil problema, y la mas árdua y temerosa cuestión que se agitara en España; acreditando así su gran juicio y patriotismo, no menos que la estabilidad y robustez de sus instituciones. No era tampoco muy fácil ni trivial la misión importantísima, que tras de tan graves sucesos tenía que desempeñar el nuevamente elegido. Y a estas dificultades se añadían las costumbres especiales de Aragón, tan diferentes de las de Castilla, y a las cuales no era muy obvio allanarse por la fuerza del hábito contraído, y por la satisfacción que siempre ocasiona el mandar sin trabas ni cortapisas. Sin embargo, el Rey D. Fernando que conocía esto muy bien, y que no solicitó ni admitió el Cetro aragonés para hacer una infame traición indigna de su generosidad e hidalguía; dedicóse con todas sus fuerzas a llenar el difícil y peligroso oficio de un buen Monarca de estos Reinos.
Así fue, que en el poco tiempo que los rigió, tranquilizó enteramente todos sus Pueblos, y las inquietas Posesiones de la Italia; puso órden en la Hacienda y
en el Municipio; celebró Cortes en todas las Provincias de la Corona, para atestar con sus juramentos su amor y respeto á las instituciones; contribuyó activa y generosamente a dar la paz a la Iglesia; y venció y castigó con encierro perpetuo al desgraciado Conde de Urgel, que después de habérsele hecho generosas ofertas, saltó á su honor y compromisos. Acaso estuvo en esto el Rey algo severo: y seguramente no se condujo tampoco con la prudencia necesaria, al intentar bruscamente que los Catalanes le favorecieran con subsidios. Pero si esto es cierto; si esta falta de generosa expresión y familiaridad usada por sus antecesores le ocasionó graves disgustos; y si su talento metódico le inclinaba a la unidad, y sus hábitos y costumbres anteriores le desviaban algún tanto del centro especial y determinado sobre el que tenían que girar y funcionar aquí su prudencia y su política: si todo esto es cierto, también lo es que estas faltas accesorias no afectaron nunca el deber principal que se impuso de procurar el bienestar del País, y la fiel observancia de sus leyes e instituciones. De todo lo cual resulta, como hemos visto, que fue un excelente Príncipe: y que en los cuatro años escasos que administró el Reino, no defraudó las justas esperanzas que de él concibieran el Parlamento de Alcañiz y el Tribunal de Caspe; legando, por fin, al País la paz y el orden, y el buen gobierno y prendas poco comunes de sus dos preclaros Hijos. Tal es, en compendio, el conjunto de hechos y sucesos importantes y extraordinarios que hemos recorrido, examinado y juzgado en este humilde escrito. Cuanto más los hemos profundizado, mejor hemos descubierto en ellos, no el azar, sino la íntima relación de los efectos con las causas, conforme a la gran ley de la gravitación del mundo político y moral; y sobre todo, conforme a las prescripciones divinas del orden admirable de la Providencia.
Los Reyes, los Pueblos, los Gobernantes, los Partidos, los Ambiciosos, los Filósofos y los Hombres de Estado; todos respectivamente pueden encontrar en estos hechos asunto para su discurso, y pábulo para su imaginación: y la Historia, un monumento perdurable, para los que quieran aprovecharse de sus útiles lecciones y enseñanzas.


ADICIÓN

BIOGRAFÍA DE D. PEDRO MARTÍNEZ DE LUNA,
o sea del Antipapa Benedicto XIII, conocido vulgarmente con el nombre de EL PAPA LUNA.

En vista del papel importantísimo que este renombrado personaje hizo y desempeñó en el grave negocio de la cuestión dinástica que se resolviera en Alcañiz y en Caspe: teniendo además en cuenta, que su conducta política y religiosa estuvo íntimamente unida y enlazada con la de los principales hombres de su partido, que en aquella época figuraron: y siendo, en fin, muy notable el total abandono y completa ruptura de estos con la estrecha amistad y presunta autoridad de aquel en el último término de su carrera; nos ha parecido indispensable completar, en algún modo, el imperfecto bosquejo que ya habíamos hecho de la vida azarosa de este hombre singular, que tanto tiempo vivió entre nosotros, y que tanto ruido metió en aquellos dias de prueba. Esto servirá, á la vez, de explicación y de justificación de la conducta que con él observaron hombres de tanta importancia y valía como San Vicente Ferrer, el Rey D. Fernando, y otros muchos eminentes varones en ciencia y en santidad: y tras ellos y en último resultado, todo el Pueblo aragonés y toda la Nación española.

I
Nació, pues, D. Pedro Martínez de Luna en Illueca, Pueblo del Reino de Aragón, distante como unas cinco leguas de Calatayud. Todavía se alza allí su casa solariega, una de las ilustres de los Lunas, que tanto sonaron en aquellos tiempos en Castilla y Aragón. Todos los historiadores convienen en conceder a D. Pedro talento vivo y penetrante, profundos conocimientos en ambos derechos, buenas costumbres y fácil elocuencia: de todo lo cual dio pruebas incontestables en el largo curso de su vida, no menos que de su firme e inflexible carácter. Hizo sus estudios mayores en Salamanca, y después siguió la carrera militar; pero sintiéndose más inclinado a la de las letras y a la Iglesia, concluyó de perfeccionar su instrucción, pasando en seguida a la Ciudad de Mompeller, en donde como Catedrático de derecho canónico, acreditó la
extensión de sus conocimientos y la profundidad de su ingenio.

Vuelto a España, fue agraciado muy pronto con varias prebendas eclesiásticas; en las cuales
y en las diferentes obras literarias que publicó, dejó consignadas las pruebas de su erudición y
talento.
He aquí los cargos que obtuvo y dignidades que desempeñó, hasta la edad de sesenta años en que fue elevado al Solio Pontificio:
Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Tarazona y después de la de Huesca, Arcediano de Santa Engracia, Arcediano y Prepósito en las Metropolitanas de Zaragoza y Valencia, Visitador Apostólico de la Universidad de Salamanca, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Legado Apostólico en España, y Sumo Pontífice.

Gregorio XI, que en 1375 lo creó Cardenal Diácono con el título de Santa María in Cosmedin, hizo grande aprecio de sus vastos conocimientos, consultándole en todos los graves e importantes negocios de la Iglesia y del Estado, que le ocurrieron en su tiempo.

II
Muerto este Pontífice en 1378, un cisma largo y espantoso afligió profundamente a la Iglesia. Los Cardenales que habían elegido en Roma a Urbano VI (Bartolomé Prignani Arzobispo de Bári, que no era Cardenal), abandonan luego la Capital del Mundo Católico, y se dirigen precipitadamente a Agnani, nueve leguas distante de Roma. Y antes de cumplirse cinco meses de la primera elección, hacen otra nueva en Fondi, ciudad de los Estados de Nápoles, pretextando y alegando violencia de parte del pueblo Romano, que temeroso de que el nuevo Papa, si era Francés, se trasladase a Aviñon (como lo hiciera otro, años atrás) se amotinó
desaforadamente, rodeando con armas a los Cardenales reunidos en Cónclave y gritándoles con amenazas que lo querían Romano: lo volemo Romano. Lo notable del caso fue que en esta segunda elección, estuvieron todos los Cardenales de la primera, que al todo eran diez y seis; a saber, once Franceses, cuatro Italianos, y un Español, que era D. Pedro de Luna. Pero todavía es más notable que procedieran a dar este paso, habiendo antes asistido y cooperado casi todos a la solemne ceremonia de la coronación de Urbano VI; siquiera fuese esto con poca voluntad, como dijeron después.

Con estas circunstancias, con estas extrañas anomalías, fue elegido en Fondi sumo Pontífice el Cardenal Francés Roberto de Ginebra; el cual tomó luego el nombre de Clemente VII, dividiendo así profundamente los ánimos, y dando lugar a un cisma espantoso, el más largo y aflictivo que jamás viera la Iglesia.
El guante, pues, estaba arrojado; y por eso, entre Clemente VII que se trasladó a Aviñón, y Urbano VI que se quedó en Roma, no hubo ya más que una cruda guerra y un constante antagonismo. He aquí la serie de los hechos:

Urbano VI, diez años después, muere en Roma; y sus Cardenales eligen en seguida a Bonifacio IX ea 1389. Tras de Urbano VI fallece en Aviñon Clemente VII en 1394; y los Cardenales de su obediencia eligen con todos los votos al Cardenal de Aragón D. Pedro de Luna, que se hallaba entonces en Reus de la Diócesis de Tarragona, cuyo Arzobispado administraba.
Y aquí principia la vida agitada y trabajosa de este nueva Pontífice, que tomó el nombre de Benedicto XIII. Asegúrase mucho, y con pruebas auténticas, que estuvo tenacísimo en no querer admitir la Tiára; pero una vez admitida, no quiso soltarla nunca de su cabeza. (1)
Así lo veremos en la marcha y curso de este gran cisma, que iremos exponiendo sucintamente, y tan solo en lo que tiene relación con nuestro objeto.

(I) Los Cardenales de Aviñón reunidos en Cónclave firmaron una declaración jurada, por la cual todos y cada uno se obligaban a emplear todos los medios legítimos de que pudieran disponer, para restituir la paz a la Iglesia; renunciando para ello el Pontificado (el que resultase elegido), si este paso era necesario para el logro de aquel tan grande beneficio; y con tal que hiciera lo mismo el Pontífice Romano.
Esta decoración, que por estar ausente el Cardenal de Luna no pudo firmar entonces, se la hicieron firmar después, poco antes de su coronación. Pero sea que él faltase formalmente a su letra y espíritu o que no creyera llegado el caso previsto y determinado; el resultado fue que eludió sagaz y tenazmente el medio ansiado de la renuncia, proponiendo que se entablase canónicamente el muy difícil y embrollado del derecho y de la justicia, que por circunstancias dadas se juzgó siempre inapeable, o lleno de gravísimos inconvenientes.

III
Antes del fallecimiento del antecesor del Papa Benedicto había ya en Francia un empeño grandísimo en hacer cesar y desaparecer el cisma. Atormentadas las conciencias y divididas las opiniones acerca del punto capital de la verdadera legitimidad del Vicario de Cristo; no se encontraba allí otro camino mejor y más expedito que el de la renunciación de entrambos Competidores: y después, una nueva elección canónica, hecha por los Cardenales de las dos opuestas obediencias. Esto, que con no poca energía hizo saber la Sorbona a Clemente VII, y que tanta impresión le causó (asegúrase que le costó la vida); prueba hasta qué punto llegaron la duda, la confusión y la necesidad en aquel Reino, motivo por el cual deseaban y querían salir del paso a toda costa.

Verdad es que Urbano VI tenía en su favor el reconocimiento solemne y pública adhesión de la mayor parte de la Cristiandad; a saber, la Alemania, la Hungría, la Polonia, la Suecia, la Dinamarca, la Inglaterra, y casi toda la Italia; pero esto no obstaba para que la otra parte restante estuviera por su rival Clemente.
¿Y qué extraño es esto, cuando hasta las personas más sabias y santas vacilaban, o no estaban acordes, en el modo de entender y apreciar esta cuestión?
¿Quién ignora, que mientras Santa Catalina de Sena creía deber reconocer y dar obediencia a Urbano, San Vicente Ferrer y el Beato Pedro de Luxemburgo opinaban que esta obediencia le era debida a Clemente?
¿Y a quién no admira que el hombre más docto de aquellos tiempos, el gran Jurisconsulto y Canonista Baldo de Ubaldis, confesara paladinamente, que le habían engañado los datos e informes que al principio le habían hecho estar por Urbano, siendo diametralmente opuestos los que después le hicieron declararse por Clemente?

Pues en estas grandes dudas y en esta critica situación se hallaban las cosas, cuando el rey de
Francia Carlos VI, e
l Clero, la Nobleza, el Parlamento y la Universidad de París, se dirigieron
nuevamente al Papa Benedicto para llevar adelante la idea indicada de la renuncia, como la mejor y más conveniente: y caso que no, el fallo decisivo de un solemne arbitrage, o la reunión de un Concilio general. Pero esto, que en vida del Papa anterior era muy difícil, más aun por las protestas y negativas de la Corte Romana (que no admitía que su autoridad se pusiera en tela de juicio), que por la disposición, en que se hallaba la de Aviñón; ahora, con el inflexible carácter del Papa Benedicto, rallaba ya en lo imposible. De aquí resultó, como no podía menos, que persuadidos de la verdad de estos hechos el Rey de Francia, la Universidad de París y las personas más influyentes de aquel Reino acordaron separarse de su obediencia, como se hizo por un edicto público en nombre del Rey, sin prestarla por eso a su Competidor Bonifacio.

Exasperado entonces Benedicto de este acuerdo estrepitoso, excomulgó a toda la Nación Francesa; pero la respuesta o acomodamiento fue enviar tropas contra él para reducirlo a prisión.
Ni aun esto bastó para que cambiase de propósito, pues que se defendió valerosamente en el castillo de Aviñón con unos 300 hombres, la mayor parte Aragoneses y Catalanes, inutilizando estos los grandes esfuerzos de los sitiadores, que tuvieron que retirarse escarmentados. Pero reforzado después el ejército sitiador, y habiendo pasado los sitiados en el Castillo grandes trabajos, miserias y
privaciones; se fugó de allí el Papa mediante un ardid muy bien combinado, y se vino a España muy lentamente con su grande amigo y Director espiritual San Vicente Ferrer, que también lo acompañó en el sitio.

En España, aunque el reconocimiento a su Papado tuvo al principio algunas dificultades, que su habilidad supo vencer, fue después acatado y reverenciado como verdadero y legitimo Pastor, hasta que pasados veintidós años se celebró el Concilio de Constancia, y la paz de la Iglesia exigía su renuncia.

IV
Pero al llegar a esta última época de su vida dio pruebas terribles de la gran fortaleza y temple de su alma. El Rey de Aragón su íntimo amigo y favorecido, y San Vicente Ferrer su inseparable y fiel compañero, los cuales tanto habían sostenido hasta entonces su combatida causa, rogáronle encarecidamente que renunciase al Pontificado, por las graves y poderosas razones siguientes:
l. porque así lo exigía imperiosamente el bien de la Iglesia;
2. porque no había además poder humano para sostenerlo en su propósito;
y 3. porque el Concilio de Constancia, dejando a un lado el complicado y difícil examen de la cuestión del derecho de todos y de cada uno de los Competidores al solio Pontificio, no encontraba otro camino mejor, ni más seguro, ni más decoroso, que el de la renuncia de los tres, y proceder, en seguida a una nueva elección canónica: con cuyo medio se conseguía fácilmente la extinción total del cisma sin inculpar ni lastimar en lo más mínimo la conducta de ninguno, y sin establecer odiosas y funestas comparaciones y preferencias entre ellos.

Vano empeño. Su amor propio, que lo cegó del todo, siempre le suministraba razones y cabilosidades para aferrarse más y más en su opinión. Y por eso, después de las conferencias de Perpiñán, de que ya en otra parte hicimos mención, después que ni los Reyes, ni los Legados del Concilio, ni los Embajadores de Francia y España, ni ninguno de sus amigos pudo atraerlo al buen camino de la renunciación, que ya habían hecho sus Competidores Juan y Gregorio; después que todo esto se hizo y practicó inútilmente, se sustrajo todo el Mundo de su obediencia. El eclipse de Luna, que tanto había deseado el Gran Gerson, apareció por
fin en aquella crisis; y por fortuna, fue éste total y completo.

El Rey D. Fernando publicó entonces contra Benedicto su ruidoso decreto del 6 de Enero,
mandando que ninguno le obedeciese en sus estados; y el Concilio de Constancia (que no se detuvo en su marcha por la tenacidad de Benedicto, y que eligió nuevo Pontífice en la persona del Cardenal Oton Colona conocido luego con el nombre de Martino V), lo declaró cismático, excomulgado y Antipapa, en 26 de Julio del año siguiente de 1417.

¿Quién creyera que tan fuertes y merecidos golpes no habían de ablandarle y abatirle? Sin embargo; siete años vivió aun en el estrecho círculo de Peñíscola (en donde según él decía estaba la verdadera Iglesia y la nueva arca de Noé) sufriendo con fatal denuedo el choque violento de las contradicciones, de| mismo modo que las rocas seculares de aquella plaza sufren impasibles el ímpetu furioso de las olas del mar. Todavía más; al ver abrírsele
las puertas del sepulcro, siguió aun inalterable en su mismo propósito, pues que hizo jurar a los dos Cardenales que tenía a su lado que habían de elegirle sucesor. Y así lo cumplieron puntualmente, echando mano al efecto de D. Pedro Gil Muñoz (o sea D. Gil Sánchez Muñoz) natural de la ciudad de Teruel, Canónigo de Barcelona, y muy afecto a la causa de Benedicto.

Mas esta farsa ridícula (más bien que elección) satisfizo muy poco al elegido; y si por fin se decidió a admitir este vano e ilusorio cargo, fue por las vivas instancias de Alonso V de Aragón, que por intereses políticos y personales quería valerse de él para inquietar al legítimo Pontífice Martino V: y también por las no menos eficaces del Condestable D. Álvaro de Luna, sobrino del Antipapa, y famoso Ministro y privado del Rey D. Juan II de Castilla.

Esto sucedió en el año 1424, y en el 1429 en que ya estaba D. Alonso en buenas relaciones con la Santa Sede, dejó Gil Muñoz (titulado Clemente VIII) su menguada tiara, con la misma indiferencia que antes la había recibido. Pero la Iglesia le premió aun generosamente este acto conveniente de subordinación, con el Obispado de Mallorca: y así terminó este gran cisma de cincuenta años, por tantas y tan diversas causas sustentado.

Durante el mismo, y en el tiempo en que el Cardenal de Luna fue conocido con el nombre de
Benedicto XIII y único sucesor Aviñonense de Clemente VII, varios fueron los Pontífices Romanos que salieron del tronco de Urbano VI y de los Concilios de Pisa y de Constancia; a saber, Bonifacio IX, Inocencio VII, Gregorio XII, Alejandro V, Juan XXIII, y Martino V; siendo muy extraño que solo este último sobreviviera en el Pontificado al Antipapa Benedicto, y ninguno de los Cardenales que con él concurrieron a la elección de Urbano VI;
cuya última circunstancia alegó muchas veces en su favor.

También hay otra particularidad notable en este hombre singular: y es, que ninguno de los Pontífices que ha tenido la Iglesia ha vivido en el cargo tanto tiempo como él; pues desde el año 1394 en que se le eligió hasta el 1424 en que murió, van treinta años; y solo San Pedro alargó su Pontificado hasta los veinticinco. De aquí infería San Antonino de Florencia, que no podía ser verdadero Pontífice: si bien el non videbis annos Petri que es una verdad de experiencia, no llega a ser un principio seguro o dogma de fé.

V
Una de las grandes calamidades muy comunes en tiempos de cisma, es la duda e incertidumbre que a veces aparece e inquieta, sobre el verdadero camino que se debe seguir y partido que se ha de abrazar. Y esto fue lo que sucedió a muchos en los veintidós años del Pontificado de D. Pedro de Luna, hasta el Concilio de Constancia; sin contar los que precedieron en el cisma hasta 1394, desde la exaltación en Fondi de Clemente VII. Habiendo sido aquel reconocido en España por largo espacio de tiempo;
y aun en Francia, si bien por pocos años; habiendo sido declarado verdadero Papa en el Concilio español que se celebró en Salamanca llamado el séptimo; (1) habiendo hecho lo mismo el Concilio que poco antes convocó en Perpiñán el mismo Benedicto y al cual asistieron más de 120 entre Obispos, Arzobispos y Cardenales de su obediencia; y habiendo tenido, en fin el apoyo, la convicción y las predicaciones de San Vicente Ferrer, y de otros muchos varones eminentes en ciencia y en virtud; ¿qué extraño es que en Europa se decidieran unos por su legitimidad, mientras otros se la disputaban y negaban?
¿Y qué extraño es, sobre todo, que en España se eligiera el primer partido, y que se abandonase el segundo. Pero sin embargo; al llegar ya al periodo indicado del Concilio Constanciense, no se tranquilizaban los ánimos sino con la renunciación de los tres Competidores y una nueva y legítima elección canónica: cuya idea, en medio de la ratificación de su Pontificado, recomendó muy eficazmente a Benedicto, cinco años atrás, su mismo Concilio de Perpiñan. Se deseaba, pues, y se exigía de él y de todos los Competidores, esta renuncia necesaria, esta abnegación indispensable y meritoria para el bien general de la Iglesia: y esta idea fecunda, que llegó a ser la general, la conveniente y la decisiva, tuvo el poder de resolver esta gran cuestión y de extinguir este gran cisma.

(1) En este Concilio celebrado en 1410 para examinar el derecho al Pontificado de D. Pedro de Luna, y en el cual se hallaron muchos Prelados, los Legados de los Reyes de España y muchos Doctores de la Academia; se declaró y reconoció por legítimo Pontífice al sobredicho, bajo el nombre de Benedicto XIII. Sus actas, según el Cardenal Aguirre, tienen esta inscripción:
Liber Synodalis editus per Don Fr. Gundisalvum, Dei gratia Episcopum Salmanticensem, Magistrum in Theologia ordinis Praedicatorum sub anno Domini 1410.
Ponificatus D. Benedicti Papae XIII (anno decimo sexto) fuit publicatus codem anno in Ecclesia Salmantina in Synodo.

Antes de este Concilio se celebró otro en 1381 en la misma Ciudad de Salamanca, al cual asistieron el Arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio, y muchos otros Obispos y Doctores de la Academia. Presidiólo D. Pedro de Luna Cardenal Legado de Clemente VII; y habiéndose allí tratado y discutido sobre la admisión y reconocimiento de este Pontífice dudoso que residía en Aviñón, se estuvo por la afirmativa, saludándolo por Papa legítimo, y separándose de su Competidor Urbano VI.

Muy digno de censura fue, pues, el titulado Benedicto XIII, y muy merecedor de las penas
gravísimas que contra él fulminara la Iglesia en vista de su obstinación final. Pero al mismo tiempo que esto confesamos y reconocemos en contra suya, también nos creémos obligados a no calumniarle y hacerle justicia en aquellos actos de su vida pública, que indisputablemente son buenos y meritorios.

VI
Ya hemos dicho atrás, que aparte de la cuestión que se debatía, sus costumbres eran puras y rígidas; y ahora añadimos que su celo era apostólico y sus acciones nobles y generosas. (1)
A no ser así ¿le hubiera prestado su apoyo y amistad el gran taumaturgo de su tiempo San Vicente Ferrer? ¿Le hubiera acompañado en sus viajes y auxiliado en sus empresa?

(1) “Fue D. Pedro de Luna, dice el Doctor Illescas, persona de grandísima doctrina y erudición, y de no menos virtuosas y loables costumbres.» Nuestro historiador Blancas se explica también de este modo:
Quod si jure tanto muneri, quietis aliis temporibus praefusset (qui summus in eo fuit, sanguinis splendor, ammi magnitudo et doctrina) praestiti multa laudibus, et praeconiis gigniora. Ejus autem me hoc loco oblivisci haud decuiisel, tum quod ex nostratibus sit é nobilissima et amplissima Lunarum familia (quoe nulla illustrior in Hispania, Regali excepta, visa est) tum quio quod ipse, aliquando postea, Magistratum hunc (Aragoniae Summum Justitiae) in amplo quodam honoris gradu collocarit.
Y en los mismos términos, poco más o menos, se explicó Zurita.

Por eso se le vio con satisfacción general, antes de ser elevado a la Santa Sede y siendo Legado apostólico en España, reunir y celebrar en Palencia un Concilio nacional (en 1388) para el arreglo de la disciplina y reforma de las costumbres, acordándose en él muy buenos y excelentes cánones. (1)

En Tortosa siendo ya Pontífice y conservando aun la Dignidad de Sacristán de aquella Iglesia
Catedral, reformó las constituciones de la misma, y estableció al efecto muy acertadas disposiciones; encomendando después su ejecución al Obispo de Barcelona D. Francisco Clemente Pérez como consta del Rescripto original del mismo Pontífice, del año 1412, que actualmente se conserva en el archivo de aquella Iglesia.

Y al año siguiente tomó en la misma Ciudad una medida conveniente y singular con los Judíos, que produjo los mejores resultados. Tal fue el reunir allí todos los principales Doctores y Rabinos que se hallaban en las Aljamas de estos Reinos, para argüir y disputar con ellos pacífica y científicamente sobre los puntos principales en que estribaban sus absurdas creencias; a fin de que convencidos e ilustrados los entendimientos de aquellas obcecadas guías del Judaísmo, pudieran después cambiar sus corazones y voluntades, e influir así poderosamente en que los demás que a ellos escuchaban, oyesen la voz poderosa de la verdad e imitasen su ejemplo.

(1) Este Concilio se celebró en la Iglesia del orden de Menores de Palencia, presidiéndolo el Cardenal Legado de Clemente VII D. Pedro de Luna. Asistieron a sus sesiones el Rey D. Juan II de Castilla, los Arzobispos de Toledo, Santiago y Sevilla, los Obispos de Burgos, León, Oviedo, Cartagena, Palencia, Calahorra, Osma, Segovia, Cuenca, Córdoba, Zamora, Salamanca, Ávila, Coria, Plasencia, Cádiz, Astorga, Orense, Lugo, Mondoñedo, Sagunto, Tuy, y otros. Sus actas contienen Siete capítulos sobre disciplina eclesiástica.

Asistió a este famoso y singular palenque el mismo Pontífice Benedicto, presidiendo muchas Juntas que se celebraron desde el Febrero del año 1413 hasta el Noviembre de 1414.

De parte de los Judíos vinieron hombres muy doctos en la ley Mosaica, en el Talmud, en el
Onkelos y en todas sus Glosas y Tradiciones. Tales eran el Rabi Ferrer, el Maestro Salomon Isac, y Rabi Astruch Leví de Alcañiz; Rabi Josef Albo y Rabí Matatías de Zaragoza; el Maestro Todroz de Gerona, Rabi Moyses Abenabez, y otros.

De parte de la Corte pontificia estaban, entre otros, Gerónimo de Santa Fé, Médico de S. S.,
hombre eminentísimo, muy versado en las sagradas escrituras y en las lenguas orientales, lo mismo que en el Talmud y libros simbólicos de los Judíos, a cuya secta había pertenecido; y el Maestro en Teología Andrés Beltrán, famoso Rabino que antes había sido en Valencia. Estos contribuyeron en gran manera a disipar las tinieblas que ocultaban la luz a aquellos espíritus obcecados, muy merecedores del terrible anatema que ellos mismos fulminaran contra si al proferir estas palabras:
Sanguis ejus super nos, et super filios nostros.

El resultado fue que en este famoso tribunal de la razón y de la justicia se convirtieron por la
misericordia divina y medios eficacísimos de que se valió, casi todos los Judíos de las Aljamas de Alcañiz, de Caspe, y de Maella; así como también muchos de las de Zaragoza, Calatayud, Daroca, Fraga, y Barbastro; y últimamente, las Aljamas de Lérida, Tamarite y Alcolea de Cinca, pasando de cuatro mil los que por entonces se bautizaron y abrazaron el Cristianismo. Y a seguida de esto publicó el Papa Benedicto una Bula contra los que aun quedaban obstinados; estrechando así más y más su mala posición, y coartando el ejercicio de su culto con el de sus logros y usuras, ídolo principal y característico de esta secta errante y precita, herida providencialmente por el Rayo divino. (1)

Ya hemos visto también en el interreino que sucedió a la muerte del Rey D. Martín, el gran celo que el Papa Benedicto desplegó, los medios eficacísimos que empleó, y los muchos y penosos viajes que emprendió, para tranquilizar los ánimos, evitar la efusión de sangre, y traer los partidos a una concordia general, en medio de los grandes obstáculos y dificultades de una guerra civil; logrando ver coronados sus laudables esfuerzos con el éxito más feliz y completo.

(1) En el archivo de la Santa Iglesia Catedral de Tortosa se halla la célebre Bula original de que aquí se hace mención, la cual principia por estas palabras:
Et si Doctoris Gentium, y concluye con la fecha en Valencia, a 11 de Mayo del año XXI de su Pontificado, que equivale al 1415. No la trasladamos a continuación porque Zurita y Mariana dan de ella una noticia bastante detallada, y más aún por no alargar demasiado esta adición. Pero no deja de inferirse de aquí el gran celo que le animaba y que desplegó el Papa Benedicto por la extinción de la raza judaica, que tantos males causaba en aquellos tiempos; empleando para ello los medios de suavidad y de convicción primero, y después los de rigor y fortaleza que eran necesarios.

Pero apreciando, como se debe, estos señalados servicios en favor de la fé católica, es indudable que el principal instrumento de que para ello se valió la divina Providencia fue San Vicente Ferrer, por cuyo celo, santidad, y admirable predicación abrazaron el Cristianismo, solo en España, el prodigioso número de ocho mil Moros y treinta y cinco mil Judíos. según atestigua Mariana: por lo cual se le llamó en aquel tiempo, muy justa y oportunamente, Gran Ministro del Evangelio y Trompeta del Espíritu Santo.

En Alcañiz fueron numerosas y muy importantes las conversiones que hizo. Como se hallaba aquí entonces una de las más doctas Sinagogas de los Judíos (cuya habitación la tenían a la espalda de la Iglesia Mayor junto al antiguo Cementerio); vino el Santo a fijarse, por una larga temporada, en el convento de Dominicos de su Orden, para ver de separar de sus errores a los principales Rabinos: y luego después valiéndose de ellos mismos, hacer más fácil la conversión de los demás.
Dios premió, como siempre, su obra y sus trabajos apostólicos; pues que convenció y convirtió al más famoso Doctor que tenía entonces la Sinagoga, que era el célebre Rabi Salomón llamado después Gerónimo de Santa Fé, que es el mismo de quien arriba hemos hecho mención. Y tras él y con su grande ayuda, fueron siguiendo todos los demás, y últimamente hasta el afamado Rabino Astruch Levi de esta Ciudad, que acudió a las Disputas de Tortosa.

Y entonces fue cuando complacido el Santo de estas tan grandes conquistas, debidas principalmente a la misericordia divina, quiso consignar su gratitud y el grande aprecio en que tenía a los sabios y piadosos Religiosos Dominicanos del Convento de Alcañiz, con quienes había vivido tan largo tiempo, y que tanto cooperaron a sus santos propósitos. Y como ya digimos en la nota inserta en la página 30 (no coincide), les regaló entre otras cosas, para que lo encomendasen a Dios, las partes del Angélico Doctor Santo Tomás de Aquino en cuatro tomos, y el texto del Maestro de las sentencias Pedro Lombardo, manuscritos todos en vitela, y en muchos lugares dó había alguna dificultad, marginada y declarada de la misma mano y letra del Santo Predicador. Y los Religiosos agradecidos, escribieron en cada uno de los cinco libros las siguientes palabras:
Este libro dio al convento de Alcañiz el venerable P. Fr. Vicente Ferrer, Maestro en Sagrada Teología, y confesor del Señor Papa Benedicto Treceno, los cuales se guardan en el archivo de este Convento.

Estas mismas palabras textuales las hemos copiado nosotros de unas apuntaciones sacadas fielmente del archivo de aquel Convento, que hemos podido ver después de lo que habíamos escrito en la página 30. Nada se habla aquí de que la suma de Santo Tomás estuviera escrita de su propio puño, como dijo en sus memorias D. Evaristo Colera, tomándolo de algunas historias manuscritas de esta Ciudad. Pero de todos modos resulta, que dicha suma era lujosa, correota, antiquísima, y muy recomendable por su origen y circunstancias, y por las notas marginales de San Vicente Ferrer, que tanto llamaron la atención en nuestros días al sabio Cardenal Lambruschini.

En cuanto a sus acciones nobles y generosas, puede decirse sin exagerar que rayaban en la prodigalidad, no desmintiendo en esto la índole especial de su ilustre prosapia. Con dificultad se encontrará un pueblo de importancia en que él morase por algún tiempo, que no le debiera muestras prácticas de su munificencia y liberalidad. En la Universidad de Salamanca, en que estudió derecho canónico, además de haber dejado muy buenos estatutos y otorgándole insignes privilegios y aumento de rentas y consignaciones, hizo a sus expensas una gran parte del edificio: el cual testifica todavía y transmite a la posteridad su gratitud, mediante una pomposa inscripción que sus sabios Catedráticos hicieron esculpir en los claustros de aquel célebre Establecimiento.

En el Obispado de Tarazona reconstruyó varias Iglesias y Conventos; y en Calatayud, entre otros, el de San Pedro Mártir del esclarecido Orden de Predicadores, a que era muy afecto, y en cuya Iglesia había sido enterrado su padre por los años de 1352.

En Zaragoza construyó todo el magnífico cimborio de La-Seo, como demuestran sus armas; y dotó a esta Santa Iglesia Metropolitana de muchos Santos de plata del tamaño natural en su parte superior, y de otras estimables y preciosas alhajas, que afortunadamente han podido salvarse del peligroso naufragio de tiempos no muy remotos.

En Tortosa se conservan también con mucho aprecio su hermoso y crecido pectoral, o sea relicario, esmaltado en graciosísimos relieves góticos y enriquecido con las reliquias de los doce Santos Apóstoles, formando todo él un óvalo aplanado en forma de media luna; un magnífico cáliz de palmo y medio de alto, con su patena de un palmo de diámetro, en la que están muy bien figurados los Santos Apóstoles y una inscripción gótica en su centro, en la cual se leen estas palabras, Jesus Christus Rex venit; una preciosa y bien laboreada
cruz de tres palmos de alta de plata sobredorada, como las demás alhajas sobredichas; y finalmente, la pila bautismal de una excelente piedra marmórea, en cuya parte exterior están esculpidas sus armas y la tiára. Todo esto lo hemos visto nosotros con satisfacción en aquella ciudad.

Y Alcañiz por último, aunque no ostenta al presente alhajas estimables del Papa Benedicto,
que las vicisitudes de los tiempos le han hecho perder, conserva sin embargo en su memoria otro beneficio mayor y de más trascendencia; tal es, el haber elevado a Colegiata su antigua Iglesia Prioral y Parroquial: si bien en el día tiene el sentimiento (que en otra parte hemos expresado) de que hayan pasado en vano 446 años con aquel rango y categoría.

VII
Resulta, pues, de todo lo que dejamos expuesto, que el Cardenal de Aragón D. Pedro de Luna, fue en su conducta, hasta la reunión del Concilio de Constancia, un varón respetable, generoso, de buenas costumbres, y de prendas poco comunes: y que la cuestión de su legitimidad pontificia hasta esta época (que nosotros que no prejuzgamos dejanos al juicio infalible de la Iglesia), tuvo en su favor muchas y muy señaladas personas, las cuales pudieron contribuir en gran manera a arraigar y fortalecer más y más su propio dictamen y las
sutiles y habituales mañas de su fecundo y agudo talento. Pero que después que el mal de la Iglesia llegó a su colmo, y que la cesación del cisma que se anhelaba exigía imperiosamente la cesación de su autoridad que se le demandaba y suplicaba por todos, y en especial por los Embajadores del Concilio de Constancia; después de esto, decimos, resulta indeclinablemente que obró mal, que cayó en el error, y que dio pruebas demasiado ciertas de su obstinación y orgullo. La iglesia, que ha respetado y aprobado muchos actos y acuerdos canónicos de su primera época, lo hubiera mirado con particular predilección y tenido por uno de sus verdaderos hijos en la segunda, si hubiera oído dócilmente su voz poderosa y omnipotente,
como la de aquel de quien emana su autoridad y poder. No habiéndolo hecho así, lo relega con nosotros y todos los buenos católicos, a la ignominia y desgracia de los Antipapas.

VIII
Dos palabras tan solo vamos a añadir sobre los restos mortales de este hombre desgraciado, y los de su inmediato sucesor Gil Sánchez Muñoz. Depositóse el cadáver embalsamado del primero en la Iglesia del castillo de Peñíscola; y pocos años después de su muerte, fue trasladado a su palacio de Illueca y puesto en la misma Cámara que nació, en donde y según Zurita, lo tenían con grande luminaria en la misma arca-ataúd en que vino. Así
permaneció muy bien conservado en sus formas, hasta que en la época de los Franceses (1811) lo hicieron estos a pedazos, arrojándolo después vandálicamente por los balcones. Pudo aun su familia recoger su grande cabeza; y ésta se halla actualmente en el palacio de los Condes de Argillo del Pueblo inmediato de Sabiñán, conservando todavía la piel sobre el cráneo y un ojo dentro de su órbita.

La cabeza del segundo se halla en la Sala Capitular de los Racioneros de Teruel, a cuya ciudad y corporación perteneció; y está tan perfectamente conservada, que no le falta nada de la cara ni de la cabeza: y lo que es aun más sorprendente, hasta tiene bastante abultado el rostro, en el cual se perfila todavía el pelo de la barba. Diríase que hace pocos meses que expiró, siendo así que pasa de cuatro siglos, pues que murió en 1447. Aunque sea esto un fenómeno natural, no deja de ser notable: nosotros, al menos, no hemos visto una momia que más haya alargado y transmitido a la posteridad la idea y memoria de su forma primitiva.
Para que en todo aparezcan singulares estos retoños agostados de la ruidosa elección de Fondi.

DISQUISICIONES HISTÓRICAS, GEOGRÁFICAS, LITOLÓGICAS Y CRITICAS
sobre el sitio en que estuvieron Ergávica y Anitorgis,
Ciudades famosas del Imperio Romano en la España Citerior, o Tarraconense.

En todas las Naciones y en todas las edades del mundo ha sido siempre la antigüedad un objeto especial de amor y veneración para los hombres; y este proceder instintivo del género humano no es otra cosa que el fiel cumplimiento de un alto designio de la Providencia.

Efectivamente; por este medio suavísimo y lleno de grandes atractivos, recorre el hombre la útil y luminosa historia de su peregrinación sobre la tierra: esto es, su primera aparición sobre este Gran Mundo para él criado por la mano benéfica del Omnipotente; el modo milagroso de su propagación y desarrollo; las grandes vicisitudes de todo género por que ha pasado; y todo el largo camino que ha seguido hasta llegar al estado presente en que se halla. Y como su alma es inmortal y tiene la marca indeleble del Espíritu divino, tiende aun su vista atrevida a las regiones oscuras del porvenir, y pronostica y calcula, con tales precedentes, la marcha sucesiva de su especie hasta la consumación de los siglos.

En todo este procedimiento elevado y progresivo del espíritu humano no puede éste menos de ver a Dios y encontrar siempre la mano poderosa y liberal de su Providencia; ;si no es que voluntariamente quiera cerrar los ojos a la luz! Y lo mismo sucede si sus investigaciones parten en orden inverso; esto es, descendiendo gradualmente por los eslabones de la larga cadena de su historia,. hasta llegar al primer hombre. Quieto y absorto entonces en este primer principio de su Ser, es indudable que no podrá menos de reconocer y adorar al Supremo Hacedor (del mundo que a él le es posible) en toda la plenitud de su Bondad y Omnipotencia: porque sin esta Bondad y este Poder, ni le fuera posible nacer y existir por si mismo ni por ningún otro agente, ni crecer y desarrollarse después sin la asistencia Divina.

Resulta, pues, incontestablemente, a nuestro modo de ver, que en este procedimiento del hombre se descubre siempre a Dios; y después, la naturaleza, el origen y el destino del hombre, juntamente con la gran tendencia que tiene a abarcarlo todo y a reducirlo todo a la gran síntesis de la Unidad, como hechura de Dios, uno, simple e infinito, con unidad
absoluta y con poder absoluto, al cual representa el hombre en el orden finito de las criaturas, para llenar con su amor al Criador el fin principal de su existencia.

De este modo creemos puede explicar nuestra flaca razón el misterioso secreto de nuestro amor y respeto a la antigüedad, y la ley providencial por la que el amor de Dios, entre otros medios infinitos, nos atrae tan grata como insensiblemente a su amor y veneración, por medio del útil estudio de la misma antigüedad. Cuanto más cabamos en ella, más encontramos, o podemos encontrar a Dios; y sin saber cómo ni porqué, parece que ponemos los títulos de nuestro honor y de nuestra gloria en la antigüedad veneranda de nuestros antepasados, de
quienes descendemos inmediata y sucesivamente en la localidad respectiva de cada uno.

¿Qué extraño es, pues, que los Pueblos más diligentes hayan puesto tanto cuidado y esmero en buscar a sus primitivos habitadores la mayor antigüedad posible?
Y si es cierto que la cadena de la verdad histórica se ha interrumpido o roto en muchos pueblos y países, por las diferentes castas y dominaciones que en ellos se han sucedido, ¿qué extraño es, que unos no hayan podido eslabonarla jamás; que otros más afortunados conserven todavía sus enmohecidos anillos; y que otros, en fin, con datos obscuros y con la confusa variedad de opiniones que de ellos resultan, hayan adoptado falsos supuestos o juicios equivocados?

En este último caso creemos se encuentran los que han sostenido hasta poco ha, que la famosa y antigua Ergávica de los Romanos correspondía a la actual ciudad de Alcañiz; o sea al mismo sitio que ésta ocupaba cuando D. Alonso I de Aragón la conquistó de los Moros, en el primer tercio del siglo XII.

Para opinar de este modo, tenían en su favor el apoyo de varios escritores de aquellos tiempos; y sobre todo, los manuscritos y antecedentes de Micer Alonso Gutiérrez y del Dominicano P. Tomás Ramón, publicados en la Historia de Alcañiz por D. Pedro Juan Zapater, hijo, como los anteriores, de la misma Ciudad. Pero tal opinión, que ya fue
combatida entonces por algunos escritores de nota, y que realmente, no estaba fundada en sólidos cimientos, es ya de todo punto insostenible en el día.

El intentar lo contrario sería sacrificar la verdad a las pasiones; o dar pruebas poco honrosas de que a los hijos de Alcañiz no les hieren los rayos de la luz, o que no han llegado todavía a su retina.
Las obras luminosas del docto Ferreras, del profundo Cortés, del erudito Nubiense Gerif Aladris, del sabio orientalista D. José Antonio Conde, y de otros, han dado en España un grande impulso a la Geografía comparada, poniéndola a una altura respetable hasta para las Naciones extranjeras. Como consecuencia de esto, las verdaderas fuentes de esta ciencia, únicas que al buen criterio filosófico pueden servir de guía en las pruebas intrínsecas de sus
investigaciones, han pasado ya al dominio del público ilustrado con todo el lleno de luz y de doctrina, que en el día podía apetecerse. Así es, que tenemos como a la mano el texto, la traducción y la explicación clara y luminosa de todos los Geógrafos que escribieron de España antes de la invasión de los árabes, y que han podido conservarse.
Tales son, Pomponio Mela, Estrabón, Plinio Secundo, Tolomeo, Antonino Augusto, Festo Avieno, Silio Itálico, Dionisio Alejandrino, Marciano Heracleota, y el Ravenate.
Todos estos Autores y sabios Geógrafos han sido examinados, analizados, y comparados entre si. Y de este modo, y con el auxilio de los historiadores Griegos y Romanos, se ha fijado, en cuanto ha sido posible, la correspondencia actual a los nombres de los Pueblos, Ciudades, Montes, Ríos, Distritos y Provincias con que entonces se conocieron.
Dedúcese, pues, de aquí, que al presente contamos con otros elementos de que antes se carecía; amen de los útiles trabajos empleados en la Lithología y Numismática, de que aquellos se han valido en sus investigaciones para sus pruebas extrínsecas: y que cualquiera que haya de ocuparse seriamente de asuntos concernientes a estas materias, no puede desentenderse, sin desdoro, de estos tan útiles como estimables adelantos.

Pero no se crea por eso que lo tenemos ya todo aclarado, y que todas las dudas y dificultades
se desvanecen al punto con solo el examen y estudio de las mencionadas producciones y adelantos en ellas consignados. Obstáculos poderosos y dificultades insuperables se oponen a ello de un modo invencible. La memoria de los primeros pobladores de España, traídos a nuestra Península desde los campos de Senaar por los hijos de Jafet (según la mejor y más segura versión de Flávio Josefo, San Gerónimo, y San Isidoro de Sevilla); esta memoria,
decimos, ha sido borrada en sus más importantes detalles, por los conquistadores inmediatos que los absorbieron: estos, por los que vinieron después: estos, por los que los subyugaron más adelante; y así sucesivamente hasta que llegó la época feliz para nuestra independencia, de la completa expulsión de los Moriscos. Con Hebreos, con Fenicios, con Griegos, con Celtas, con Cartagineses, con Romanos, con Godos, con Árabes; con tantos cataclismos en estos tiempos, con tantas y tan radicales transformaciones sufridas en nuestra codiciada España, ¿cómo era posible conservar sus nombres y divisiones geográficas, ni su historia, ni aun su idioma? ¿No es aun extraño que haya llegado a nuestros días el corto, pero precioso tesoro de que podemos disponer, especialmente después de la vandálica y destructora ocupación de los árabes?

Así, pues, lejos de estar todo aclarado y averiguado, son grandes y enmarañadas las dificultades que por necesidad tienen que tropezarse al enlazar y unir la inmensa cadena de la antigüedad. Y solo aquellos eslabones principales, y los descubrimientos arqueológicos de importancia que se han hecho, y que en adelante vayan haciéndose conforme a las prescripciones de la buena crítica histórico-geográfica; pueden ahora, y podrán mejor después, dar una luz clara y segura a las ansiadas conquistas y demostraciones de los Geógrafos y Anticuarios.

Expuestas estas consideraciones preliminares, cuya importancia y trascendencia nos han ido entretejiendo insensiblemente por su mutuo enlace y encadenamiento; pasemos ahora a dar cuenta de lo que va a ocuparnos en esta Disertación. Dividirémosla en tres párrafos, que abrazarán los puntos siguientes:

En el I demostraremos que la antigua Ergávica, Arcávica o Arcábrica, correspondió, o estuvo en el sitio que ahora ocupa el llamado Cabeza Griega, a legua y media de Uclés en la orilla del río Jiguela.

En el II examinaremos y juzgaremos el mérito y valor de la opinión improbable de nuestro Historiador Zapater, que fundado principalmente en los manuscritos de Alonso Gutiérrez y del Dominico P. Tomás Ramón, sentó y afirmó que Alcañiz era la antigua Ergávica.

Y en el III estableceremos, como opinión muy probable, que Alcañiz fue la antigua y célebre Ciudad Anitorgis.

I
Demuéstrase que Ergávica estuvo cerca de Uclés, en el sitio actualmente despoblado y lleno de ruinas, conocido desde tiempo inmemorial con el nombre de cabeza griega o de griego.

Antes de entrar en el examen de las pruebas más concluyentes que nos suministra la Arqueología para demostrar que la antigua Ergávica correspondía a Cabeza Griega, vamos a ocuparnos primero de las que nos ofrecen la Historia y la Geografía de los tiempos contemporáneos a aquella famosa Ciudad. Para ello aduciremos sus textos y autoridades, y después sacaremos de ellos sus legitimas consecuencias.
Muy antiguo es ya en España el nombre de Ergávica, puesto que su origen se pierde en la noche de los tiempos. Compónese esta palabra de las silabas siguientes: Er-gab-bica, que quiere decir: Ciudad puesta en la eminencia de un valle = Civitas in eminentia vallis.

Tito Livio hace mención de esta Ciudad al referir la expedición de Tiberio Sempronio Gracho a los últimos confines de la Celtiberia; y lo mismo Plinio que Tolomeo, la llaman y escriben del mismo modo. Sin embargo, en las medallas de esta antigua Ciudad, se halla por lo común el nombre de Ercávica, y aun en algunas el de Erkávica.


Así pasó, y fue conocida, hasta el tiempo de la Monarquía Goda en que se adulteró un poco su nombre, según la costumbre que tenían entonces de cambiar las vocales y de hacer otras inmutaciones; llamándola en su consecuencia Arcábrica, que significa Ciudad Capital,

En los siglos tan señalados en España por el fatal atraso de las ciencias, fue convertido por los Árabes el nombre de Arcábrica en el de Archabrica, o Archágrica, que tuvieron por sinónimo y más adelante, en el año 1085 en que Alonso VI conquistó Toledo, se reconocieron restos, antiguos de una ilustre Ciudad, no lejos, del nacimiento del Tajo, a la cual los pueblos inmediatos (cuya memoria tradicional no había podido aun borrarse hasta entonces) llamaban Archá-grica; nombre que después españolizaron con el vulgar y bárbaro de Cabeza griega, o de griego.

Ya es sabido que la palabra Arche significa Cabeza, lo mismo que Archi-Diáconus, Arcediano; y Archi-Episcopus, Arzobispo, o cabeza de los Obispos de un Distrito; y que para el vulgo español, lo mismo da gueno que bueno, y grica que griga o griega. Al menos esta es la mejor, sino la única traducción oral que puede hacerse de aquel sinónimo, que tanto se conforma con el genio y pronunciación vulgar de nuestro pueblo, y que tan en armonía está con las fuentes de la historia, de la geografía y de la arqueología.
Aun duraba su memoria tradicional, cuando el Sr. Alcocer, antiguo historiador de Toledo, reconoció este sitio; y en la actualidad, conserva todavía el mismo nombre.

Esta es, pues, la antigua Ergávica, la famosa Ergávica de los Romanos, a quien Tito Livio llamó nobilis el potens civitas: esta es la que dice el mismo que se entregó voluntariamente a Tiberio Sempronio Gracho, y se hizo aliada, y, confederada de los Romanos; Faederata Romae Ergávica, como se lee ea una columna encontrada entre sus ruinas: esta es la que gozaba del privilegio del Lácio antiguo (Latii veteris), pudiendo sus habitantes optar a los empleos civiles y militares de la República Romana, al mismo tiempo que estaban exentos de sus tributos y estipendios: esta es la que por tales ventajas debió atraer a su recinto muchas familias nobles y distinguidas, que la hermosearon y engrandecieron sobremanera, según lo acreditan los restos de sus grandes monumentos: y esta ciudad, en fin, es el Municipio Romano Ergavicense (que perteneció al Convento Jurídico de Zaragoza) como consta de sus inscripciones y medallas.

Ostentan estas en su reverso un hermoso Toro; y según Cortés, significa que los Ergavicenses profesaban la vida pastoril y agricultora, más bien que la militar: en lo que se diferenciaban de la mayor parte de las ciudades celtíberas, cuyas medallas presentan un caballo con soldado armado de lanza. El Buey es el Gefe de los Ganados, como le llaman los Poetas; y éste era el único animal de que para labrar se valían los antiguos. Así es, que muchas medallas de diferentes colonias Romanas, presentan una yunta de Buey y de Vaca para tirar el arado;
y nunca mulas ni caballos.

Pero ¿en qué parte estuvo situada esta renombrada Ciudad?
En los últimos confines de la Celtiberia; in últimis locis Celtiberiae.
Así lo dice Tito Livio refiriendo la buena suerte que tuvo Gracho, de que aquella Ciudad le entregase voluntariamente sus llaves, para deponerse él después a la toma y rendición de Munda y de otras plazas importantes. Y en el mismo sitio que Tito Livio, la colocan todos los Geógrafos de la antigüedad: esto es, en la Celtiberia.
Desnudemos, pues, bien los términos de esta Región antiquísima (1), y no poco célebre en los fastos de la Historia.

Al momento que se dobla el Idúbeda, dice Estrabon, se pone ya el pie en la Celtiberia.
Porro Idúbeda superato, statim Celtiberia additur.
Dedúcese de aquí que el monte Idúbeda era el que dividía por la parte oriental a la Celtiberia; y así lo dice Estrabon en solas dos palabras, ad ortum est Idúbeda.

(1) El origen de los Celtíberos nos remonta a la idea de los primeros pobladores de España: esto es, de los Iberos, que vinieron de las orillas del Eufrates, adoptando aquí este nombre, que consagraron preferentemente al río Ebro; y de los Celtas, que emigraron más tarde
de la Esertia, llegando por fin a la Iberia, donde se mezclaron y confundieron con sus habitantes. Y de los nombres de las dos Naciones reunidas remito el de Celtíberos. Así lo dice, entre otros. Silio Itálico con estas palabras:
Celtae sociati nomen Iberis.

Por el norte dice el mismo, lindaba la Celtiberia con los Berones: a los que añade Tolomeo los Arevacos y los Pelendones. Que es lo mismo que decir, que la linea boreal tiraba desde Lerma hasta el Moncayo, sirviéndole de aledaños y puntos intermedios, Canales, Villoslada, Cornago, Cerbera y Tarazona.

La linea meridional, dice Estrabon, la forman los Vacceos, los Wetones, y los Carpetanos; y Tolomeo conformándose con esta división, la reasume en dos palabras: al occidente de la Celtiberia, se halla la Carpetania. Es decir, en el terreno que media entre Consuegra y Guadalajara, en el cual se encuentran Toledo y Madrid.

La linea meridional, prosigue el mismo, discurre por la Oretánia, la Bastitánia y la Ditánia: lo que equivale a decir que marchaba desde Fuenllana y Montiel hasta Chinchilla.

La oriental, ya lo hemos dicho: los montes Idúbedas formaban la línea divisoria. Y estos eran la cadena de montes que desde el Moncayo inclusive, van siguiendo con sus curvas irregulares las sierras de San Martín, Herrera, Palomita, Peña colosa, y Espadán hasta Murviedro. Por manera, que las vertientes occidentales de estas cordilleras tocaban
en la Celtiberia; y las orientales, en la Edetania e Ylergavonia (Ilergavonia, Ilercavonia).

Completando, pues, el cuadro corográfico de la Celtiberia y abarcando todo el ámbito de su
circunferencia, diremos: que desde Segorve (cerca de Murviedro) tiraba a Linares, Aliaga, Montalvan, Herrera, río Guerva, Zaragoza, Magallon, Tarazona, Fuentes del Duero, y Sierra Ravanera; y luego bajaba por Aranda, Segovia, Arévalo, Sigüenza, Uclés, Consuegra (entre estas dos Ciudades se hallaba Ergávica), Alcázar de San Juan, Fuenllana, Alcaraz, Montiel, Ayora, Requena, Alpuente, y Segorve, no lejos de la famosa Clunia, de cuya Ciudad, como principio y fin de la Celtiberia debe entenderse lo que dijo Tito Livio, que se hallaba
esta Región entre los dos Mares; y efectivamente, estaba a ocho leguas de ellos.

Tales son los límites más exactos y precisos de la Celtiberia, según los expresados Geógrafos que nos han servido de guía; aunque no debemos omitir que por extensión, por confederación, y por la gran fama y renombre que adquirió este País, se llamaron también Celtíberos cuatro Distritos colindantes, a saber, los Arevacos, los Pelendones, los Olcades y los Lusones.
Los Arevacos comenzaban por el oriente en las sierras donde nace el Tajo; y por el sudoeste tenían a los Carpetanos: es decir, que se extendían por esta parte, desde Agreda hasta Segovia.
Los Pelendones tenían por el norte a los de Burgos y Briviesca: por el oriente a los Berones de Nájera y Grávalos, y a los Celtíberos de Ágreda: por el mediodía a los Arevacos; y por el occidente a los Vacceos de Palencia. De esta Región celtíbera eran los preclaros Numantinos, como dice Plinio: Pelendones Celtiberorum, quorum Numantini fuerc clari.
Los Olcades eran los de la Alcarria.
Los Lusones eran los vecinos de la Edetania central, y se extendían desde el occidente de Belchite hasta Albarracín, quedando comprendidos en ellos, Daroca, Teruel etc.

Todos estos cuatro Distritos pertenecían a la federación celtibérica, y se llamaban Celtíberos en esta forma: Arevaci Celtiberorum, Pelendones Celtiberorum etc. Y estos, con los que atrás dejamos consignados, eran los límites y circunscripciones de la Celtiberia, que tomaba de Aragón una buena parte. Pero como por la diversidad de tiempos y circunstancies se estrechó o ensanchó más o menos aquel País, se hace muy difícil el fijar con toda precisión y exactitud su topografía, así como la de las demás Provincias Romano-hispanas: efecto natural de los datos y antecedentes incompletos que han llegado hasta nosotros.
Sin embargo; en cuanto a la Edetania, no sabemos que se llamase nunca a sus habitantes, Edetani Celtiberorum.
Pero los Celtíberos propios y rigurosos eran los que dejamos descritos, según la autoridad de los mejores Geógrafos antiguos y modernos, que hemos podido consultar.

Nos hemos detenido algún tanto en describir y lijar los límites obscuros, difíciles, y aun varios de la Celtiberia, por dos razones. Primera; por la grande importancia que tuvo este País, y ocuparnos de él en esta Memoria. Y Segunda; porque tenemos que probar, con los auxilios que aquellos nos suministran, el sitio o lugar que ocupó la antigua Ergávica.
Respecto a lo primero, diremos: que la Celtiberia era el País más belicoso de la España, y el que por tantos años desangró al poderoso Imperio Romano. Por manera, que después que éste expulsó de aquí a los Cartagineses, estuvieron los Celtíberos defendiendo su libertad e independencia por espacio de 200 años, hasta que por fin los venció y sometió Julio Cesar. Solo los Numantinos (pueblo sin par en la historia de los Héroes) costaron a Roma, en veinte años de lucha, más ejércitos que la conquista de toda la Grecia. Véase al efecto Lucio Floro, escritor poco sospechoso a la verdad.

Respecto de lo segundo, decimos: que si bien por los límites y circunscripciones de la Celtiberia, que hemos recorrido, no puede señalarse con puntualidad el sitio preciso que ocupaba la antigua Ergávica, bástanos haber encontrado en ellos pruebas incontrastables de que esta ciudad se hallaba en la Celtiberia, y lo que es aun más, en los últimos límites occidentales de la Celtiberia; no teniendo a su espalda mas que una sola ciudad, que es Consuegra.

Constando, pues, como se ha visto, que Ergávica estaba en la Celtiberia, y no en la Edetania, ni en la Lusonia, ni en la Ilergavonia, ni en ninguna otra Provincia o Distrito de la España Romana; allí es donde debemos buscarla, y allí es donde puntualmente aparece.
Con efecto; después que Alonso VI dio fin a la conquista de Toledo a últimos del siglo XI, se
pudieron examinar y reconocer las ruinas de aquella ciudad. Y de este examen resultó lo que atrás dejamos indicado: esto es, que aparecieron en un despoblado cerca de Uclés, muchos vestigios de una grande y hermosa Ciudad, a la que los Pueblos inmediatos designaban con el nombre de Archá-grica, el cual se convirtió después por nuestro pueblo en el de Cabeza-griega (como ya hemos explicado), por parecerle sinónimo y ser más fácil y conforme con su habla. Y ya entonces se vieron allí grandes paredones, restos de torres, murallas, columnas, y en fin, muestras patentes de haber existido en aquel sitio una importante y suntuosa Ciudad. Nobilis et potens Civitas. Ello es, que así la calificaron cuantos visitaron y reconocieron aquel local, contándose entre estos el sabio Ambrosio Morales y el antiguo Historiador Alcocer, como hemos indicado.

Pero poco tiempo pasó sin hacerse una declaración formal acerca del sitio y pertenencia de esta antigua Ciudad. Constando evidentemente por los Concilios de Toledo, que en la Monarquía Goda era Arcábrica silla episcopal, debía restablecerse y agregarse a donde fuera justo y conveniente. Y así se hizo sin demora, resultando de esto otra nueva luz para la cuestión que examinamos. Nadie duda de que en la Corte Romana se tenían entonces, como siempre, noticias exactas del sitio de las Ciudades Episcopales de España: pues no habiendo penetrado nunca los Árabes en la Ciudad eterna, no podían perderse ni desaparecer las memorias, registros y antecedentes que sobre este importante punto se conservaban en sus bien montados archivos.
Pues bien: cuando después de la conquista de Cuenca se fundó el Obispado de esta Ciudad, se le agregaron por el Rey de Castilla Alonso VIII y el Papa Lucio III las muy inmediatas diócesis de Arcábrica y Valeria cuyas importantes Ciudades habían desaparecido por completo. Y entonces se señalaron a Cuenca las mismas circunscripciones que éstas habían tenido en la época mencionada.

Por estas circunscripciones puede inferirse muy bien el sitio en que estuvo situada Arcábrica, pues que le señalaron por el occidente todo el común de Uclés hasta Mora y Ocaña; debiendo por lo tanto estar colocada esta Ciudad (según la Itacion Goda de los Obispados de España atribuida al Rey Wamba) entre Avia, Tarancón, Mora y el Tajo: esto es, en el punto que hemos designado de Cabeza griega.

Y confrontando la Celtiberia con la Carpetania, en que se hallaba Toledo ¿dejarían sus Arzobispos de reclamar para sí estos límites arcabricenses, si a ellos les hubieran correspondido? Este interés enlazado con el deber ¿no era un poderoso acicate para examinar y esclarecer esta cuestión?
Pues así lo hicieron, y así lo reconoció y aprobó el Arzobispo Cerebruno, que intervino en el asunto, dejando para Arcábrica (que agregó a Cuenca Lucio III en 1183) los mismos límites que hemos indicado y que le correspondían, según los antecedentes de Roma y la famosa Ilación Godo-hispana.

Pero la cuestión de Ergávica o Arcábrica, que con lo dicho ya hasta el presente ha recibido mucha luz, va ahora a quedar resuelta con lo que vamos a añadir.

En tiempo de Carlos III se practicaron importantes excavaciones en el mencionado sitio de Cabeza-griega, con motivo de asuntos jurisdiccionales de algún interés. El empeño, según dice el Académico Sr. Cortes, no era encontrar entre aquellas ruinas a la famosa Ergávica, sino a la ansiada Segóbriga. Pero se halló la primera; y con ello ganó mucho la Geografía comparada, que ya puede fijar, con toda la exactitud que cabe en estas obscuras materias, la correspondencia cierta de aquella antigua ciudad.

Entre otras cosas importantes que se descubrieron, y que acreditan nuevamente el haber existido allí una grande Ciudad, apareció una columna con las iniciales F. R. E. A.; cuya interpretación natural parece no puede ser otra, que Faederata Romae Ergávica, teniendo para ello en cuenta la costumbre general de los Romanos de escribir el nombre de la Ciudad con la primera y última letra, como en Caesaraugusta con C. A., y Nebrisa con N. A. etc.

Pero lo más notable que se encontró en las excavaciones fue una Iglesia gótica al pie de un monte contiguo a las murallas de la ciudad, en donde los Fieles obtendrían permiso de los Moros para ejercer su culto, según solían darlo a los Pueblos que se les sometían, o que capitulaban con ellos; como lo hicieron Toledo, Zaragoza y otras poblaciones del Reino.
En esta pobre Iglesia yacían los cuerpos de los Obispos Arcabricenses, Sempronio o Sefronio, y Nigrino; y sobre el mismo sepulcro en que entrambos habían sido colocados, se leía esta inscripción: Hic sunt corpora Sanctorum in Dómino Nigrinus Episc. Sefromius Episc.

Además de esta inscripción, se encontró otra muy notable en paraje separado: lo cual demuestra, que después de enterrados los dos Obispos en su lugar respectivo, los juntaron los fieles en una misma sepultura, a causa, sin duda, de la turbación de los tiempos. Esta curiosa inscripción es un hermoso epitafio, muy honorífico para el Obispo Sefronio. Consagráronlo a su memoria sus amados Diocesanos por la ardiente caridad que tuvo con los pobres, por su gran celo y predicación apostólica, y por la especial sobriedad de sus costumbres, tan conformes con el significado de su nombre Sempronio o Sefronio, que quiere decir sobrio; deduciendo del ejemplo de estas sus virtudes la necesidad de ser sobrios y vigilantes, para no lamentarse después inútilmente de haber incidido en un mal sempiterno.
He aquí sus palabras textuales, que se encontraron algo maltratadas por la injuria del tiempo.

Sefronius tegitur tumulo antistes in isto,
quem rapuit populis mors inimica suis:
qui meritis sanctam peragens in corpore vitam,
creditur etherlae lucis habere diem.
Hunc causae miserum, hunc quaerunt vota dolentium,
quos aluit semper, voce, manu, lacrimis.
Quem sibi non sobrium privabit transitus iste.
Aeternum quaritur incidisse malum.

¿Se quieren ya pruebas más concluyentes?
Sempronio asistió al duodécimo y al decimotercio Concilio de Toledo, cuyas actas firmó con el conotado de Obispo Arcabricense, Sempronius Arcabricensis Episcopus.
Y del mismo modo que él, firmaron también en aquellos famosos Concilios Pedro Obispo
Arcabricense, y otros varios de aquella silla Episcopal.

Se enlazan, pues, muy bien y muy naturalmente la tradición oral y la escrita de Ergávica, Ercábica, Arcabrica, Arcágrica, y Cabeza griega o de griego, con la luminosa verdad que de si arrojan estas inscripciones sepulcrales, y demás descubrimientos arqueológicos que vio y examinó en Cabeza griega el Académico D. José Cornide, y todos los demás que los han visto y han querido examinarlos y juzgarlos sin interés ni pasión. Y por fin, se armonizan perfectamente con los mismos, los Geógrafos e Historiadores antiguos, las Divisiones de las Provincias Hispano-Romanas, los límites y confines de la Celtiberia, la Ilación o mojonamiento de los Obispados en la Monarquía Goda, y las decisiones solemnes
sobre los mismos de la sabia corte Romana. ¿Qué más puede desearse en este género de demostraciones?
Con solo colocar a Segóbriga en Segorve, a Centróbiga en Santaver, a Munda en Montiel, a Consáburum en Consuegra, y Alcobriga en Arcos de Medinaceli (como lo hace y demuestra el Académico Sr. Cortés), se cortan y vencen ya todas las dificultades suscitadas por algunos escritores de nota, que según aquel, ni abrazaron en estas disquisiciones un sistema general y completo, ni profundizaron bastante las verdaderas fuentes de la Geografía comparada.

Resulta, pues, de todo lo que dejamos expuesto, que la antigua ciudad de Ergávica, y después Arcábrica, existió y floreció en el altozano despoblado que se halla actualmente a la orilla del Río Jiguela a legua y media de Uclés, y que es conocido con el nombre de Cabeza griega desde el tiempo de la restauración de la monarquía española.


II
Suéltanse los principales argumentos en que se fundaba la opinión de que Ergávica estaba en Alcañiz.

Sin embargo de que creemos haber probado suficientemente el sitio preciso en que estuvo la antigua Ergávica, no podemos aun dispensarnos de entrar en el examen de algunos datos y opiniones contrarias, que como al principio digimos, tuvieron gran crédito en Alcañiz, nuestra patria querida.
El apoyo de algunos escritores apreciables que colocaban a Ergávica en esta Ciudad; y sobre todo, los testimonios imponentes de lápidas e inscripciones con que nuestro historiador D. Pedro Juan Zapater sostuvo y robusteció esta opinión (que por otra parta creía honorífica para Alcañiz), eran los principales motivos que tenían aquí entonces para abrazarla y sostenerla con ardor.
Pero nosotros, que obraríamos también del mismo modo si no lo creyéramos contrario a lo que de si arrojan la Historia, la Geografía, la Arqueología y la buena crítica, seguiremos resueltamente el camino que nos trazan estas guías seguras, o bien lo que de ellas pueda
alcanzar nuestra débil razón: porque estimamos más la verdad que el falso honor, o los mezquinos y mal entendidos intereses de localidad. No habiendo verdad, no hay justicia; y entonces ni hay mérito y ni hay gloria. Lo que hay, es baldón, ignominia, y una negación absoluta de aquello mismo que se blasona tener. Si no es que quiera esto cubrirse con la capa humillante de la ignorancia.
Y por lo tanto, no separándonos del camino de aquella sana máxima de los antiguos que decía, Amicus Plato sed magis amica veritas, vamos a ocuparnos en este párrafo de la verdad histórica sobre Ergávica, que de si arroja esta cuestión, con respecto a la Ciudad de Alcañiz. Y para ello examinaremos y juzgaremos imparcialmente los tres principales argumentos ya
indicados, en que se fundaba nuestro historiador Zapater para probar que en Alcañiz estuvo aquella ciudad de la Celtiberia:
1 - en la opinión de algunos escritores de su tiempo.
2 - en los auxilios que le prestan la Geografía comparada y la Historia.
3 - en las lápidas e inscripciones, que dice haberse encontrado cerca de Alcañiz.

Aunque es cierto que no el número sino la calidad de los escritores es lo que constituye
el mérito y autoridad de sus doctrinas y opiniones, no queremos sin embargo aplicar este principio a los muy recomendables que cita nuestro historiador Zapater en favor de su opinión, de que Ergávica correspondía a Alcañiz.
Verdad es, que el valor e importancia de lo que estos afirmaron quedó en algún modo desvirtuado con lo que otros, no menos célebres, sostuvieron y negaron después. Pero no es aun en esto precisamente en lo que nosotros fijamos la atención. En materia de antigüedades y de geografía comparada, en que queda siempre el campo abierto para las investigaciones y discusiones científicas, no puede escritor ninguno, por más sabio y perspicaz que sea, rebasar la linea de los últimos descubrimientos y adelantos de su época: es decir, que pudiendo discurrir y juzgar debidamente sobre los datos y adelantos que en ella se tienen y poseen, no puede hacerlo con acierto sobre aquellos que todavía no han llegado a su conocimiento.

Partiendo de este innegable principio ¿quién ignora, que en la época en que aquellos escribieron se carecía de muchos datos y noticias que ahora se tienen? ¿Quién ignora, que el estudio y conocimiento de la historia y literatura Árabe, tan convenientes sino necesarias para estas materias, estaban casi abandonados; que la Geografía comparada, no había hecho grandes adelantos; y que la Arqueología, no había aun descubierto muchos secretos
preciosos, con los cuales hoy día se hallan resueltas muchas cuestiones que antes parecían insolubles? De aquí puede inferirse la importancia que pueden tener las citas de Zapater en materia de antigüedad y de autoridad geográfica.

En una de ellas hace grande hincapié nuestro Autor; y. por cierto, que son harto livianos sus fundamentos. Consiste esta en que la Real Pragmática de Felipe IV, que eleva al rango de Ciudad a nuestra antigua villa de Alcañiz, la nombra y llama Ergávica. Como si aquel Monarca tuviera igual facultad y poder para crear o erigir ciudades que para resolver a su modo cuestiones geográficas. O como sí la Real Cámara y Secretarios del Despacho se hubieran detenido mucho en esta laboriosa investigación, que entonces se hallaba en mantillas; o bien les constara por revelación lo que a ellos les interesaba bien poco, si exceptuamos la oportunidad de justificar su concesión con mayores títulos
de mérito y de valía.

Algo más fuerza que la de esta cita tiene sin duda alguna la que hemos aducido en el párrafo
anterior, relativa a la Bula de erección de la Silla Episcopal de Cuenca expedida por el Papa Lucio III, agregándole éste el territorio de la de Arcábrica con todas sus antiguas demarcaciones, y estando acorde con ellas el Rey de Castilla, Alonso VIII y el Arzobispo de Toledo Cerebruno: los cuales, estuvieron bien lejos de pensar y tener a Arcábrica por Alcañiz.

Pero, ¿qué más? ¿cuál era la opinión de los Alcañizanos en los siglos anteriores al XVI y XVII? ¿Cómo opinaban los grandes hombres que esta Ciudad había producido hasta entonces?
Ni Ruiz de Moros, ni Sobrárias, ni Miedes, ni Andrés, ni ninguno otro de sus célebres contemporáneos pensaron jamás tal cosa, ni se atrevieron a reclamar para Alcañiz los poco honrosos títulos de aquella infiel Ciudad de la Celtiberia, que no hizo causa común con sus hermanas en la defensa sagrada de la Patria.
Y en el día está ya enteramente abandonada la opinión que siguieron Zapater y otros, no habiendo ninguno que sostenga que Alcañiz fue la antigua Ergávica.
Al contrario, Ferreras, el Nubiense, Antillón, Conde, Cortés y todos los Geógrafos contemporáneos ponen a Ergávica en Cabeza griega.
Con todo lo cual creemos queda desvanecido el primer fundamento de autoridad en que se apoyaba la opinión que combatimos.

Pues la geografía comparada y la Historia presentan aun menos auxilios a esta opinión.
En cuanto a la Geografía, ya hemos demostrado atrás la poca fuerza que ésta le presta,
en vista de los límites y circunscripciones de la antigua Celtiberia. Y la Historia no ofrece tampoco mas que datos y argumentos en contra de la misma.

Para que Alcañiz pudiera ser la antigua Ergávica era menester probar, entre otras cosas, que no había estado situada en la Edetania, como realmente lo estuvo y no en la Celtiberia. O bien probar que lo mismo daba lo uno que lo otro; como consecuencia de la opinión gratuita de que la Edetania estaba contenida en la Celtiberia formando con ella un solo cuerpo. Mas siendo entrambas opiniones un absurdo manifiesto, resulta demostrado a priori, que sola la Geografía antigua echa por tierra la opinión de Ergávica en Alcañiz. Veámoslo ahora a posteriori.

Sienta Estrabon terminantemente, como ya se ha visto, que Ergávica estaba situada en los últimos pueblos de la Celtiberia: in últimis locis Celtiberiae. Y lo mismo que Estrabon, afirman todos los Geógrafos de la antigüedad; pero añadiendo el primero, que en seguida que se rebasa el Idúbeda se llega ya a la Celtiberia: Porro Idúbeda superato, statim Celtiberia additur. Y dice también el mismo, acorde con lo sobredicho, que la Celtiberia propia agregó por confederación, y por la fama y extensión de su nombre, a los Arevacos, Pelendones, Carpetanos, y Lusones. ¿Se dice algo aquí de los Edetanos? Y la Geografía antigua, ¿los ha reconocido ni reputado jamás por Celtíberos?
Luego la Edetania no estuvo unida ni incorporada con la Celtiberia.
Y como Alcañiz (de quien más adelante hablaremos) estaba en el centro de la Edetania o Sedetania, in agro sedetano, como dicen los Romanos, y no en la Lusonia ni en la Ilergavonia y con las que confrontaba por oriente y poniente; resulta demostrado, que ni estuvo en la Celtiberia, ni se reputó por Celtíbera la hermosa Provincia de los Edetanos, que era tenida entonces por la más rica de la España Tarraconense.

Era esta, a la verdad, un País ameno, fértil, belicoso, y de grandes tradiciones históricas, desde el tiempo antiquísimo de los Thobelianos o Thobelios, primeros fundadores o habitadores de la Iberia. Los nombres hebreos de muchas poblaciones, y otros muchos testimonios fehacientes, comprueban bastantemente esta opinión. (1)

(1) La palabra Edetania viene de la hebrea Edeta, que geográficamente hablando, corresponde a la actual ciudad de Liria, según consta por testimonios incontestables.
Dicha voz se compone de Ezd, raíz hebrea de Ezdeta, o Edeta; la cual significa lo mismo que todo género de árboles, arbustos y frutos de que tanto abunda esta Ciudad y casi toda la antigua Edetania. De lo cual se deduce claramente, que fue poblada en sus principios por los Hebreos, o descendientes de Thobel, o Tubal, que en España tomaron el nombre de Iberos, esto es, transpuestos al mar. He aquí como a este propósito se explica el respetabilísimo y antiquísimo Historiador Hebreo Flavio Josefo. Thobelus thobelis sedem dedit, qui nostra aetate Iberi vocantur.

Aquí tuvieron lugar grandes hechos de armas en muchos cientos de siglos, y la sangre de los más ilustres Capitanes de las dos más grandes Repúblicas del Mundo, tiñó sus campos y su suelo (que cubrieron algunos de sus restos mortales) con llanto luctuoso de sus soldados.

Mucho nos distraería de nuestro objeto el presentar nada más que un imperfecto boceto de los varios sucesos extraordinarios de que fue teatro este País, y en el cual fueron ya actores ya espectadores los valientes Edetanos. Pero no siendo esto lo que nos hemos propuesto, continuaremos hablando de la Edetania en lo que tiene relación con nuestro asunto. A este fin, y para que se comprenda mejor lo que dejamos apuntado, vamos a fijar los límites que tenía la Edetania.

Según Tolomeo, se extendía de norte a mediodía desde Zaragoza a Valencia, siendo edetanas y no celtíberas estas dos ciudades, aunque servían de límites a la Celtiberia.

Por el oriente discurría desde el mar hasta el río Idubeda (Mijares); y luego formando un
gran triángulo para la Ilergavonia desde el Mar y el Ebro hasta Castellón, bajaba otra vez al Ebro y subía por él, paralelo al Idubeda, hasta Zaragoza.

Por consiguiente, su linea occidental la formaban las grandes sierras de Eslida, Espadán, Peña-colosa, Puerto Mingalvo (Sallus Manlianus) Palomera, río Güerba y Zazagoza; todo lo cual se designaba entonces con el nombre de Montes Idúbedas. Por manera, que esta división orográfica y natural de las cordilleras y las vertientes de sus aguas marcaban por regla
general los límites de las Provincias colindantes; siendo Edetanas las que caían al oriente, y Celtíberas las que daban al occidente.

Ahora, como dato muy importante y curioso, además de conveniente para nuestro objeto, vamos a dar noticia de todas las Ciudades principales que los Geógrafos antiguos señalaban a la Edetania; no obstante de ocupar ésta, según Estrabón, una estrecha faja de tierra entre el Mar y el Ebro por una parte, y el Idúbeda por la otra. Pondremos primero el nombre con que eran conocidas entonces; y al lado derecho, el que les corresponde en la actualidad.

Damania Domeñó.
Edeta Liria.
Valentia Valencia.
Saguntum Murviedro.
Sepelaco Onda.
Aretalias Artana.
Oleastrum Eslida.
Etovisa Benifazá.
Leónica Castelserás.
Anitorgis Alcañiz.
Osikerda u Osicerda Mosqueruela o Valdevallerías
Lassira Lécera.
Arse o Anci Híjar.
Bernama Fuentes.
Ebora Alborzón o Albortón.
Belia Belchite.
Caesaraugusta Zaragoza.

Éstas, pues, y no otras eran las Ciudades que tenía la Edetania; en las que, como se ve, no se encuentra el nombre de Ergávica, siquiera aquella estuviera contenida en la Celtiberia.
¿Puede la Geografía antigua presentar pruebas más concluyentes en favor de nuestro aserto?

Pues no las presenta menos demostrativas la historia. Abreviaremos sus citas, porque la importancia de las que vamos a exponer nos excusarán de ello.

Ya digimos en otro lugar, con la autoridad de Tito Livio, que cuando Tiberio Sempronio Gracho se dirigía a la conquista de Munda y otras plazas fuertes de aquella comarca, tuvo la buena suerte de que los Ergavicenses le entregaran sin defensa las llaves de su Ciudad: la cual, según aquel historiador, se hallaba en los últimos confines de la Celtiberia. Se han encontrado en la misma varias inscripciones con el nombre de Tiberio Sempronio,
Tib. Sem.: lo que demuestra claramente el gran servicio que le hizo Ergávica y el aprecio y estimación en que por él mismo tenía a esta Ciudad infiel y desleal, que no solo faltó a su deber entregándose cobardemente al caudillo Romano, sino que aliándose y confederándose con él, peleó después traidoramente contra sus hermanos en la famosa batalla de Moncayo. ¡Bravo motivo, por cierto, para que envidiemos nosotros sus glorias y grandezas!

Pero si de este hecho incuestionable y confirmado por varios historiadores se deduce cuan lejos de Alcañiz estuvo la antigua Ergávica, el que hallamos en la Historia de los Árabes en España (que en 1820 publicó el sabio orientalista D. José Antonio Conde), concluye de ponerlo a luz de la evidencia, Hélo aquí.

Pocos años después de la venida de los Moros a España, esto es, en 746, hízose un empadronamiento general de toda ella y una división completa de todas sus Provincias, por el famoso Amir o Emir Jusuf el Fehri, autorizado competentemente para ello por todos los Walies Españoles. Las seis Provincias de que constaba en tiempo de los Godos quedaron entonces reducidas a cinco, y en la forma siguiente:

En la primera, que era la Bética, o la parte principal de Andalucía, quedaron un gran número de Ciudades importantes, que señaló y consignó el Emir.

En la segunda que se llamó Tolaitola, o Provincia de Toledo, se designaron las principales Ciudades siguientes, que por suministrar una gran prueba a nuestro asunto, vamos a nombrar individualmente en la misma forma que lo hizo Jusuf, hace 1114 años.
Tolaitola (Toledo), Úbeda, Bayeza, Mentiza, Wadiacix, Basta, Murcia, Bocastra, Mula, Lorca, Auriola, Elixe, Játiva, Denia; Lucante, Cartagena, Valencia, Valeria, Segovia, Segobrica,
ERCABICA, Waldilhijara, Secunda Ocxima, Colounia, Cauca, Balancia, y otras que de estas dependían.

La tercera era la Provincia de Mérida, y la quinta la de Narbona entre Francia y los Pirineos; ea las que no hay nada que notar. Pero sí en la cuarta, que se llamó de Zaragoza. Y como por
el mismo texto de la historia se descubre con toda claridad el verdadero sitio de la antigua Ergávica; vamos a trasladarlo a continuación del mismo modo que lo tradujo y compiló de monumentos arábigos, el Sr. Conde.
«Se extiende, dice, la Provincia de Saracosta desde la falda oriental de los montes de Ercábica del otro lado de las sierras donde nace el Tajo, por todas las sierras de la España oriental, cuyas vertientes descienden de ambos lados al río Ebro, hasta dentro de los montes de Albortat y montes Albaskences. Sus principales ciudades son,
Saracosta, Tarracona, Gerunda, Barciliona, Egára, Empuria, Ausona, Urgelo, Lérida, Tortusa, Wesca, Tutila, Auca, Calahorra, Bambolona, Tarazona y Barbastar, Acoscante, Amaya, Jacca, Segia, y otras dependientes de las mismas, aquí, pues, tenemos aclaradas dos cosas importantes: 1, que Ergávica no se encontraba en toda esta extensa parte de Aragón, que comprendía desde los montes de que nace el Tajo, hasta la raya de Francia. Y 2, que Ergávica, Ciudad importantísima entonces, estaba situada a la falda occidental de dichos montes, como el punto extremo de esta linea.

¿No es esto mismo lo que atrás hemos sentado con la autoridad de Estrabon, Tito Livio, Plinio y Tolomeo?
Pues aun hay más que añadir: en el mismo año que Taric invadió la España, y antes de haber penetrado en el corazón de la Península, dice acerca de esto la crónica musulmana: que siguiendo aquel Jefe su conquista, se dirigió hacia la parte del oriente buscando las fuentes del Tajo; y atravesando las ásperas sierras de Arcábica, (1) Molina y Segoncia, descendió a las vegas y campos que riega el Ebro.

¿Puede decirse ya más en pro de nuestra tesis? ¿No es cierto, como antes hemos indicado, que la historia no presenta más que datos y argumentos en contra de la opinión que impugnamos? Pero estos datos son claros, precisos, concluyentes; porque son de hechos contemporáneos, sacados de una Historia general, que no se propone esclarecer ni tratar esta cuestión de un modo especial y sistemático: y porque son datos emanados de disposiciones geográficas tomadas y sancionadas en el siglo VIII por el célebre Jusuf el Fehri, el hombre más probo, más formal y más docto que tenían los Muslimes Españoles, y de quien bellamente decía
uno de sus historiadores, que las excelentes prendas de Jusuf eran como las luces resplandecientes del Sol, a cuya vista se ocultan las estrellas.

Sin embargo, para completar y concluir nuestra demostración, aun nos falta hacer ver la poca
importancia de las lápidas e inscripciones, que se dice haberse hallado cerca de Alcañiz: y esto es lo que confiamos demostrar ahora, con no menos claridad y evidencia.

(1) Los Árabes dieron a esta Ciudad indistintamente los nombres e Ercávica, Arcábica y Arcágrica.

3.
La historia de estas lápidas e inscripciones es de fecha muy reciente: no data más allá, que de principios del siglo XVIII. He aquí su origen. Registrando nuestro Escritor D. Pedro Juan Zapater varias curiosidades literarias que se encontraban en la Biblioteca del Convento de P. P. Dominicos de esta Ciudad, halló un cuaderno manuscrito de unos seis pliegos de escritura, que le llamó mucho la atención. Todo su contenido versaba sobre datos y antigüedades de Alcañiz, que escribió para su uso particular nuestro paisano el Doctor Alonso Gutiérrez; y habiendo llegado a manos del Presentado Fr. Tomás Ramón lo continuó y aumentó
algo más, dándole, como aquel, la forma de unas apuntaciones. Gutiérrez vivió y floreció por los años de 1540; y el Presentado Ramón, aunque algo más moderno, fue también contemporáneo suyo.

Pues bien: desde esta fecha hasta el año 1654, en que por primera vez encontró y levó Zapater estos apuntes, ningún escritor tuvo de ellos noticia alguna: ¡cosa harto rara en aquel tiempo, en que abundaban en Alcañiz los literatos y los escritores, y a quienes tanto interesaba saber y publicar este precioso hallazgo!
Enamorado Zapater de su rico tesoro, por tanto tiempo escondido, como decía el mismo, concibió el laudable proyecto de escribir la Historia de Alcañiz, fundándose principalmente en los mencionados datos y antecedentes, en lo que atañe a su antigüedad y correspondencia geográfica; y por los años de 1704 vió aquella la luz pública en un tomo en folio menor. Dejando a un lado sus noticias y razones generales sobre la cuestión que debatimos, y a las cuales ya hemos acudido oportunamente en otros lugares, he aquí en substancia lo que dice el mismo (guiado por la autoridad de Gutiérrez) respecto a las lápidas encontradas cerca de esta Ciudad.

«En la Alquería o Torre de D. García Lope de Luna, muy inmediata al sitio donde antiguamente estuvo Alcañiz, se hallaron dos lápidas muy notables por los años de 1380. Descubriéronse éstas desenterrando las ruinas de un antiquísimo edificio. Era la primera de mármol blanco, de unos cinco palmos de alta y tres de ancha; la cual tenía entallada una
imagen del Dios Pan, de medio relieve en figura entera, sobre una basa de escultura tosca. De medio cuerpo arriba, parecía hombre con luengas barbas, teniendo en la cabeza dos puntas derechas que miraban al cielo, y en las manos una zampoña o albogue de siete flautas. De medio cuerpo abajo era bellosa y tenía los pies como de Cabra. Y en la basa de esta lápida, se hallaba grabada la siguiente inscripción:

OB
VICT. A. POENN. PARTAM. HERKABRIKENSES.
que quiere decir: Esta Imagen dedicaron los Herkabricenses al Dios Pan, por la victoria que
de los Cartagineses en su favor alcanzaron.
La segunda piedra no era más qué una basa o pedestal de estatua de mármol cárdeno, y de
cuatro palmos en cuadro. Entre otras inscripciones que tenía en los lados, la más notable era la siguiente:

HON. THAXO. MAUR. F.
CELT. D. FORTISS.
A. POENN. IIMM OCCISO.
PRO. AEDE. PAN. MAX.
HERKABRIKENSES.
CIVI. PATRONO. COL.
DECR. PROC.

Que quiere decir: Esta estatua y memoria consagraron los Herkabrikenses a su Ciudadano y colendísimo patrón Honorio Taxo, hijo de Maurino, capitán muy esforzado de los celtíberos, muerto por los cartagineses con crueldad grande. Y colocáronla a las puertas del gran templo del Dios Pan, con decreto y ciencia del Procónsul.

Aún se halló cerca del mismo sitio (según la autoridad de Gutiérrez) otra estatua muy notable. Sacando piedra de un grueso paredón, que sin duda era parte de la antigua muralla de esta Ciudad, apareció allí dicha lápida, que era de piedra de arena del País; cuya inscripción decía lo siguiente:

P. SCIPIONI. P. F. AFRICANO:
COR. PROC. HERCAVIC.
ICIOR:::::::::::::::MORE.

Supliendo las letras borradas, quiere decir: Esta memoria dedicaron los hercavicenses a Publio Escipión el Africano, hijo de Publio que fue Cónsul y Procónsul, en agradecimiento de los beneficios que de su mano habían recibido.

Vamos ahora a ver el uso, que según Gutiérrez se hizo de estas lápidas, y la suerte que les cupo al fin.

La primera, como la más notable, se puso a espensas de su dueño D. García Lope de Luna, en
un nicho o capillita cerca de la Iglesia de Santa María la Mayor, hacia la parte del norte; donde, según Gutiérrez, permaneció desde el año 1380 hasta que en una mañana del año 1515 apareció enteramente destruída; siendo la causa de este suceso, según se creyó, la gran repugnancia que tenían los fieles, de ver cerca de la Iglesia un monumento gentílico.

La segunda, dice él mismo, la colocó su referido dueño en el patio de su casa, donde subsistió por espacio de 148 años, hasta que pasando por Alcañiz en 1528 el Emperador Carlos V para celebrar Cortes en Monzón, gustó mucho de ella su Secretario D. Francisco de los Cobos, y no pudo menos el de Luna de complacer con este regalo a su deudo y amigo.

La tercera, concluye él mismo, estuvo por mucho tiempo a la vista de todos en la plaza mayor de Alcañiz, en la frontera de la casa de D. Domingo Olite; de la cual desapareció por los años de 1580, cuando la ciudad dio mayor ensanche a su plaza.

Tales son las lápidas famosas de Alcañiz, de que tanto se ha hablado y escrito en pro y en contra; y estos los títulos y credenciales de su legitimidad o autenticidad para ser admitidas o desechadas Nosotros como lo tenemos prometido, vamos a examinar y juzgar ahora imparcialmente estos títulos que según las razones ya expuestas y las que nos faltan que exponer, creemos inadmisibles.

Desde luego salta a la vista la obvia consideración, de que si negamos nuestro asenso a la autoridad de Zapater, o a la del Doctor Gutiérrez copiado por el Presentado Ramón, al momento cae por tierra el costoso y magnífico edificio de las lápidas e inscripciones que los sobredichos nos han transmitido.

¿Y podemos, sin reserva, suscribir a su opinión, jurando, como los Peripatéticos, en las palabras del Maestro? En materias científicas ¿goza, o se concede a alguno el singular privilegio de este magisterio soberano? Puntualmente sucede todo lo contrario: la autoridad personal tiene que pasar por el crisol filosófico y por las reglas de la crítica, para que pueda alcanzar prestigio y autoridad.
Tal es el consentimiento unánime de los sabios, muy conforme, por cierto, con la naturaleza y esencia de las cosas, y con la flaca condición de los mortales; pues que sin estas justas y prudentes precauciones, serían víctimas de las pasiones literarias, del sórdido interés, o de la estúpida ignorancia. La infalibilidad del magisterio, solo corresponde a Dios, a sus divinas escrituras, y a las verdaderas fuentes de la Sagrada Religión cristiana, que felizmente profesamos.

Partiendo, pues, de estos sanos e indeclinables principios, no podemos menos de aplicar las reglas de la crítica a lo que sobre las mencionadas lápidas e inscripciones nos dicen los tres citados alcañizanos: a los cuales por otra parte tenemos por probos, sinceros, celosos de nuestras glorias, y muy dignos de nuestro amor y respeto.

Y bien: ¿qué se desprende de aquellas en la presente cuestión? ¿Se escribió la obra de Zapater en el mismo tiempo en que las lápidas e inscripciones estaban expuestas al Público? ¿Puede probarse con la Historia que escribió aquel, la verdad de sus afirmaciones? ¿Es admisible el testimonio de unos apuntes arrinconados, que sus mismos autores no los quisieron publicar, sin embargo de haber dado a luz otras producciones literarias?
¿Cómo es que siendo contemporáneos de Gutiérrez los hombres más eminentes en ciencia que ha producido Alcañiz, no tuvieron noticia de éstas lápidas e inscripciones; según se deduce de la opinión constante que llevaron, de que esta ciudad era la Alcanit de los Árabes, sin atreverse a señalarle determinadamente otro origen que no conocían?
Y por fin; la historia y la Geografía antiguas ¿prestan algún apoyo y auxilio a la autoridad y validez de las susodichas lápidas e inscripciones?
Sobre estos importantes puntos vamos a decir en breves palabras nuestra opinión.

En 1704 en que se imprimió la Historia precitada de Zapater, era absolutamente imposible averiguar la verdad de los hechos arqueológicos por él consignados en su libro. Y por otra parte, los pormenores y circunstancias que refiere acerca del sitio, tiempo, origen y motivos de su colocación y desaparición, podrían tener alguna fuerza y valor, si existiendo las expresadas lápidas se hubiera escrito entonces sobre ellas, deduciendo por su examen y juicio contradictorio, lo que ahora sin nada de esto se pretende. No habiendo obrado de este modo, pierden desde luego toda su autoridad e importancia ante el crisol de la crítica.
Y sinó, que se diga: ¿en qué consiste que ni los Ruices de Moros, ni los Palmirenos, ni los Andreses, ni los Miedes, ni los Sobrárias, ni otros muchos que vivieron desde los años de 1470 hasta los de 1596, no hablaron nunca de este suceso ni obraron jamás en tal sentido? (1) ¿No se ve en las obras latinas de estos el alarde manifiesto que hacían de llamarse Alcagnicienses en lugar de Ergavicenses? Y sobre todo, el ilustrísimo Miedes, que era uno de los mejores literatos de su tiempo y de los más aventajados en el conocimiento de la Historia y Geografía antiguas; ¿cómo es, decimos, que viviendo puntualmente en el mismo tiempo que Gutiérrez, no vio, ni examinó, ni se aprovechó de la luz arqueológica de estas lápidas famosas?

(1) En confirmación de lo dicho, véase cómo se explica el precitado literato D. Juan Sobrárias en su correcta y elegante oración latina, de laudibus Alcagnitii, que pronunció ante el Ayuntamiento de esta Ciudad, en el primer tercio del Siglo XVI: Auspicantes igitur ab ejus
origine (nominis et antiquitatis) de tempore constitutionis Alcagnitii, nihil compertum est, nulli enim extant Annales. Y ocupándose en seguida de las causas de no haberse podido averiguar hasta entonces la antigüedad y nombre de Alcañiz, concluye de este modo:
Vervm, ut Plinius scribit, Citerioris Hispaniae, sicut plurium Provinciarum aliquantum
forma vetus mutata est. At vero, si tantam unte Plinium fecerant mutationem; quantam post ipsum fecisso censendum est, cum ab eo ad nos intersint circiter mille, et quadringenti anni? Memini me audivise a Petro Taraballo Praeceptore meo, viro omni doctrina, se acceptise a quodam Seniore Mauro, Alcagnitium esse vocem Arabicam.
¿Hábla aquí, ni en ninguna otra parte, de Ergávica? ¿Dónde, pues, estaban las lápidas e inscripciones, cuya cita e interpretación favorables hubieran sido entonces tan gratas y oportunas a los oídos del respetable e Ilustre Ayuntamiento Ergavicense, cuyas glorias inquiridas elogiaba a la sazón?

Lo que de aquí se deduce es, que o bien las tales no existieron jamás, o bien su origen y
circunstancias les satisfizo bien poco: en cuyo último caso, el humilde Gutiérrez relegaría al olvido y abandono sus apuntes lapidarios. Estos, tal vez por una rara casualidad, vinieron a manos del Presentado Ramón, el cual aunque secretamente, los creyó y apadrinó con poco examen; y después públicamente en su Historia, el Escribano Zapater que topó con ellos en la Biblioteca Dominicana. Nosotros al menos, no encontramos otra salida más razonable y prudente.

También es muy extraño (prosiguiendo aun nuestro asunto) el modo con que, según se refiere, desaparecieron las lápidas sobredichas. La una, se dice que fue inutilizada por el fervor antiartístico de los fíeles: la otra, se la llevó el Secretario Cobos; y la última se abandonó a su destrucción y aniquilamiento con motivo del ensanche de la plaza Mayor, a vista y paciencia de los celosos Patricios, que en ella fundaban sus títulos Ergavicenses. ¿Es esto verosímil?

Igualmente es chocante, que en los años de 1411 y 12 en que a consecuencia del célebre
Parlamento de Alcañiz, hubo aquí tantos hombres notables y tantos literatos distinguidos, no le ocurriese a ninguno parar mientes en tales preciosidades artísticas, y haber con ellas arrancado antes que lo hiciera felizmente el mencionado Secretario de su Majestad Cesárea. ¿En qué consistió esto? Sin duda en que o no las vieron, o no conocieron su mérito e importancia. ¿Pero es verosímil esta hipótesis? Pues sáquese la consecuencia.

Nada diremos de los escritores del siglo pasado, que fundándose únicamente en la autoridad de la Historia de Zapater, y en las noticias que de ella comunicó al P. Lamberto
de Zaragoza el Dean de la Colegiata de Alcañiz D. Joaquín Regales (por ser muy raros los ejemplares de esta Historia), dieron asenso a las mencionadas lápidas e inscripciones sin presentar razón alguna de importancia en aumento de su valor. Pero si añadiremos esta última reflexión: ¿qué fuerza pueden tener estos testimonios, aunque sea cierta y legitima su procedencia, si se hallan, como se ha visto, en contradicción con las prescripciones de la Lógica, de la Geografía y de la Historia?— Y además, ¿no han podido ser traídos o trasladados por el interés, por la vanidad, y hasta por el azar o casualidad?
Las mismas piedras de Alcañiz que Zapater confiesa fueron trasladadas a otras partes ¿no pudieron antes venir a ésta?

Aun sin suponer miras interesadas o planes preconcebidos, se han encontrado muchas lápidas importantes en puntos en que se sabe de positivo que no correspondían a los Pueblos y Ciudades de que en ellas se hace mención. En Barcelona, por ejemplo, se encuentra una lápida de los Ausetanos, que correspondía a Vique: en Narbona se halló otra que correspondía a Segorve: en Tarragona, y no más lejos del año 1832, se halló otra que correspondía a Osicerda; y antes se habían descubierto varias que correspondían a ciudades de la Bética y de la Lusitania: y finalmente, en Roma y en otras Ciudades de Italia, existen muchas lápidas así sepulcrales, como laudatorias, geográficas y miliarias, que fueron de España y correspondieron a sus Ciudades. ¿Y diríamos por solo el sitio de su hallazgo, que las expresadas lápidas fijan, determinan y aclaran la situación topográfica de los pueblos y Ciudades que en ellas se expresan?

Véase, pues, cuan débil argumento es la Lapidaria, cuando no está en armonía con el criterio histórico-geográfico, y verdad científica que del mismo se desprende.

De la Numismática no tenemos porqué ocuparnos; porque no tiene otro valor, por regla general, que el de fijar con acierto la nomenclatura y ortografía de los pueblos antiguos.

Resulta, pues, demostrado el ningún fundamento de las lápidas e inscripciones de que se valió nuestro paisano Zapater para probar con ellas, que en Alcañiz estuvo la antigua Ergávica: y que sueltas todas las dificultades y desvanecidos todos los argumentos principales contra la opinión que en el párrafo anterior y en el presente hemos sostenido, queda probado y demostrado (en cuanto lo permite la obscuridad de estas materias), que la antigua Ergávica de los Romanos y Arcábrica de los Godos, estuvo en el sitio actualmente despoblado cerca de
Uclés, conocido desde tiempo inmemorial con el nombre de Cabeza griega o de griego,

III
Establécese la opinión muy probable, de que la antigua Anitorgis corresponde a Alcañiz.
Aclarada ya la cuestión de Ergávica, y desvanecidos los argumentos que la situaban en Alcañiz, resta ahora saber, qué Ciudad Cartaginesa , Romana, Goda, o Árabe correspondía a la nuestra. Pero ¿puede esto averiguarse con certeza? ¿Arroja de si bastante luz la Geografía comparada para que podamos decidirlo con seguridad?
Ciertamente que no: pero tenemos algunos datos e indicios vehementes, con los cuales podemos determinar como muy probable, que en el sitio donde se encontró y conquistó la Alcanit de los Árabes correspondiente a nuestra Ciudad de Alcañiz, existió en tiempos antiquísimos la célebre ciudad de Anitorgis. Así lo hemos indicado en otra parte, reservándonos para ésta el tratarlo y probarlo con más extensión.

En tres puntos diferentes del término de Alcañiz aparecen vestigios de haberse hallado allí algún pueblo, ciudad, o castillo montano: a saber; 1, en Val de las fuesas, o huesas: 2, en
Valdevallerías; y 3, en Alcañiz el Viejo. Hablemos con distinción de cada uno de ellos.

1° = Dista Val de las fuesas de Alcañiz como unos nueve kilómetros hacia la parte del norte;
y este largo talle, que está en secano, ha tomado el nombre sobredicho, de las sepulturas abiertas a pico en las peñas que allí se encuentran en abundancia.
No habiéndose hecho jamás excavación alguna, ni aun reconocídose el sitio mas que
superficialmente, no pueden aparecer grandes cosas (aun en el caso de haberlas), ni dar mucha luz las que hay, para formar juicios acertados o conjeturas probables. Por esta razón, y porque tampoco podemos apoyarnos en la Historia y Geografía antiguas, nos contentaremos con señalar este local, y explicar lo poco que en él se descubre sobre la haz de la tierra.

Redúcese, como hemos dicho, a muchas sepulturas abiertas a pico en las peñas, y acomodadas en sus dimensiones a las que tiene la especie humana en todas sus edades y tallas; a muchos fragmentos de vajillas de diferentes especies; y a unos pocos restos de edificios de mampostería fuerte y compacta, semejante al mortero romano. Dista también este sitio de la orilla derecha del Ebro, como unos doce kilómetros; y aunque no presenta, al parecer, razones o motivos para creer que hubo allí una población regular, se sabe sin embargo, que en muchas partes de iguales o peores condiciones, las ha habido muy célebres y famosas. A esté propósito diremos, que los antiguos edificaban donde les convenía; y por lo común atendían mucho a ocupar lugares estratégicos, supliendo el defecto de aguas fluviales con grandes pozos y aljibes, que multiplicaban según sus necesidades. Por eso extrañamos en el día la existencia de algunas ciudades importantes en puntos despoblados, que solo han dejado ruinas y testimonios fehacientes de su antigua grandeza, y en los cuales probablemente no habitarán nunca los hombres. Ergávica, Valeria, Numancia, Tebas, Memphis, Palmira y otras Ciudades renombradas, son buena prueba de lo que estamos diciendo. Y en el día mismo, ¿qué sería de Jerusalén y de Madrid (exceptuando sus recuerdos históricos, y en especial los de la primera) si por desgracia desapareciesen del todo? ¿Se construirían o edificarían ahora en sus mismos sitios, tan ingratos y desventajosos, o tendrían en tal caso la fama e importancia que al presente disfrutan?

Pero es necesario también tener entendido, que en los tiempos de las dominaciones cartaginesa y romana, no eran nuestras ciudades tan magníficas y crecidas como algunos suponen; sobre todo, en la primera de aquellas. Toledo, a pesar de su grande importancia, era una ciudad pequeña, según Tito Livio: parva urbs. Barcelona, según Pomponio Mela, era también de corta extensión: acaso no contenía dos mil casas dentro de sus muros.
Y Numancia, aquella ciudad famosa, que los Romanos llegaron a confesar que era el terror de su Imperio terror Imperii, era aun mucho menor que las anteriores. Sus tapias exteriores que a Lucio Floro no le merecieron el nombre de murallas, no tenían más de tres mil pasos; dentro de las cuales se encerraron y defendieron tan desesperadamente sus cuatro mil soldados, única fuerza que esta Ciudad y sus Aldeas podían poner en campaña.
Pues de esta misma manera eran proporcionalmente pequeñas las demás poblaciones de la Península Ibérica, en aquellos tiempos primitivos que conoce la Historia.

Consistía esto, en que hasta las familias más distinguidas vivían en el campo; y en los días de
mercado llamados entonces nundinae, (que tenían lugar de nueve en nueve días), entraban a vender sus frutos, a comprar lo que necesitaban, y a ocuparse de sus negocios y transacciones. Así lo dicen Columela y otros escritores antiguos.

Para el caso de tener que defender sus fundos y sus hogares, tenían en la comarca buenos reductos (Castella montana) que servían de defensa a la Ciudad y sus términos; retirándose después a ella cuando el enemigo los batía y desalojaba de sus posiciones. Por eso al referir los Romanos que un ejército suyo había llegado a estos puntos avanzados, solían decir: Ingressus fuit fines Saguntinorum, Ergavicensium etc.
Es muy importante no olvidar estos datos históricos; porque teniendo las ciudades tales Castillos montanos, en mayor o menor número según su industria y poder, no puede deducirse de ellos que existió población, sin cometer un yerro de trascendencia o una insigne torpeza. Berga, por ejemplo, sabemos que tuvo siete de estos castillos montanos: ¿obraría con buen criterio el que de los siete vestigios o ruinas de estos antiguos castillejos, infiriese y proclamase muy sereno y ufano, que habían existido allí siete Pueblos o Ciudades diferentes? Pues tales yerros cometen los que juzgan sin estos precedentes históricos.

Nos hemos entretenido algún tanto en exponerlos, porque nos vendrán muy bien para lo que luego tenemos que decir. Por lo que toca al sitio de Val de las fuesas, es claro que sus sepulturas no manifiestan que fuese un castillo montano, ni tampoco los demás vestigios existentes en las laderas del valle. Pero mientras no se hagan pruebas y excavaciones sobre el terreno, no nos atreveremos a hacer indicación ninguna que lo califique formalmente.

2° El segundo sitio, es el llamado Valdevallerías, que dista de Alcañiz como unos doce
kilómetros, y veinticuatro del Ebro. Cae a la parte del poniente, y se halla en una altura peñascosa que domina ventajosamente sus avenidas inmediatas, existiendo aun en su cúspide una gran balsa, o sea un sitio especial para recoger y mantener las aguas pluviales.

Se ven, como en Val de las fuesas, gran número de fragmentos de vajillas y utensilios domésticos y una que otra sepultura antigua, habiéndose hallado además en sus inmediaciones, y en toda esta comarca, no pocas monedas de Osicerda de diferentes épocas, que varios curiosos alcañizanos conservan con aprecio. Y no lejos de este sitio, esto
es, antes de llegar a las caídas del feraz y hermoso valle que tiene el nombre de Valmuel, se encuentran también grandes vestigios de fundición metalúrgica, cuyas escorias abundantísimas, sobre no haberse analizado jamás, ni aun siquiera se han examinado con atención.

El erudito P. Pio Cañizar, Religioso Escolapio del Colegio de esta Ciudad y Cronista del Reino de Aragón, visitó en 1790 el local antedicho de Valdevallerías; y sin embargo de las pocas exploraciones que pudo hacer en un día de expedición, halló una lápida muy deteriorada, y en ella algunos caracteres que no pudo sacar ni leer. Todo esto, y el no haberse fijado aún con solidez y precisión el sitio y correspondencia de la antigua Osicerda (que pertenecía a la Edetania), le hizo creer, que esta era la situación de aquella célebre Ciudad y Municipio Romano del Convento jurídico de Zaragoza que tenía el gran privilegio de acuñar moneda.

Nosotros opinamos, que si el local expresado no correspondía a algún castillo avanzado en los términos de esta Ciudad (lo cual no parece verosímil por las razones ya expuestas), tal vez podría ser el de la antigua Osicerda. Y en este caso, los despojos o escorias de fundición, quizás podrían corresponder a la fábrica de moneda que tenía esta ciudad:
aunque es más probable, en medio de esta incertidumbre, que correspondiesen a la gran mina de plata, de que hablan algunos escritores Minerálogos, y también algunas memorias manuscritas de esta Ciudad; bien que a ninguno ha sido posible saber ni encontrar el sitio y paradero de tan preciosa mina.

De todo esto resulta en puridad, que no tenemos bastantes datos ni fundamentos para establecer una opinión sólida y respetable acerca del sitio preciso de la antigua Osicerda.
Es menester que la Arqueología nos aclare esta cuestión, todavía muy obscura para Alcañiz y para otros Pueblos, a quienes ha querido aplicarse y resolverse en su favor con livianos fundamentos.

En esta competencia entran Jérica, Cherta, Mosqueruela, y ahora Alcañiz. Veamos, pues, los motivos y razones que nos suministra la Geografía antigua, para inferir de aquí la mayor o menor justicia que pueda asistir a cada una de estas cuatro poblaciones competidoras.

Jérica no puede ser, porque estaba situada en la Celtiberia, a la orilla del río Serabis; por lo
cual se le llamó Serábica por los Romanos, y Xérica por los Árabes.

Xerta o Cherta tampoco, porque estaba en la Ilercavonia, y a la orilla del Ebro.
Mosqueruela tiene en su favor la respetable opinión del Sr. Cortés, pero éste no le da más
fuerza que la de una conjetura. Solo, pues, nos falta Alcañiz.

Para dar nosotros la preferencia a esta Ciudad, o sea al sitio determinado de su término con el
nombre de Valdevallerías, ya hemos manifestado atrás las pruebas y razones que teníamos; las cuales aunque no son suficientes para establecer una opinión muy probable, las creémos sin embargo más probables que las que en favor de otros puntos se alegan. ¿En qué parte se hallan, sin buscarlas, tantas monedas osicerdenses como aquí? Y con la circunstancia notable, de que entre las cuarenta o más monedas que se guardan, están completos los cuatro
tipos diferentes de que habla el P. Florez.

Las pruebas que nos suministra la Geografía antigua consisten únicamente en la autoridad de
Tolomeo, la cual todos invocan también en su favor. Pues bien; este sabio Autor pone a Osicerda, en sus tablas geográficas, un poco más al occidente de Leónica, que es Castelserás, (1) y no lejos de Etovisa, que es Benifazá. Y el sitio indicado del término de Alcañiz ¿no está algo más al occidente que Castelserás? ¿Y es mucha la distancia que media desde allí a Benifaza?
Véase, pues, como por estas razones corográficas y numismáticas, puede aún Alcañiz hacer un buen papel en esta competencia; y tanto más, cuanto que a la opinión favorable del P. Pío Cañizar y a los datos y vestigios que hemos expuesto de Valdevallerías, se une el parecer del Abate Masdeu, que lo consignó muy explícitamente en sus obras.

(l) Hemos dicho que Leónica era Castelserás: aunque algunos han sido de parecer que correspondía a Alcañiz. Disintiendo otros de entrambos pareceres, han sostenido que aquella ciudad romana era Castrum album; pero es evidente, que esta última corresponde a Montalbán, llamada primitivamente Libana, cuya voz hebrea quiere decir Ciudad Blanca, por las frecuentes nieves que la blanquean. Así la una como la otra son célebres en la historia; pero la verdad de su origen es la circunstancia principal a que debe atenderse ahora.

Examinándola, pues, imparcialmente en este concepto, diremos, que el nombre de Castelserás es sinónimo, en griego, de Castillo de León. Castrum Zeras, y de aquí le ha venido y quedado el de Castelserás, adoptándolo antes abreviadamente los Romanos con el de Leónica, sinónimo de aquel; cuya Ciudad, según Tolomeo, se hallaba en la Edetania cerca del Idúbeda.

Su antigua situación no era la misma que la presente, pues estaba algo más arriba del Guadalope en el sitio llamado la Tejería, cerca de Calanda. Allí se han encontrado vestigios apreciables de antigüedad y abundancia de piedras especulares, de que habla Plinio: las cuales vienen a ser lo que se llama espejo de asno o espejuelo, del que se hace uso en el País para la elaboración de la cal y del yeso En el año 1743 se halló una estatua con la siguiente inscripción latina junto a ella:

ATILIAE
SP. VRI. F.
LUCILLAE
M. ANTONIUS
NACHVS. VXORI.

Hallándose Castelserás en territorio Edetano, es claro que no puede corresponderle como hemos dicho, Castrum album o sea Castrum altum, que estaba en la Celtiberia. Libana, Castrum album, y Acra Leuce (como le llamaba Diodoro Sículo) son todos sinónimos, y significan lo que ya hemos explicado.
Solo nos faltó decir ahora dos palabras sobre la gran batalla que nuestros antiguos Lusones Celtiberos dieron y ganaron al grande Amilcar e
n las inmediaciones de Castrum album, cuya ciudad fue al mismo tiempo baluarte y sepultura de aquel famoso Capitán.

Según refieren Tito Livio y Frontino, quedó roto y destrozado el ejército de Amilcar junto al río que por allí pasa (que es el Martín); y él, muerto con su caballo en el mismo río. Esta insigne victoria la alcanzaron los Beliones (los de Belchite) auxiliados por sus vecinos los Celtiberos al mando de su Caudillo Orison. Cornelio Nepote en la vida de Amilcar, la describe también sucintamente. He aquí sus palabras vertidas del latín:
«Después que Amilcar, dice, pasó el mar y puso el pie en España, hizo grandes y memorables hazañas, favorecidas todas por una suerte feliz; y sujetando a su dominación varias Regiones y gentes muy belicosas, enriqueció al África de caballos, armas, dinero, y hombres. De continuo meditaba llevar la guerra a la Italia; pero en el año noveno de su venida a España, fue muerto por los Veleones peleando contra ellos.»
En el texto dice Vectones, pero debe decir Beliones, o Veleones, como se ha puesto. Así lo advierten y corrigen los más distinguidos Filólogos y Anticuarios, fundándose en que este yerro procede de la impericia de los escribientes, tan común, por desgracia, en estos escritos antiguos que solo se podían propagar por las copias manuscritas. Y lo mismo decimos de la equivocación de Castrum altum por album.

3° = El tercero y más principal sitio de Alcañiz donde se encuentran ruinas y vestigios de antigüedades, es el llamado Alcañiz el Viejo, a cuatro kilómetros de distancia del Nuevo, y al mediodía de este. Pero aquí se enlaza ya la Historia con la Topografía; y lo único que tiene que hacer el juicio crítico, es remontarse a tiempos más apartados que los de los Árabes, de cuyo poder pasó al nuestro. Sin embargo, es conveniente tomar esta época por punto de partida, para llegar después a ulteriores deducciones.

Tenemos ya explicado en otro lugar, que en el año 1119 fue conquistada esta ciudad por el gran Rey de Aragón D. Alonso el Batallador. Así lo afirman el Abad de San Juan de la Peña D. Juan Briz Martínez, el Cronista de Aragón D. Vicencio Blasco de Lanuza, y el Maestro D. Alonso Buendía; sin que Zurita ni otro Escritor alguno, que sepamos, contradiga esta opinión. El nombre que tenía entonces esta población, era Alcanith; y este mismo es el que, con poca diferencia, adoptaron nuestros antepasados llamándole Alcañiz.

Desde luego se deduce de este solo dato, que el nombre de Alcañit o Alcañiz, tiene ya en la historia muy cerca de mil años de antigüedad; pues que en la Crónica musulmana del Sr. Conde, se encuentra por primera vez en el año 865, y con el conotado de Ciudad. Y es también muy digno de repararse, que hablándose en dicha Obra de la antigua Ergávica como correspondiente a otro sitio y lugar muy distinto del de Alcañiz, se haga también mención de ésta, casi por el mismo tiempo o por los mismos años. Pero esto prueba evidentemente la existencia simultánea de las dos ciudades diferentes, y añade una demostración más a la que ya teníamos hecha acerca del sitio que tuvo aquella Ciudad celtíbera. Prosigamos.

Los nuevos pobladores de Alcañiz a quienes D. Alonso I dio y repartió sus tierras, tardaron
poco a trasladarle del sitio conquistado al que primero sirvió de apoyo al ejército cristiano en
su atrevida empresa. Y es indudable, que para hacerlo así, tuvieron presentes razones de mucho peso y trascendencia. La mayor parte de España estaba entonces ocupada por los Moros; y sobre todo, desde el punto muy avanzado y casi aislado de Alcañiz el viejo hasta las columnas de Hércules, no se conocía otra dominación que la de los Sectarios del Koran. Era, pues, preciso elegir otro sitio más militar y estratégico para poderse sostener en él; y tal se reputó el que hoy vemos en esta ciudad, recostada suave pero fuertemente sobre el cerro del castillo, y auxiliada con foso profundo por las aguas del río Guadalope, que brindaban al mismo tiempo a sus defensores con este su necesario elemento.

Practicada ya esta traslación al moderno Alcañiz, ¿podían menos sus moradores de mirar con prevención al antiguo, y de interesarse en su total destrucción y ruina?
Pues esto es lo que hicieron instantáneamente, con grande provecho suyo y gran perjuicio para la Historia; no acordándose en aquellos rudos tiempos de enriquecerla con ningún monumento ni con recuerdo alguno, que puedan ahora instruirnos y darnos luz en nuestras penosas investigaciones.

Esto explica la causa de no hallarse allí más vestigios que los precisos para conocer haber existido población. El radio que ésta ocupaba desde un altozano fortificado hasta la misma orilla izquierda del Guadalupe se ve ahora transformado en fértiles y amenos campos de regadío, en donde campean majestuosamente el olivo, y toda clase de árboles y producciones del País. Consérvase sin embargo la ancha carretera que baja al río; los restos notables de su magnífico puente; catorce sepulturas abiertas en la peña, que están a la vista del camino de Calanda, (sin contar las muchas que se hallan en sus inmediaciones, y en especial en la parte llamada el Villar en que aparecen bastantes huesos petrificados con la tierra y la peña, que los encerraron herméticamente;) muchos fragmentos de vajillas, de lozas finísimas de varios colores, de tejas, de ánforas y demás usos domésticos; y algún paredón de mortero rasante al suelo, en la parte alta del cerro.
No habiéndose hecho ninguna excavación, ni reconocimiento alguno formal sobre el terreno, a esto, y nada más que a esto se reducen las pocas noticias que tenemos sobre las ruinas y vestigios de la antigua Ciudad, que allí yace sepultada. ¡Tal es comunmente la suerte fatal de las obras humanas: la destrucción, la muerte!

Más allá de Alcañiz el Viejo, a dos kilómetros de distancia mirando al poniente, se encuentra, en medio de una grande explanada un monte alto y majestuoso, llamado el Cabezo Palao, que seguramente fue un buen Castillo montano. Este, al menos, es el juicio que formamos al verlo e inspeccionarlo, poco ha, en compañía de algunos amigos: y lo mismo opinamos de otro altozano distante unos 400 metros al sur de Alcañiz el viejo, qué todavía conserva gran parte de sus paredones y la pequeña cerca que abrazaba. Finalmente, entre Alcañiz el viejo y el Cabezo Palao, existe una fuente antigua de escaso pero constante caudal de agua, a la cual los labriegos dan el nombre de fuente cobertorada. Su construcción es solidísima, y lo más notable es que está cubierta de una bóveda de sillería (cobertora) . No haciéndose de ella ningún uso al presente, ya por la poca agua que arroja, ya por hallarse próxima a la grande acequia que riega la vega principal; no podemos menos de atribuirle alguna antigüedad, siquiera no pase ésta del tiempo de los Árabes.
Nada más podemos decir de las ruinas y vestigios de la importante ciudad de Alcañiz y sus contornos que de los Moros pasó a nosotros.

¿Y quien puede dudar de que esta importancia que le atribuimos fuera entonces una verdadera realidad?
Para persuadirse de ello, basta echar una rápida ojeada sobre los sucesos que tuvieron lugar al tiempo de su conquista.

Llevada a cabo felizmente la de Zaragoza en 1118 por el valeroso Alonso I, quiso asegurarla
de los ataques y algaras de los Moros, extendiendo en lo posible el ámbito de su dominación. Y como sus límites orientales eran los más temibles y peligrosos, por eso determinó acertadamente continuar por esta parte sus conquistas. Alcanit distante de Zaragoza diez y seis leguas era entonces el baluarte de la comarca muslímica del Bajo Aragón. Ocupada esta Ciudad, ya podía decirse que tenía sometida toda la comarca; o cuando menos, que no podía tardar en conseguirlo.
Dirigióse, pues, el Rey con lucido ejército a su expugnación y conquista; y antes de acometerla imprudentemente, quiso fortificarse en un cerro inmediato (en que hoy conserva Alcañiz su castillo) para prepararse oportunamente y asegurar el golpe. Este, como hemos visto en otro lugar, fue certero, mortal, decisivo; y la conquista de Alcanit añadió un florón más a la esplendente corona del Gran Restaurador de Aragón. Poco tardaron ya a caer en sus manos, Castelserás, Calanda, Castellote, Alcorisa, Caspe y Maella, formándose aquí
un fuerte distrito avanzado contra las huestes fronterizas de los belicosos Moriscos.

En estos tiempos de lucha tenaz y de agitación continua, no se ocupaban los ánimos y los brazos más que en combatir y vencer a los enemigos de la Cruz; y por eso nuestros valientes antepasados nos dejaron sus hechos heroicos y nos callaron su historia. Ni aun las cartas de población se daban, por lo común, mas que de palabra, o por escritos informales. Y así, sucedió con Alcañiz; y lo mismo con Calatayud, Daroca y otras Ciudades: por manera, que hasta el año 1157 en que el Príncipe, D. Ramón Berenguer, esposo de la Reina Doña Petronila, otorgó a Alcañiz, formal y expresamente su Carta-puebla y no la obtuvo ni disfrutó sino es del modo indicado.

Dicho Príncipe, lo mismo que D. Alonso, conoció muy bien la importancia militar de este punto, y los grandes servicios que hasta entonces habían prestado sus defensores: y a esto se debe el haber colmado a Alcañiz de iguales gracias y privilegios que a los Ciudadanos de Zaragoza, pues que les concedió sus fueros; y además, una tan grande extensión territorial en sus términos que podría formarse con ellos un respetable Distrito. No los señalamos a continuación porque podrán verse extensamente en el mismo privilegio que insertaremos en la cuarta sección.

Tampoco se separó de la misma idea dar importancia Alcañiz, el Rey de Aragón D. Alonso II; el cual en 1179 quiso concluir de asegurarla y ampararla, estableciendo en el Alcázar de la misma, la ínclita orden de Calatrava, para que sus esforzados y hábiles Caballeros fueran la mejor garantía de su defensa, y la mejor base de las Operaciones militares que en adelante se intentasen por entrambas fronteras catalana y valenciana.

¿Y qué se infiere de aquí? Lo siguiente: que en tiempo de los Moros era este el punto más
importante del Bajo-Aragón: y que siéndolo entonces, debía serlo también en los tiempos que a estos precedieron; del mismo modo que lo ha sido en los que después les han sucedido. Pues bien: siendo Alcañiz un punto militar tan importante, y el centro del fértil suelo que riega y fecunda el Guadalope, és muy lógico y natural suponer, que en los tiempos de los Cartagineses y Romanos existió aquí una Ciudad principal. Cuál sea esta, no lo sabemos de un modo positivo; porque ni la Historia, ni la Geografía, ni la Arqueología, nos lo revelan clara y terminantemente. Pero recogiendo los datos más especiales y aplicables que aquellas contienen, y el parecer y opinión de algunos hombres eminentes que se han penetrado bien de su letra y espíritu, como el docto Ferreras, el sabio académico Sr. Cortés, y otros varios escritores contemporáneos, no vacilamos en creer, afirmar, y tener por muy probable la opinión, de que la antigua Ciudad de Anitorgis que se hallaba en la Edetania, corresponde a la actual Ciudad de Alcañiz, o sea al sitio en que estuvo la Alcañiz de los Árabes. Para
afirmarla y robustecerla en cuanto nos sea dado, expondremos sucintamente las razones principales que nos han decidido a abrazarla y adoptarla.

Hemos visto ya incontestablemente, que la Alcanit de los Moros es la Alcañiz de los Cristianos. Partiendo, pues, nuestras investigaciones de este seguro principio, damos un paso muy avanzado, porque la etimología de la palabra Alcanit favorece mucho a esta opinión. Efectivamente; la voz Anitorgis, que en otro lugar explicamos y que significa lo mismo que Ciudad de las Lanzas, se deriva de la Alcanit de los Árabes. He aquí de qué modo: de las dos voces, que se compone Anitorgis, esto es, Anit y orgis, suprimieron los Árabes por apócope la segunda y dejaron la primera, a la que le añadieron (según su habitual costumbre de acomodar los nombres a su idioma) la palabra Alca, de que resultó Alca-anit o Alcanit, más eufónica para ellos que la de Anitorgis o Alcanitorgis. Ello es, que así nos la dejaron los Moros: y del mismo modo que ellos la acomodaron a su habla, así también nosotros la hemos acomodado después a la nuestra, llamándola Alcañiz.

Siendo esto así, resulta que se une y eslabona Alcañiz con Anitorgis; que se acercan y estrechan más las distancias; y que engranan en este punto su Historia y su Topografía.

En lo que digimos en la página 108, extractado y de la Historia de los mismos Árabes, se vio ya claramente la identidad de Alcanit con Alcañiz; y que en esta Ciudad tuvo lugar la horrible matanza, que sagaz y alevosamente ejecutó el famoso aventurero Hafsun, en las confiadas tropas del Emir Zeid-Ben-Casim.Y en lo que expusimos en la página 104, se ha visto también la gran catástrofe que sufrió el Ejército Romano de los dos Escipiones, por haber dividido estos desacertadamente sus fuerzas al frente de Anitorgis, con la mira equivocada de destruir de un solo golpe todo el poder Cartaginés en España. Alcañiz o Anitorgis, ha sido, pues, el teatro de entrambos sucesos extraordinarios; y con este poderoso motivo, no ha podido menos de figurar mucho en la Historia.

De aquí sacamos nosotros la luz que esta nos suministra; y por ella vemos y deducimos
la confirmación de nuestra tesis.
Sin embargo, dejando a un lado la dilucidación de la historia Árabe, que por su clara evidencia no la necesita, añadiremos algunas observaciones acerca de la catástrofe de los dos Escipiones, y sacaremos las naturales consecuencias que de ellas se derivan.

Publio y Cneo Escipion, como se dijo, dividieron desacertadamente su ejército en frente de Anitorgis, poco distante del Ebro; de cuya Ciudad ocupada entonces por Asdrubal Barca, solo los dividía el Guadalope: Amne dirimente ponunt castra, dice Tito Livio. El primero, con las dos terceras partes del ejército romano, se marchó a Cástulo (hoy Cazlona), donde se hallaban con numerosa hueste Asdrubal Gisgon, Magon y Masinisa. Tan pronto como Publio se ausentó de este país, abandonaron a su hermano Cneo los 30,000 Celtíberos que formaban su vanguardia, y que pudo atraer a su bandera reuniéndolos en las riberas del Ebro.
Este inesperado contratiempo, puso a Cneo en la más crítica situación; y para no sucumbir a
manos de las fuerzas superiores de Asdrubal Barca, no tuvo más remedio que dirigirse a Artana por Morella y San Mateo, para aproximarse lo más posible a su hermano, y sostenerse ventajosamente, hasta su regreso, en aquella fuertísima posición.
Pero una rara casualidad (o por mejor decir, una grande imprevisión de Publio) fue causa de la desgracia y muerte que luego le sobrevinieron, y que no tardaron en extenderse a su hermano.
Consistió esta, en que dirigiéndose el caudillo Español Indibil con siete mil quinientos Susetanos (de las montañas de Prades) a reunirse en Cástulo con las tropas cartaginesas; dejó Publio al frente de esta Ciudad la mayor parte de sus fuerzas al mando de Fonteyo, y él se encaminó con las restantes a destruir a Indibil, e impedir su reunión con las cartaginesas. Estas, que estaban muy sobre aviso y que acaso tenían noticia de la venida, tuvieron la buena suerte de sorprender a Publio, puntualmente cuando ya estaba peleando con los de Indibil, y de batirle, derrotarle, y matarle, con casi todo su ejército.

Fonteyo, que quedó en el Real de Cástulo, no pudo evitar esta catástrofe instantánea; y harto
hizo con ir entreteniendo a todo el ejército enemigo, que se dirigía ya al encuentro de Cneo:
pero alcanzólo al fin el cartaginés cerca del Ebro después de trenta y un días, haciendo igual destroza en las tropas de este desgraciado General, que como su hermano, perdió también la vida.

Ahora bien: de esta notable y fatal campaña, que con sentido acento refieren Tito Livio, Apiano. Alejandrino y Plinio, ¿qué se infiere con respecto a nuestro asunto?
Creemos que lo siguiente: que los Generales Romanos pudieron atraer a los Celtíberos desde las márgenes del Ebro a las del Guadalope, más por compromiso forzoso que por una buena voluntad: que tan pronto como tuvieron ocasión, abandonaron a Cneo por no aherrojarse a las cadenas de este, ni de ningún otro conquistador: que en su marcha, se pusieron a vanguardia de Cneo, pues que montando el Idúbeda estaban ya en su País; y que quedando entonces a su espalda Asdrubal Barca, que no había de incomodarles, tenían seguridad de que Cneo no podía castigar su defección.
De este modo la Historia está acorde con la Geografía, y queda Anitorgis en el punto de Alcañiz, que le hemos señalado. No siendo así ¿cómo hubieran podido los Celtíberos situarse a retaguardia de las tropas de Cneo? ¿No hubiera sido esto ponerse torpemente en el caso de buscarse ellos mismos su desgracia?

Pasemos a la Geografía.

Esta, como ya hemos observado, solo nos habla de las ciudades que tenía la Edetania, en la cual se hallaba Anitorgis. Las más inmediatas y únicas que por esta parte lindaban con ella, eran Arse (Híjar), Bélgida (Alcorisa), Leónica (Castelserás), y Osicerda (Valdevallerías), de la cual ya nos hemos ocupado atrás. Algo más distante de esta linea se encontraban Belia (Belchite), Lassira (Lécera), Castrum Album (Montalban), Laxa (Aliaga), Etovisa (Benifazá), Castra Aelia (Morella), y Carthago vetus (Cantavieja).

La colocación respectiva de estas ciudades era ya bastante luz para poder inferir, que Anitorgis corresponde a Alcañiz; porque las cuatro de la primera serie tienen ya su asiento señalado, muy diferente a la verdad del de aquella; y lo mismo las siete de la segunda. ¿Trastornaríamos ahora empíricamente este orden y los conocimientos científicos que sobre el mismo se han adquirido, por excluir a Anitorgis de Alcañiz? ¿Y en donde la pondríamos?
No en Castelserás, porque ya hemos visto que corresponde a Leónica. Pues tampoco podríamos ponerla en Bélgida, ni en Arse, ni en Osicerda, y mucho menos en las siete ciudades de la segunda serie.

Por lo mismo creemos poder afirmar en definitiva, que mientras la Arqueología, acorde con
la buena crítica, no nos descubra otra cosa, es muy probable y aceptable la opinión que
fija en Alcañiz la antigua Anitorgis. Porque como hemos visto, ésta es la que siguen y adoptan los hombres eminentes de que atrás hicimos mención: ésta, la que nos descubre el nombre
y etimología de Alcañiz: ésta, la que nos insinúa la Historia y señala la Geografía: y esta finalmente la que, por tales títulos tenemos por la más razonable y prudente; sobre todo, después que hemos probado hasta la saciedad que la antigua Ergávica corresponde al sitio despoblado de Cabeza griega, y no a Alcañiz ni a ninguna otra población.


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